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jueves, 29 de julio de 2021

Instantáneas de verano

Allí estábamos, sentados en unas precarias sillas de madera. En la explanada del puerto, con las mascarillas mal ajustadas. Habían montado un escenario modesto, no hacía falta más. La brisa del mar nos mantenía frescos.
Fueron subiendo, eran un montón de gente, 40 o más. También había una pequeña banda: teclado, guitarra eléctrica, batería y bajo. Yo siempre había pensado que esos grupos de gospel, que gustaban tanto por aquí, eran una frikada... Aunque sentía curiosidad. 

Empezaron a cantar y... Aquello molaba! Aún llevando mascarillas, el coro se veía súper relajado, feliz... La directora era pura energía. Con su expresión corporal y su sonrisa, si te lanzaba una mirada de refilón, era capaz de hacerte pensar que podías cantar como Aretha Franklin -o, por lo menos, tocar las palmas con ritmo-. No es de extrañar que ese estilo musical haya traspasado los muros de las iglesias y todas las fronteras. 

Se hizo de noche, pero aquello era absolutamente luminoso. Nos sentíamos como si hubiésemos sido tocados por el dedo Dios -pero no el dios iracundo de la culpa, sino un Dios liberador-.

Gospelsons: grupo de gospel de Mataró. Foto extraída de la web del grupo: https://gospelsons.org/

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Alguien escribió en un grupo de Facebook que había creado un perfil anónimo para denunciar asuntos perpetrados desde los poderes públicos locales. Y la peña se le echó encima diciendo que diera la cara, que se identificara... 

Pensé sobre cómo se ha perdido el anonimato en Internet. Antes de las redes sociales todos teníamos perfiles falsos, avatares molones... Tu identidad virtual no solía coincidir con tu identidad física -a menos que fueras un personaje público- y podías llevar una doble vida. Ahora nuestros perfiles virtuales son una marca, un sello de identidad de nuestros perfiles físicos... Y los poderes nos pueden someter en ambos planos. Pero Remedios Zafra trata mucho mejor estos temas de lo que puedo hacerlo yo.

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Me sentía eufórica! Él había dado positivo en Coronavirus y yo no. Él debía confinarse en casa y yo era libre! Libre!

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En la televisión no paraban de salir noticias sobre los beneficios económicos que había traído la legalización de la marihuana en ciertos estados -EEUU- y cómo se había extendido a otros. También aparecían noticias de cómo los propietarios de invernaderos, en la vieja Europa, se estaban adaptando al cultivo del cáñamo legal: con usos medicinales, para elaborar ciertos ungüentos, fibras vegetales... -Es mucho más rentable que la fruta o las flores - decían.  

Cuando el capitalismo le niega el saludo al narco, la legalización está cerca.

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Estábamos solos, en un rinconcito al que se accedía por una vieja carretera abandonada. El pantano daba miedo. Todos los años llegaban historias de ahogamientos. Las niñas jugaban en la  orilla. -Allí están seguras. -Pensaba aliviado. Me sentía pesado, gordo...
Ya nadan muy bien. No quiero que vayan a lo hondo. Este calor me mata, saca lo peor de mí, quiero que llegue mediados de agosto...
¿Y si hubiera monstruos?

Algún punto del pantano de García de Sola - Julio 2021

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Habían habilitado un trozo de playa para los perros -al otro lado del puerto-. Los dueños se bañaban allí con ellos. Era una escena extraña: pechos desnudos, perros mojados, ladridos y conversaciones, las olas del mar... Todo se aparecía sucio e irónicamente feliz

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Habían hecho una pequeña presa en el cauce del río. Siempre había agua corriendo. Era muy somero: pocos tramos cubrían por encima del ombligo. Los fresnos y sauces proporcionaban una agradable sombra en las orillas cubiertas de césped. La gente se reunía en pequeños corrillos. Muchos llevaban su merienda. También había un chiringuito. Había gente, pero sin aglomeraciones -circulaba el aire-. El agua era fresca -pero no fría-.
Un lugar de goce y esparcimiento en Hoyos (Cáceres)

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El calor y la humedad eran horribles en la estación de Sants. -Otro tren cancelado! -Joder! Esto se está petando de peña... Íbamos bien apretados en el vagón. Todos con mascarilla. Yo procuraba no respirar muy fuerte. En Plaça Catalunya se subió más gente. Los niños lo tocaban todo. Una señora mayor busca asiento... Afortunadamente se lo cede alguien que está más cerca -no me quiero mover-. Dos tipos hablan despreocupados sobre no sé qué movida que quiere hacer en su salón. Yo sólo veo Coronavirus! Coronavirus por todas partes!

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Era el típico lugar de ocio familiar en el Levante. Enclavado entre la paradisíaca playa de arena y unos montes rocosos que se aventuraban hasta el mar. Se veía mucho guiri. Tenían sus propios guetos: los alemanes, los belgas... La primera línea de playa era asediada por altas torres de apartamento y hotel, bares, restaurantes... Las montañas cercanas plagadas de chalets -que de lejos asemejaban garrapatas-. Al fondo se apreciaban las formas grotescas de Benidorm. Pero Calpe era un pueblo tranquilo, mantenía un centro histórico coqueto. Un lugar para dejarse morir sobre la fina arena, mecido por las aguas calientes... Sí, la población se veía envejecida, conservadora, complaciente con los neonazis de Desokupa...
Una gran formación fálica rocosa presidía la playa: el Peñón de Ifach. Me gustaba llamarlo el peñón de iFacha...

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Se rompió la cámara subiendo al peñón. Por fin me había liberado de aquel artefacto del demonio. No tenía que llevar ese peso a la espalda: los objetivos, la batería, el trípode... Miraba el mundo de otra manera: narrado, en un continuo fluir de palabras -no como este post, que es una sucesión de instantáneas-.


Playa de Calpe con el peñón de Ifach. Imagen extraída de El País

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Después de 12 de horas de viaje, con sus atascos. Bajamos del coche, como quien se baja de una nave espacial... Hace fresquito. Suena música ligera en directo. No hay humedad. Nos reciben con tortilla de patatas -crudita-, revuelto de calabacín, tomates frescos... El Castillo nos vigila. Corre una agradable brisa... Herrera se nos aparece como el paraíso en la tierra ❤

martes, 20 de abril de 2021

Sobre parques infantiles y puntos de desencuentro

De pequeño no recuerdo visitar los parques infantiles. Supongo que sí existían... Quizá en el cole había columpios y toboganes -de esos de metal que, a buen seguro, ahora nos parecerían superpeligrosos-. Estoy convencido de que en el patio del cole había dos tubos de cemento -de los que se usan para el alcantarillado- y saltábamos de uno a otro, nos metíamos dentro...

Ahora es otra historia, los parques son auténticas obras de arte. Se cuida cada detalle, se integran perfectamente en los diferentes espacios públicos de la ciudad, se les lima cada arista, cada posible peligro...

Barcos piratas repletos de pasarelas, toboganes, cuerdas y redes para trepar, rocódromos... Dragones con rincones secretos, rampas deslizantes...

Parc de la Pegaso - Barcelona. Imagen extraída de TimeOut

 

Aunque vayamos en coche, las niñas los ven desde lejos y, yo... les voy cogiendo el gustillo. Normalmente prefiero aquellos más antiguos: los que tienen árboles bien formados con buena sombra y bancos. Aunque los ideales son aquellos que cuentan con la terraza de un bar cerca y, desde ahí, puedes controlar a las niñas. Pero tampoco le hago ascos a llevarme las yonkilatas -si voy con amigos-.

 

En los pueblos, tengo la impresión, no se da mucha importancia a los parques. Al estar rodeados de campo, parecieran prescindibles las zonas verdes. O quizá sea el arrastrar una tradición en la que se jugaba en la calle, y ya se establecían -de facto- ciertos puntos de encuentro: la plaza, el pretil, las pistas polideportivas... Una tradición en la que los vehículos no se habían apoderado aún de todos los espacios.

Pero los parques tienen una ventaja, son lugares cercanos en los que las niñas se pueden encontrar con otros niños. Los padres podemos entablar conversaciones con las madres. Y, si no hay nadie, no importa, porque las niñas se entretienen con cualquiera de las atracciones mientras los adultos chequeamos el móvil, o leemos un libro, sabiéndonos en lugar seguro.

 

Existen familias que tienen casas grandes, con patio, piscina... Y quizá no sientan la necesidad de salir a un parque a relacionarse con nadie -pueden vivir en su absoluta individualidad-. Pero el caso más común es el de familias que habitan pisos pequeños -la estabilidad económica nos llega tarde, si es que llega, y no podemos esperar a tener 40 años para engendrar hijos-. Así que, los parques suponen un gran alivio al agobio de los espacios cerrados privados. En general, todas las zonas comunes de pueblos y ciudades vienen a complementar las carencias de los hogares: para eso nos organizamos en sociedades -y toleramos a cambio cierto malestar en la sociedad-.

Supongo que dentro de unos años las niñas no querrán que las acompañemos al parque, o quizá prefieran otro tipo de lugares y formas de ocio: pistas deportivas, de skate, sitios oscuros para fumar, navegar por las redes sociales... 


Con la pandemia se han cerrado los parques infantiles y ha sido necesario proveer de dispositivos electrónicos a los niños. Una combinación fatal. Creo que no hay sensación más terrorífica que ver la cara de un crío con las pupilas dilatadas clavadas en la pantalla y la piel iluminada por el brillo de los contenidos cambiando a velocidad de vértigo... 

Los niños tienen ganas de jugar y estar acompañados, pero les dejamos solos con la pantalla. Les cerramos los parques, limitamos sus movimientos y su interacción con los demás. Los metemos en el mundo virtual para que suplan sus carencias... Pero es algo que no queremos ni para nosotros. Las redes sociales están llenas de malos rollos, de gente que se habla de forma grosera, que responden con zascas, troleos, que sacan las cosas de contexto, noticias falsas, odio, comportamientos adictivos... Hay que realizar tremendo esfuerzo para que nuestra red social no se convierta en un estercolero. Resulta muy difícil practicar la empatía en ambientes tan hostiles. En la vida real, cara a cara -con contacto físico y visual-, creo que no son tan comunes estas prácticas depredadoras. Aunque siempre han existido los que van buscando bronca, los que no tienen modales, o los encabronados y despotricadores contra todo -sin apenas venir a cuento-. 


Hace unos días, en un consejo escolar, los profesores manifestaban su preocupación por los casos de acoso infantil -que vienen acrecentándose por el uso intensivo de móviles y tabletas desde edades muy tempranas-. En el cole, profes y alumnos se encuentran afanados impartiendo e interiorizando los contenidos que dicta la ley. Luego tienen su rato de juego y esparcimiento -que pueden utilizar también para hacer el mal- y, más tarde, se van a sus casas -a encerrarse con sus equipos electrónicos-. Seguramente sería mejor para sus relaciones -y para su salud física y mental- que salieran al parque a jugar y relacionarse con otros niños, bajo la tutela de los padres. Si surgiera algún conflicto: padres, madres, hijos y amigos podrían colaborar para solucionarlo -de forma más o menos amable, inmediata, pública, transparente..-. Pero en las redes sociales -y los grupos de mensajería- los conflictos se enquistan, se ocultan, pasan desapercibidos para unos, o se visibilizan demasiado para otros... No se resuelven, van creciendo, de forma asíncrona, por oleadas... Si nuestras redes sociales son un vertedero de opiniones encabronadas y ofensas gratuitas, no debería sorprendernos que lxs niñxs repitan esos patrones.

El distanciamiento físico, la mediación de las relaciones por los dispositivos electrónicos, los algoritmos -que nos sugieren siempre lo que es similar a lo que ya conocemos-... Todo ello va conformando un mapa de divisiones en las que nos resulta muy fácil identificar al "otro". Y, al "otro", se le puede humillar, marginar, apartar... y no volver a verlo nunca más: porque no va a existir un punto de encuentro donde puedas comprobar que es más lo que nos une que lo que nos separa.

 

Creo que uno de los problemas más graves que trae esta pandemia es la disgregación social, la pérdida de vínculos y, en definitiva, la pérdida de humanidad. El aislamiento en pequeñas burbujas, enfrentadas a las otras: mi propiedad privada, tu virus, mi vacuna... Algunos ya señalan el aumento de las crisis de ansiedad, niños acosando a otros niños, jóvenes apáticos -sin futuro-, adicciones a redes sociales, juegos online, televisión...

Y, mientras, los pequeños espacios de terapia -los parques infantiles- se encuentran cerrados -o han estado cerrados durante gran parte de la pandemia-. En un mundo donde prima lo privado y donde pareciera que sólo el consumo y la economía merecen ser salvados.

 

Parque infantil del Pilarito de Consolación - Herrera del Duque - Abril de 2021

En el pueblo existen algunos parques en las afueras. Pero están hechos polvo: vandalizados, sin mantenimiento... Son utilizados principalmente por jóvenes y adolescentes -que pueden desplazarse hasta allí, en bici o en coche, sin la compañía de los padres-. 

En el interior del pueblo, en el patio del cole, existe otro parque -cerrado desde que empezó la pandemia-. Es este un lugar incómodo, feo y asediado por el sol, pero que a los niños encanta. Las niñas solían pedirme que las llevara y, alguna vez, me convencían -lo bueno de su cierre es que ya no me veo obligado a ir-. Las familias con niños pequeños, expulsadas del parque, ahora colonizan otros espacios: la Plaza de España, la plaza del Palacio de la Cultura... Seguramente menos apropiados para los niños, pero donde los padres nos encontramos cómodos -con terrazas para tomar-. Y, después de todo ¿A quién le importa el bienestar de la infancia?

jueves, 21 de enero de 2021

El ideario neoliberal y su potencial revolucionario

Lo que más temen los neoliberales son los gobiernos de izquierdas. Para ellos, la izquierda trae pobreza. Y siempre ponen como ejemplo los países donde gobierna o ha gobernado: Venezuela, la antigua URSS...

Países donde la escasez campa a sus anchas mientras los líderes viven de forma lujosa, a costa de los impuestos que recaudan fomentando el odio hacia las clases altas y las empresas que generan la riqueza.

Los líderes de izquierda tendrían aspiraciones absolutistas y el firme deseo de controlarlo todo desde el aparato del Estado. Además, ese liderazgo sería siempre costoso: en salarios, asesores, propaganda, represión, burocracia, control... Su estilo de vida, soberbio y caprichoso, llevaría al Estado a aumentar la presión impositiva, de tal forma que desincentivarían el emprendimiento y producirían una población servil y victimista que estaría siempre reclamando a las administraciones públicas la satisfacción de sus deseos y necesidades.

No les falta razón: yo también tendría miedo de un escenario así. 

Meme para minar la confianza en los políticos de izquierda. Extraída de Hispañidad

 

El modelo neoliberal lo fijaría EEUU. Un Estado ligero, con bajas cargas impositivas, controlado por las empresas y las clases altas. Una tierra de oportunidades para todos los que estén dispuestos a aprovecharlas.

A las izquierdas les acojona este escenario. Ven en EEUU una amenaza armada y la materialización de desigualdades -donde los sintecho recogen las migajas que caen al suelo de los lobos de Wall Street-. Un capitalismo salvaje donde los más fuertes se meriendan todo lo que pueden a su paso. 

Viñeta que ironiza sobre EEUU como potencia armada. Extraída de GRUÑIDO GRRR - Ironía Gráfica

 

Esta caracterización que hago de las derechas neoliberales estaría representada en España, muy especialmente, por Ciudadanos. También PSOE y PP -pero estos, con un imaginario heredero de los últimos años de "dictablanda" del franquismo, basada en el desarrollo del turismo y la construcción-. Así que, Ciudadanos, un partido fresco, representaría mejor que ninguno el ideario neoliberal -al menos, antes de su giro nacionalista- sin el lastre de la Guerra Civil, el franquismo, la tradición católica, ni el desarrollismo de ladrillo, sol y playa.

En las izquierdas, estaría el actual Podemos. Una amalgama de las izquierdas clásicas -de tradición social comunista- y los nuevos movimientos sociales. Que defendería un modelo de desarrollo "sostenible" tutelado por el Estado y un cierto reparto de la riqueza -un capitalismo progre-. 

 

Para estas izquierdas, la deriva neoliberal global trae desigualdad, guetos de marginalidad y pobreza,  abusos medioambientales, vulneración de derechos humanos... Además de concentración de la riqueza en unas pocas manos, con la consiguiente monopolización de los mercados y la acaparación de poder en ciertas empresas trans/nacionales -que serían incluso capaces de corromper las instituciones y eludir los mecanismos de control de los estados-. 

El capital andaría siempre tratando de influir -o hacerse con- el poder. Para así agilizar sus negocios y obtener ventajas competitivas -sin importarle mucho las consecuencias sociales o medioambientales-. 
Mientras que las izquierdas desconfiarían de estos capitales, tratarían de ponerles límite y conseguir que sus beneficios revirtieran en las arcas públicas -algo totalmente lógico, puesto que sus beneficios de las empresas son posibles gracias a las infraestructuras, recursos humanos y medioambientales, así como a las garantías legales y securitarias que proporcionan los estados-.

 

Los neoliberales necesitan el Estado, principalmente porque es el garante de la propiedad privada. Y, además, les interesa cualquier beneficio que puedan obtener de este -aunque las mariscadas las paguen con el dinero de sus negocios-. Las izquierdas también necesitan al Estado: para poder poner límites a los desmanes económicos. Y, además, les interesa recaudar, no sólo para mantener la infraestructura que hace posible los negocios, sino también para potenciar el tipo de sociedad que creen más justa -y para pagar sus mariscadas-.

Así que, unos y otros, compiten por el poder. Aunque, desde la caída de la URSS, la ventaja está claramente del lado de los neoliberales. Las izquierdas, acorraladas por la caricatura que de ellas hacen las derechas -dictaduras generadoras de escasez e incapaces de satisfacer los caprichos consumistas de la población-, han quedado como una débil herramienta para denunciar los abusos de las grandes empresas, aplicar pequeños parches que lleven a un capitalismo más amable y "sostenible", o actuar en el plano simbólico -para restablecer la dignidad de ciertos colectivos oprimidos por el conservadurismo moral que caracteriza a las derechas-.

Vamos, que las izquierdas han perdido todo potencial transformador y revolucionario. Ese potencial se ha trasladado a la economía neoliberal, y teorías como la de El Gran Reinicio nos parecen hoy más plausibles que una revolución a la Rusa.

De hecho, ante todas las medidas restrictivas adoptadas para combatir la pandemia por Coronavirus, han sido los sectores de la derecha los que más se han movilizado contra los gobiernos legítimamente establecidos -trumpistas que asaltan el Capitolio, caceroladas en el barrio de Salamanca...-, actuando como verdaderos antisistema, anteponiendo la libertad de sus negocios a la seguridad sanitaria.

 

PD: ya habíamos hablado de cómo las derechas se estaban haciendo fuertes, también en el plano simbólico y moral, en el post De la hipertrofia de derechas a izquierdas canijas

sábado, 16 de enero de 2021

Peloche y el colonialismo

Peloche es una pedanía de Herrera. Es un pueblo por sí mismo pero, a nivel legal y administrativo, depende de Herrera. 

Entre los pelochos existe una cierta animadversión hacia este hecho. 
Aunque no se materialice en acciones o grupos organizados concretos, la idea de su independencia, flota en el ambiente.

¿Por qué no habrían de tener sus propias instituciones y decidir sobre sus propios asuntos? No se aprecian diferencias entre Peloche y otras localidades pequeñas que tienen su propio ayuntamiento.

 

Después de las navidades se dispararon los casos de Coronavirus en Herrera -en toda Extremadura, en general-. Y comenzaron a proliferar los mensajes de ánimo... Poco más se puede hacer una vez que el virus está extendido -bueno, también se podría vacunar más rápido-. Así que, Peloche, se quedó sin sus fiestas patronales -que se celebran para San Antón-. 
Por ese motivo, el alcalde de Herrera, publicó esta foto de apoyo a los pelochos. La verdad que la imagen no puede dejar indiferente a ningún local.

Imagen extraída de la cuenta de Facebook del alcalde de Herrera y Peloche
 
En primer plano aparecen los danzantes de Peloche. Durante la fiesta de San Antón se travisten con esos ropajes y danzan por las calles para sus vecinos y vecinas. Hay otras danzas similares en la comarca, pero no con hombres vestidos con ropas de mujer. Además, es una fiesta netamente religiosa (católica), los danzantes bailan en la iglesia -supongo que esta danza sea algo más antiguo que el catolicismo ha incorporado para dar gusto a sus parroquianos-.
 
De fondo aparecen el alcalde de Herrera -y Peloche- junto con alguien de la diputación, desvelando una estatua que representa a un danzante anónimo. Como si fuera una ofrenda a las colonias para calmar sus anhelos de independencia. -Mirad, ahora, a los pelochos, os vamos a identificar con esta cosa tan graciosa y tradicional de los danzantes. 
Quitando las letras de la foto, podría ser perfectamente la portada de un libro de antropología.
Supongo que desde Herrera vemos en Peloche una especie de pueblo originario, virgen, primitivo, en plena conexión con la Naturaleza, apartado de la modernidad. El típico relato que potencia el turismo de interior -es normal: el turista busca siempre este tipo de hitos para formarse el mapa de los lugares que visita-. 

Los pelochos están muy orgullosos de sus danzantes y de sus fiestas. Y, en esas fechas, acuden de todos los puntos del planeta por los que se encuentran dispersos. Los de Herrera también nos acercamos a los principales eventos ¡Y los disfrutamos! Estamos muy conectados -quien más o quien menos tiene conocidos o familiares allí-. Pero es una fiesta de la gente de Peloche y la organizan como a ellos les da la gana. Ellos son los protagonistas de sus fiestas -al contrario de lo que refleja la fotografía, donde todas las miradas se dirigen a los dos hombres blancos, burgueses y adultos ataviados con traje y corbata que descubren la estatua-.
Y era eso lo que más me llamó la atención de la foto: que era absolutamente herrerocentrista. Como eran eurocentristas las crónicas antropológicas de los investigadores de los siglos pasados. Como aquella despedida de Loquillo a Pau Donés, donde no se le ocurre otra cosa que ponerse a sí mismo en el centro para recordar al pobre Pau...
 
Imagen extraída de la cuenta de Twitter de Loquillo



 

miércoles, 6 de enero de 2021

La búsqueda del sentido

Los cielos del amanecer y el anochecer molan... mucho. Si los estás observando es porque has puesto la vida entre paréntesis: nada importa, sólo la mutación de colores en el cielo. Es como un pequeño viaje, unas microvacaciones. Podría ser un rito, una terapia... Los días de no trabajo me gusta madrugar sólo por eso. Es como estar solo ante el universo, como un agente de guardia, mientras todos duermen.

Después, el sol viene apremiando. Hay que moverse.

Así, el resto del día es puro agobio... Es como estar debiendo algo a alguien continuamente, una búsqueda incansable de recompensas al esfuerzo. Un sin sentido: canalizar las pulsiones, ganar dinero, invertirlo, formarse, elegir, acumular experiencias...

 

Antes de la pandemia nos gustaba reunirnos con lxs amigxs. Reservar un día para preparar comida, pasear, fumar, jugar a las cartas... Poner el día entre paréntesis. Tampoco tenía sentido, pero era divertido: "Salir, beber... el rollo de  siempre".
O esperar a la llegada de la noche: cenar, tomar unas copichuelas, jugar futbolín, contar chistes, cantar, bailar...

Para viajar, el sacrificio era más grande. Había que ahorrar, reservar vacaciones... Te servía para justificarte en sociedad, por estar haciendo cosas horribles durante todo el año: madrugar, montarte en transporte público, abusar del café, meter comida en tuppers, pisotear las cabezas de potenciales competidores...

 

El Coronavirus nos ha robado los pequeños placeres comunales que llenaban una parte importante de nuestro tiempo de ocio. Encerrados en nuestras burbujas, distanciados, recelosos...  

Solíamos decirnos que el dinero y las posesiones materiales no eran tan importantes: coches, casas, móvil, tv... Pero toda propiedad privada ha salido potenciada con la pandemia: es mucho más deseable una buena vivienda con vistas al exterior, jardín, piscina... que un piso pequeño; es más seguro desplazarte en nuestro coche que hacerlo en un vagón atestado de posibles contagiados; mejor veranear en tu segunda residencia de la Costa Brava que un hotel lleno de viejos en Benidorm; una tele enorme para sustituir el cine... El capitalismo de consumo refuerza sus posiciones y nos arrebata nuestros lujos de pobre: unas cañas al salir del curro, llevar a lxs niñxs al parque, reuniones familiares, una pachanga...

Quizá antes pensáramos que una vida social plena era posible practicando el ocio en espacios comunes -bares, parques, pistas deportivas...-. Quizá antes pudiéramos llegar a pensar que no era necesario sacrificar tanto por acumular riquezas. 

Las crisis capitalistas de 2008 y anteriores nos enseñaron que el dinero en los bancos se podía devaluar y que, por tanto, era mejor invertirlo. Incluso la vivienda se podía devaluar, así que era mejor diversificar. La lección ha sido siempre que debíamos ser emprendedores e inversores, estar en la cresta de la ola, siempre arriba... Pero también se podía hacer la lectura de estas crisis como infortunios que nos golpean de forma aleatoria, imprevisible e inevitable y que, quizá, resulte mejor vivir al día, ir tirando... Porque no hay valores seguros y no tendría sentido acumular otra cosa que no fueran experiencias -quizá, en el 15M, esta lectura alcanzó relevancia como crítica al sistema-. 

No sé cuántas décadas puede durar la lección de esta pandemia, pero llama la atención que su mensaje case tan bien con el capitalismo de consumo y con un individualismo recalcitrante: -Acumula todo lo que puedas porque, cuando vengan mal dadas, los que tengan una casa grande van a estar más agustito.

 

Cuando Pablo Iglesias se compró un chalet, supuso un duro golpe para muchos de sus votantes... Quizá esperaban algo diferente de este líder: que deseara cosas diferentes a las que deseaban el resto de líderes. Porque sólo alguien con deseos y anhelos opuestos a los de quienes dirigen el sistema -un sistema que acumula riquezas en manos de unos pocos a costa de la miseria de muchos- está en condiciones de llevarnos a un mundo más justo. 

Esta idea del deseo como herramienta transformadora del mundo ya estaba presente en filósofos del siglo pasado, como Deleuze o Lyotard. Y parece que, hoy día, tiene más sentido que nunca. Cuando el consumo vampiriza toda nuestra energía para dejarnos vacíos y solos -en nuestro enorme chalet- ante una pantalla que no para de emitir contenidos que apuntalan el relato de la individualidad.

Quizá sería mejor que existieran la magia, la religión, el destino... Una misión más allá de las pulsiones y los mecanismos de recompensa. Quizá una vida menos atomizadora y agobiante, una vida en común. Nuevos referentes, nuevos imaginarios que rompan con estas dinámicas de sálvese quien pueda -y quien más pueda, que se salve más-.

Al final del túnel hay luz. Canet de Mar, diciembre 2020


Referencias

lunes, 21 de diciembre de 2020

Asociacionismo: consenso Vs democracia

Me encontraba en una reunión de delegados de clase -en cada clase del cole se elige a una de las madres o padres para representar a todxs-. Siempre he sido muy reacio a estas formas de participación representativas -más en la situación actual, en que el aislamiento social impide la comunicación cara a cara, que es con la que la mayoría se siente más cómoda-. 
Pero bueno, son grupos pequeños -de entre 10 y 20 alumnxs por clase- y agiliza mucho las reuniones el que los interlocutores sean 15 personas -y no 250-. Aunque esto implique que la opinión de algunas familias quede silenciada.

Los grupos de cada clase funcionan como pequeños corrillos donde la gente está más desinhibida y cada cual da su opinión, a sabiendas de que no va a trascender. Tiene su utilidad, porque sirve para que, dentro de ese corrillo, se genere debate y se consoliden opiniones sobre temas de los que no todo el mundo tenía una opinión formada. La función de los delegados es luego transmitir esas opiniones a la dirección del cole.

 

Se trataba de una reunión telemática, una video conferencia grupal. Si ya resultan frías estas reuniones de por sí, al ver las caras individuales de los participantes en la pantalla del ordenador, era como abrir la puerta de un congelador. 
El grupo de delegados solo se constituye cuando lo requiere el equipo directivo del cole -es una especie de acto obligado-. No actúa nunca por iniciativa propia. No sienten que sean más que un vinculo de comunicación entre la dirección y el aula a la que representan.

La reunión fue convocada por la AMPA, una asociación de madres y padres unidos por intereses comunes: mejorar las instalaciones del cole, potenciar la convivencia entre familias, organizar actividades extracurriculares, representar los intereses de las familias ante las diferentes administraciones... 
Aunque en colaboración con el equipo directivo del cole, la AMPA actúa por iniciativa propia, en función de los intereses y preocupaciones de sus miembros, o de los que les trasladan las familias. 

A pesar de su labor, la AMPA no goza de simpatía entre un porcentaje importante de las familias del cole. Diría que el asociacionismo de cualquier tipo despierta animadversión en este pueblo. La sociedad está muy polarizada y reducen las personas a una única dimensión: la dimensión de los partidos políticos. 
Y la gente es muy militante, se posiciona vehementemente en uno un otro bando al primer movimiento de piezas. 

A esta animadversión de la población general, se superpone el hecho de que los poderes fácticos aspiran a mantener un cierto control sobre el movimiento asociacionista. Con medios materiales -atrayendo mediante subvenciones o ayudas-, o bien, colocando personas de su confianza en los espacios de toma de decisión. Por cuanto son agrupaciones de personas con intereses muy concretos que pueden generar consensos en aspectos nunca abordados en la lucha política por el poder, o que entren en conflicto directo con el poder mismo.

En este escenario, no hay debate posible y todo se reduce a medir las fuerzas, a vencedores o vencidos.  


Hace unos días empecé a leer "Un tributo a la tierra". Un cómic que narra la historia de los pueblos aborígenes de Canadá y su progresiva colonización por la sociedad occidental. En una de las viñetas, el autor añora aquellos tiempos en que los miembros de la tribu se reunían para debatir algún tema. Primero hablaban los más ancianos y luego espontáneamente cada uno iba aportando algún contenido nuevo, algún matiz... 
Luego llegaron los occidentales, con la extracción de gas y petróleo. Y la sociedad se dividió. Era imposible llegar a consensos y se recurrió a la democracia -el que tiene más votos gana-.

Fotografía de una de las páginas del libro "Un tribuo a la tierra" de Joe Sacco

 

Mientras hablaban los miembros de la AMPA, la cara del resto de delegados era de absoluta reticencia. Al final, alguien preguntó al director cuál era su opinión personal sobre aquello... 
Por fin todos tenían algo a lo que aferrarse para posicionarse: la opinión de una autoridad competente -y, menos mal, porque si no el debate hubiese estado sentenciado desde el principio-.


Creemos formar parte de sociedades muy avanzadas, disponemos de tecnologías que nos permiten intercambiar información con personas en la otra parte del globo pero, en lo social, estamos absolutamente en pañales. Somos incapaces de alcanzar acuerdos o de organizarnos para llegar a fines comunes. Sólo conseguimos una elevada organización recurriendo a formas de obediencia basadas en el poder y, en última instancia, en la violencia. 

Algo que, por otro lado, está poniendo de manifiesto la actual pandemia, con continuos mensajes de la población a las autoridades para que prohíban por ley las reuniones. Porque apelar a la responsabilidad individual es del todo ineficaz. Lo que viene a ser el reconocimiento de nuestra minoría de edad: puesto que somos incapaces de controlarnos, exigimos orden y castigo por parte de los que ocupan el poder de manera arbitraria.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Purificadores de aire con filtros HEPA en las aulas: ¿Sí? ¿No? ¿Ninguna de las anteriores?

Hace un par de semanas se comentó en el cole la posibilidad de poner purificadores de aire con filtros HEPA en las aulas. Soy miembro de AMPA del cole, me he implicado en el tema, así que, he pasado un tiempo buscando información sobre qué carajos era eso, su utilidad y sus precios.

Creo ya tener una opinión bastante bien formada sobre esos "filtros HEPA". La verdad que me parecen útiles. Seguramente lo son: por eso se emplean en quirófanos y en aviones. ¿Por qué se oponen todas las administraciones y expertos a incluirlos en los colegios? Básicamente porque son muy caros y, en principio, sólo van a resultar útiles mientras haga frío durante este curso del Coronavirus. El resto del año se pueden abrir puertas y ventanas -sin miedo ninguno- porque ya no hace frío. Y la ventilación de los espacios cerrados es mucho más eficiente que esos filtros.

Clases al aire libre en los Países Bajos con alumnos envueltos con abrigos y mantas en 1918. / Nationaal Archief. Imagen extraída de Guía para expulsar al coronavirus de las aulas (Maldita.es)

En algunos coles, padres y madres se han puesto de acuerdo y han comprado los aparatos para las clases de sus hijos. En nuestro cole también se ha planteado la posibilidad. No sé si se llevará a cabo. Estamos pendientes de que nos hagan llegar presupuestos y ver qué cantidad tendría que aportar cada familia. Veo difícil que prospere el asunto, sin el apoyo económico de ninguna administración pública.

El nuestro es un cole de pueblo, el único en la localidad. Aquí convive gente que tiene una piscina en el jardín, dos o tres coches y un apartamento en la playa, con gente que sobrevive prácticamente a base de subvenciones, ayudas y economía sumergida. No es lo mismo pedirle 50 o 60 euros a una familia que a la otra. 

Así que, sí: las aulas serían más confortables y seguras con unos purificadores de aire que reunieran las especificaciones técnicas recomendadas por las administraciones en los diferentes documentos que han elaborado para mantener una calidad óptima en los espacios cerrados.

Pero, en nuestras sociedades actuales, todo tiene un precio. También la salud, el confort e, incluso, la educación. Y, ese precio, no siempre está al alcance de todos. Por eso existen las clases sociales, los coles y la sanidad privadas.

Por eso hay gente que utiliza todoterrenos de gran cilindrada para llevar a los niños al cole los días de lluvia, mientras otros andan remendando paraguas. Por eso hay gente que puede quemar 3000 o 4000 litros de gasoil para mantener caliente su casa durante el invierno, mientras otros ponen tumbada la bombona de butano -para arañarle unas horas más al brasero-.

Gráfico extraído de https://www.ciencia.gob.es/stfls/MICINN/Ministerio/FICHEROS/version3_de_la_guia_actualizada_10_de_noviembre_de_2020.pdf

El escenario más seguro sería que los niños permanecieran en sus casas encerrados, asistiendo a clase telemáticamente. Menos seguro sería que dieran clase al aire libre, en medio de la Dehesa. Menos seguro aún, meterlos en un edificio cerrado... Y así, poco a poco, se pone en riesgo la salud a costa de otros beneficios. Algunos pueden reducir los riesgos comprando purificadores de aire y, otros, abriendo ventanas y abrigando mucho a los niños.

Por eso me hace mucha gracia cuando la gente comenta que los políticos, o los altos cargos de empresas, cobran mucho porque tienen grandes responsabilidades y asumen muchos riesgos. Cuando resulta obvio que los que asumen más riesgos son siempre los mismos: los que menos tienen. Los que se juegan la vida poniendo tumbada la bombona de butano, los que hipotecan su casa para levantar un pequeño negocio, o los que no les queda más remedio que llevar a sus hijos a unos servicios públicos cada vez más exiguos.

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Para mí, una de las cosas que ha puesto de manifiesto esta pandemia es que vivimos en una sociedad absolutamente desigual, donde hay unos pocos que no están dispuestos a ceder ni uno solo de sus privilegios. Y que, nuestros Estados, son básicamente una herramienta de control que no tienen la más mínima capacidad para atender las necesidades de su población.

Quizá, lo más sangrante fueron los primeros meses: con las discusiones de "mascarilla sí" o "mascarilla no". Inicialmente no eran necesarias, era algo opcional, porque los Estados no podían garantizar el abastecimiento a toda la población. Incluso llegaron a pagarse precios absurdos por ellas. No sé, quizá habría que valorar nuestros modelos de Estado -y la forma en que participamos en ellos-, cuando estos no tienen la capacidad ni de fabricar unas simples mascarillas. Sólo sacar policías y militares a patrullar las calles.


Algunos enlaces de interés

Un salón, un bar y una clase: así contagia el coronavirus en el aire --> Artículo que explica de forma gráfica cómo se contagia el Coronavirus a través del aire

VENTILACIÓN AULAS. Los padres ven con preocupación la llegada del frío --> Artículo generalista sobre las preocupaciones de padres y madres por la llegada del frío y la ventilación

Documentos del CSIC con recomendaciones sobre la ventilación en las aulas:

Servicios de Salud y Riesgos Laborales de Centros Educativos --> Documentación de la Junta de Extremadura sobre prevención de contagios del Coronavirus en centros educativos

martes, 27 de octubre de 2020

De pueblo o rural?

Una persona rural es la que vive en un entorno rural. En localidades pequeñas, alejadas de las grandes urbes. Eso es lo que solemos pensar.

La RAE da una definición más acotada: Perteneciente o relativo a la vida del campo y a sus labores.

Escuchaba un podcast dedicado a las escuelas rurales y alguien dijo algo así como: Vivir en un pueblo no te convierte en rural.

Y es verdad. Hoy día en los pueblos se tiene acceso a las mismas tecnologías, servicios y comunicaciones que se puedan tener en una ciudad. Quizá con peor calidad, más alejados, más incómodos, menos accesibles... pero en un par de horas, con tu transporte privado, te puedes plantar en una autovía, un núcleo urbano, un hospital o un aeropuerto, y la fibra óptica o las redes móviles te mantienen tan conectado como si vivieras en Pedralbes. 

Con la pandemia lo estamos viendo. Hay mucha gente a la que se nos exige trabajar o estudiar desde casa. Sólo necesitas un acceso a internet. Así que no importa si estás conectado desde tu piso de Madrid, desde el apartamento en la Costa Brava o desde el pueblo de tus abuelos. Vamos, que puedes vivir en un pueblo y permanecer totalmente ajeno a la vida del campo y a sus labores ¿Eres rural?

 

La realidad está en continuo cambio, seguramente cambie más aprisa que el lenguaje.  Quizá sea necesario retocar estos términos. 

Los pueblos habían cambiado poco durante siglos. Pero en las últimas décadas han sufrido una profunda transformación. A mediados del siglo pasado nadie pensaba que pudiera existir eso que llamamos "turismo rural"; o que un agricultor pudiera gestionar él solo, con su propia maquinaria, 200 hectáreas de terreno; o que, en el pueblo, comeríamos carne procedente de granjas intensivas situadas en cualquier otra parte del mundo... 

Sin tener la misma vitalidad, oportunidades, servicios y acceso a la cultura que existe en las ciudades, las pequeñas localidades han salido de su aislamiento.

Los que vivimos en pueblos ya no tenemos porqué ser unos palurdos -aunque podamos seguir siéndolo-. No tenemos porqué estar atados a una determinada tradición, ni porqué vivir pendientes del campo y sus labores, o votar lo que digan el cacique y el boticario. Vivir en un pueblo no implica ser rural: la leche sale del tetrabrick, las alitas de pollo ya vienen envasadas del supermercado y no tenemos porqué casarnos con nuestras primas -podemos conocer chicas por Tinder-. Formamos parte de la gran aldea globalizada y Amazon nos deja en la puerta sus paquetes.

Para algunos puede parecer que el encanto de los pueblos se ha perdido, que la tradición se diluye y que para vivir de esa forma mejor irse a la ciudad: que es más cómoda, está todo más a mano y hay más vidilla...

 

Yo, personalmente, tengo que reconocer que me apasiona la ruralidad. Me encanta estar pendiente de los ciclos de la naturaleza, de la agricultura, el ganado, las setas, los espárragos, el huerto... No concebiría vivir en un pueblo sin esa codependencia entre territorio y vida social. Sin participar de forma activa en la vida del campo, sin tener un vínculo con el entorno, sin hundir las manos en la tierra, sin correr detrás de las ovejas arrojándolas piedras, o, simplemente, saliendo a pasear con mi cámara.

 

En estos tiempos de pandemia, la ruralidad es lo único a lo que podemos aferrarnos. Si ya suele ser triste, aburrido y frío pasar un invierno aislados en el pueblo. Imaginemos cómo será si además nos imponen distanciamiento social... La enfermedad mental está asegurada :-)

 

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Empezábamos a levantar cabeza y, con el Coronavirus, otra vez quedaron expuestos nuestros pescuezos, rojos.

Aparceros blancos pobres de Alabama fotografiados por Walker Evans en 1936.

Redneck es un término utilizado en Estados Unidos y Canadá que hace referencia al estereotipo de un hombre blanco que vive en el interior del país y cuenta con bajos ingresos económicos. El origen está en que, por el trabajo constante de los trabajadores rurales expuestos al sol, sus cuellos terminan enrojecidos (del inglés red neck, "cuello rojo"). Hoy en día se suele utilizar para denominar peyorativamente a los blancos sureños conservadores.

lunes, 21 de septiembre de 2020

De vacaciones y pandemias

No soy muy de hacer apología de las vacaciones y los viajes, pero... Este año, con la pandemia, se han truncado muchos de nuestros planes. Y eso nos ha jodido. Estamos indignados, como si fuésemos coronapijos del barrio de Salamanca. Y por ello quería hacer una pequeña exaltación de las vacaciones... Como los poloflautas la hacen de la libertad -libertad de comprar, vender y acumular capital-.

Solíamos salir bastante del pueblo -para ver los amigos y la familia que tenemos dispersa por el territorio del Estado-. Pero, en verano, nos gusta pasar unos días recorriendo diferentes lugares, durmiendo en campings aquí y allá, sin un itinerario concreto, improvisando sobre la marcha.

Este año, la incertidumbre de no saber qué estará abierto, respetar aforos, localidades confinadas... Ha alterado nuestros planes. Y ha contribuido a que considere esta pandemia como una pandemia poco seria: sin apenas muertos, con escasas consecuencias para la salud, ahora te confino, mascarilla no, mascarilla sí, hacer deporte no, el bar sí... No sé, cualquiera diría que se han sobredimensionado las medidas, al menos algunas medidas, o en algunos lugares. 

No tiene porqué ser todo muerte y destrucción. En esto de las pandemias parece que también hay grados: pueden ir desde brotes de gripe a epidemias de peste bubónica.

Después de guardar estricto confinamiento, llega el verano y ¡Venga! Todos a moverse de aquí para allá, llevando el virus a lugares donde nunca había aparecido. Ahora, en septiembre, lxs niñxs vuelven al cole, con mascarillas, gel hidroalcohólico y lavado continuo de manos... No sé, parece todo una broma macabra, como si el virus fuera peligroso sólo bajo ciertas circunstancias -que tienen que ver con frenar o no el consumo y la actividad productiva-. 

En la tele y las redes sociales no dejan de hacer recuento de casos. Sí, muchos casos... Pero ya nadie habla de frenar la curva o de construir más plazas hospitalarias. La sanidad pública se queda como está, aunque la curva siga creciendo ¿La enfermedad no era tan grave? ¿Ha disminuido su virulencia?... Uno ya duda hasta de los conteos de muertos. Sí, es verdad que el número de muertes de los meses de confinamiento son más altos de lo normal y que había muchos ingresos hospitalarios -pero es que se ha tenido que ir a dramatizar las muertes en las residencias de ancianos, cuando lo habitual es que se ignoren-. 

Hay quien las ha pasado canutas, incluso quien las ha palmado con coronavirus -otra cosa sería determinar si la causa principal fue el coronavirus-. Yo no soy virólogo, ni epidemiólogo, pero da la sensación de que, si esto hubiese pasado hace 50 años, nadie habría reparado en que existió una enfermedad nueva. Quizá se hubiera percibido que aumentaba la tasa de mortalidad y enfermedad, quizá se hubiese achacado al virus de la gripe, la contaminación del aire, a deficiencias del sistema sanitario... Pero tenemos el foco permanentemente puesto en la enfermedad. Y uno acaba con la misma sensación de agobio que invade cuando habla con trabajadores del ámbito hospitalario -para los que todo son desgracias, peligros y muertes evitables-.

Independientemente de si la enfermedad es tan grave como pregonan los medios, el caso es que, a nosotros, nos ha jodido la ruta de campings. En su lugar nos hemos visto obligados a recortar los días y buscar apartamento -por eso del distanciamiento social y no utilizar zonas comunes-. Uno prefiere ser prudente: llevar siempre la mascarilla y respetar las leyes -aunque parezcan absurdas en muchos casos-. Soy una persona civilizada, respeto los miedos y creencias de los demás... No quiero problemas con la ley, ni que una enfermedad tonta se lleve por delante a ninguno de mis seres queridos. Realmente a mí no me supone un gran sacrificio -estoy hablando de no salir de vacaciones un año, ponerme una mascarilla o mantener las distancias, no de perder mi trabajo y quedarme sin ingresos-.

Sea como fuere, el no haber disfrutado de unas vacaciones en las condiciones que me hubiera gustado, me ha hecho valorar lo que de bueno tienen. Para mí, era algo que siempre dejaba un regusto amargo -un vacío-, quizá porque esperaba demasiado de ellas y, cuando acababan, me daba cuenta de que sólo viví una fantasía. Otras veces me decía que lo hacía por escapar del clima tan horrible del verano en La Siberia, o por la presión social -Venga! ¿Cómo no te vas a ir de vacaciones! ¡No seas roñoso! 

"Elige un trabajo que te apasione y no tendrás que trabajar jamás". Es verdad, hay ciertas personas que encuentran tremenda gratificación en el trabajo y no serían felices teniendo que desperdiciar su tiempo en unas estúpidas vacaciones con la familia o los amigos. Pero la mayoría de las personas trabajamos por necesidad y, casi siempre, el tipo de trabajo que desempeñamos depende más de las demandas del mercado que de nuestros propios intereses. Trabajos a destajo que nos obligan a delegar las tareas del hogar. Que hacen que las familias deban acostumbrarse a nuestra ausencia durante horarios laborales extensos.

Yo curro en casa, vivo en un pueblo chico, me es más o menos fácil participar en la vida del hogar. Pero resulta una actividad muy exigente: trabajo, comidas, limpieza, ayudar con los deberes de las niñas, estar pendiente de las facturas, regar las plantas, echar de comer al gato, reuniones del cole, extraescolares, desmamonar olivos, cocinar, compromisos sociales... Así que, cuando llegan las vacaciones y te largas, por fin se abre un paréntesis. Todo queda en suspenso y puedes dedicarte solo a vivir esa otra experiencia. Te sales de ti y miras tu vida desde fuera, tomas distancia, conoces otros lugares y otras formas de habitar los territorios... Resulta liberador y enriquecedor a la vez. Una ventana desde la que imaginar otras vidas posibles.

Es algo que viene bien a cualquiera. Todos somos un cúmulo de dimensiones -trabajo, familia, amigos, ocio...- cuantas más sumamos y experimentamos más fácil es que tomemos decisiones acertadas -que nos hagan felices, a nosotros y nuestro entorno-.

Playa de Portimão - Portugal - Septiembre de 2020

 

Me parece muy burgués y muy egoísta haber escrito esto... Soy consciente de que hay quien, aún teniendo trabajo, no puede permitirse poner su vida entre paréntesis.

jueves, 13 de agosto de 2020

Flamenco en tiempos de coronavirus

En el pueblo cantaba una artista local, Celia Romero, y decidí asistir al espectáculo. Interpreta un cante flamenco muy ortodoxo. Y yo no soy ningún entendido en flamenco -ni se trata de un estilo que me guste especialmente-. De hecho, lo que más me gusta de estos artistas es cuando hacen cualquier otra cosa que no sea flamenco: Camarón -La senda del tiempo-, Enrique Morente + Lagartija Nick, Niño de Elche, Tomasito... Me gusta cuando hacen música para el público -no sólo para otros músicos o expertos-. Cuando utilizan su conocimiento y su habilidad para realizar obras que pueden ser comprendidas y disfrutadas por cualquiera. Cuando llevan a la luz, de forma sublime, toda esa alquimia que han estado trabajando tan finamente en la oscuridad de sus laboratorios -tablaos-.


Celia Romero empezó a cantar... Y todo parecía muy encorsetado, dentro de la norma y los cánones. Como nosotros: allí sentados, en las gradas de cemento de la plaza de toros -a tomar por culo del escenario-. Cantaba Celia Romero pero podría ser María José Llergo, porque yo no distinguía nada desde allí. Distanciados, con mascarillas, embadurnados en gel hidroalcohólico... 

Unas personas con chaleco de la organización rondaban para que se cumplieran estrictamente las medidas de seguridad. La situación era realmente incómoda. Un tipo mayor increpó a uno de los vigilantes que no dejaba de amonestarlo: -Que me dejes en paz! Que voy a orinar! Pesao! Que soy viejo! Que soy extremeño! Que NO voy a fumar...

Foto del concierto. Tomada de la página de facebook del ayuntamiento de Herrera del Duque https://www.facebook.com/AyuntamientoHerreradelDuque/posts/3159689750786590
Foto del concierto. Tomada de la página de facebook del ayuntamiento de Herrera del Duque

 

Celia lo hacía muy bien, el equipo de sonido estaba perfectamente ajustado, la iluminación sobria y elegante, la gente permanecía callada, expectante, atenta... Una pena no poder estar cerca del escenario, porque aquello pedía inmersión y proximidad social.

 

Medio en serio, medio en broma, se me llena la boca diciendo -siempre que tengo la más mínima oportunidad- que Rosalía es una diosa. Es verdad que me gustan un puñado de sus canciones, ella es guapa, sensual y tiene un estilo atrevido y original. Si Rosalía es Kali -la diosa hindú de aspecto amenazante, destructora de la maldad y los demonios... o la ortodoxia flamenca-, Celia Romero podría perfectamente ser Palas Atenea -en su faceta de diosa de la habilidad, la estrategia, la sabiduría, la civilización, la belleza...-. Sí, allí, en el escenario, con su vestido largo y su gestualidad, era una diosa griega. Como si el Hada Azul la hubiese traído a la vida desde el frío y blanco mármol. 

Debe ser complejo controlar la voz para desplegar ese chorro y mantenerlo dentro de la tradición y la norma -sublimar lo que te pida el cuerpo-. Conozco muy someramente el flamenco, pero está siempre como conteniéndose, intentando no desatarse, pegado a lo profundo, lo trágico, lo bello... No deja mucho margen a la innovación, pero es verdad que contempla una gran variación -tiene un montón de palos y cantes-. Es seguro que pilotar y ser un buen profesional requiere de toda una vida. Hay mucha historia condensada, muchos recovecos... Celia es muy joven, pero ojalá tenga la oportunidad de desarrollarse, de experimentar, de jugar, de desplegar sus poderes de Diosa griega, de imponer su forma en un mundo de hombres -a menudo espatarrados- que inundan el panorama con soberbios chorros de voz y punteos de guitarra.

 

Después de Celia, cantó Miguel de Tena. Se le veía muy experimentado, se le notaba comodísimo en el escenario. Estaba dispuesto a lucirse y a hacer disfrutar al personal. Y lo hacía muy bien. Era como si estuviera recogiendo todo el aire de la comarca, concentrándolo en su interior, y proyectándolo en contundentes sonidos sobre el micrófono... Y el tío abría los enormes brazos! ¡Como queriendo abarcar más! 

Sí, era un profesional y tenía muchos admiradores entre el público. Él era la esencia del flamenco, el que fija la norma, el dios iracundo de los cristianos. Sólo echaba de menos no estar más cerca para apreciar su movimiento de piernas, porque taconeaba sentado en su silla pero, desde aquella altura y distancia, parecía algo ridículo -como si un potato estuviera moviendo las patillas- y seguro que era algo más elegante. 

 

Ojalá todo esto del distanciamiento, la higiene, el aislamiento... acaben pronto. Y volvamos a disfrutar de estas expresiones artísticas que piden cercanía. Y, cuando nos encontremos de nuevo a Celia sobre el escenario, se haya transformado completamente en Kali, en Atenea... en todas esas diosas que juegan con los sentimientos y pasiones humanas. Que nos transporte de la bahía de Cádiz al Castillo de Herrera -o donde le dé la gana-, pasando por la risa, el llanto, la rabia... Que nos deje otra vez sin pelos, que nos queden sólo escarpias.


domingo, 14 de junio de 2020

La escuela: de la educación libre al trauma social

Una de las cosas más difíciles de llevar durante el confinamiento ha sido la supresión de las clases presenciales en los colegios. De golpe y porrazo, las niñas se quedaron todo el día metidas en casa y nos vimos obligados a hacer de maestros, para conseguir que completasen las tareas que les llegaban -y les siguen llegando- del cole.
Yo ya trabajaba desde casa, pero el tiempo de trabajo lo dedico al trabajo. Así que, para atender a las niñas, hay que alargar las jornadas, tirar de abuelos, enchufarlas a las pantallas...

De la etapa de colegio cada uno cuenta su experiencia. Muchas veces, de corte más bien traumático: bullying, profesores y profesoras que se les iba la mano con facilidad, castigos, riñas...
Claro que, también hay quien forjó su grupo de amigos a base de compartir estas experiencias escolares. O para quienes podía suponer un espacio de libertad -cuando sufrían situaciones de violencia en su entorno familiar-.

Yo, la verdad, recuerdo esa etapa bastante gris. Y recuerdo muy poquito -supongo que he preferido olvidarla, enterrarla en el subconsciente-.
Ahora, al afrontar los deberes con la mayor de mis hijas... Es como si reviviera aquello: las cuentas, la caligrafía, dictados, ortografía... Sus cuadernos tienen más colores y dibujos que los míos, pero sigue siendo lo mismo.
Más que despertar el interés por el conocimiento, pareciera una forma de mantener ocupados a los chavales en tareas que consideramos buenas -o que el propio sistema educativo estima útiles para seguir avanzando dentro del mismo-. Quizá, habría que preguntarse ¿Son buenas? Y, si lo son ¿Exactamente para quién o qué son buenas?

Yo no tengo consciencia de haber aprendido nada en el colegio. Recuerdo que por aquel entonces me gustaban mucho los animales: recuerdo que me encantaba leer libros de esos que venían con mogollón de ilustraciones y se hablaba del animal más alto -la jirafa-, el más grande -la ballena azul-... Pero era algo que hacía al margen del colegio. Supongo que los libros de ciencias naturales del cole eran un tostón -seguro que lo eran, porque he visto los de mi hija y son un tostón, no responden a una posible inquietud, sino a un conocimiento enciclopédico cercenado, adaptado-. También me gustaban los comics, cierto tipo de experimentos, manualidades...

Cuando nos ponemos a hacer los deberes, la mayoría de las veces, resulta un suplicio para nuestra hija y, para nosotros, supone un ejercicio continuo de autocontrol -es muy fácil perder la paciencia-.
Lo peor de todo es ser consciente de estar repitiendo la historia, haciendo todo aquello que habíamos odiado toda la puta vida: castrar al niño, entrenarlo para que trabaje, para que aprenda a aprobar los exámenes, para que tenga posibilidades de encajar en una buena posición de la pirámide social -o en las diferentes categorías del funcionariado-.

Con esta situación, uno se se pregunta si el cole no presencial tiene algún sentido. O, si, por el contrario, no sería mejor dejarlo desaparecer y destinar todos esos recursos a otros servicios y actividades más útiles. Por ejemplo: alargar las bajas de paternidad y maternidad para que las familias se hagan responsables verdaderamente de la educación de sus hijos.
Porque, justo los aspectos que valoramos más de los colegios, son: que los niños se relacionen con otros niños y adultos, mientras a los padres y madres se nos libera, durante ese lapso de tiempo, de sus cuidados -para poder atender nuestras obligaciones laborales-.

Los muy ricos -o aspirantes a serlo- ya saben que una de las cosas más importantes es que sus hijos se relacionen con otros ricos. Es por eso que los envían a coles privados -o el cole público de su barrio pijo- donde, además, aprenden el tipo de habilidades y creencias que les serán útiles para desenvolverse en esas capas sociales: idiomas -fundamentalmente- y soberbia -seguridad en ellos mismos-... Nada que tenga que ver con el esfuerzo, sino con normalizar el privilegio.

La educación pública es una suerte de alfabetización de los trabajadores. Un lugar para la disciplina. Aprender los rudimentos del deber en la sociedad y... Sálvese el que pueda.
Afortunadamente, esto parece estar cambiando -al menos en el discurso docente- que adopta muchas de las ideas de la educación libre -libertaria-: se hace mayor hincapié en las emociones, los diferentes tipos de inteligencia, la atención a la diversidad, la integración, tolerancia, el aprender haciendo, por proyectos, lo colaborativo, la autonomía ... Y se va restando importancia a los contenidos curriculares.
Es un proceso que, si bien en lo teórico está muy avanzado, en su aplicación práctica sigue en pañales.
La escuela, como institución planificada desde los Estados, de forma vertical, monolítica, sigue lastrando toda su tradición disciplinaria, clasificatoria y uniformadora.
Un profe debe conseguir -utilizando el premio y el castigo- que un grupo numeroso de alumnos -de la misma edad- alcancen los objetivos marcados por ley. En la medida en que consiga esos objetivos, será un buen o mal docente.

En los cursos inferiores podemos observar más fácilmente la realización efectiva del tipo de educación libre -predicada en la teoría-. Y, a medida que la educación se convierte en obligatoria, empieza a adquirir ese carácter fascista -disciplinario y uniformador-.

Quizá nos iría mejor con colegios que fuesen centros lúdicos: con animadores socioculturales -en lugar de maestros y profesores encargados de hacer  estudiar a los alumnos-. Crear espacios tutorizados en un ambiente lúdico y estimulante. Seguramente aprenderían más y, quizá, en el futuro conseguirían interesarse realmente por la cultura o el conocimiento, y no los verían como una carga, como el obstáculo a superar para conseguir un buen sueldo.

En las últimas décadas, ha proliferado el discurso del profe chachiguay que motiva a sus alumnos y sus múltiples inteligencias, consiguiendo que alcancen sus objetivos de forma divertida, casi sin que se den cuenta. Y está bien, es mejor que hacerlo a base de gritos y golpes.
También se suele aludir a la educación como la gran esperanza de futuro de la humanidad, con la potencialidad para crear ciudadanos libres y creativos, capaces de proyectar un mundo mejor.
Curiosamente, con los diferentes tipos de policía también se ha dado un giro similar en el discurso: -Están para ayudarnos, defendernos de los malos, son amables y cercanos, garantizan la paz social... Aunque, claro, luego, en los momentos críticos, nos apalean en las manifestaciones y los desahucios -o nos oprimen hasta dejarnos sin aliento-. Así que, en la práctica, acaban siendo lo que siempre han sido: cuerpos al servicio de los que ostentan el poder y de los propietarios, con la misión de mantener a raya a las masas o los excluidos.
Con los profes pasa un poco lo mismo: llegado el momento, el sistema les exige mantener los alumnos dentro de unos límites: asignarles un número -nota- que limite sus posibilidades.

Hay una violencia inherente al sistema que se reproduce verticalmente. Y parece que, cada uno en su escala, encontramos cierta satisfacción ejerciéndola.

Que la educación pública, universal y gratuita es un gran logro de nuestras sociedades, es algo indudable, ya que concede a las clases más desfavorecidas alguna posibilidad de escalar en la pirámide social.
Creo que, sobre todo en los primeros años de democracia, se tenían grandes esperanzas en la educación pública como transformadora de la sociedad: para convertirla en algo más libre, menos represivo, abandonar el blanco y negro para sumergirla en un universo de música y color. Abandonar definitivamente el lema "la letra, con sangre entra".
Pero ahora, vemos cómo la educación superior se va transformando, cada vez más, en una mercancía, sometida a las necesidades fluctuantes de los mercados. Mientras la educación obligatoria se debate entre: preparar a los alumnos para ese mercado de la mano de obra formada, o bien, adscribir a los alumnos en la cultura del trabajo y el esfuerzo y entrenarlos para adquirir el tipo de conocimientos y habilidades que se exigen en los exámenes de oposición. Al tiempo, la desigualdad económica produce guetos, o bien traslada a los colegios el problema una atención a la diversidad que los desborda absolutamente.

En ese debate, entre entregarse a la mercancía o administrar la disciplina de Estado -para conseguir personas que se inserten de forma natural en el sistema, también como excluidos y deshechos-, se ha perdido por completo el objetivo de formar ciudadanos libres, o construir una sociedad mejor. De alguna manera, la educación ha perdido todo potencial transformador y ha reforzado su misión disciplinaria y de control.

Durante las primeras semanas de confinamiento, numerosos profesores alzaban la voz contra la excesiva burocracia que se les exigía. El sistema educativo no podía parar y se les administraba la misma medicina que ellos después administrarían a los alumnos.
Las familias se quejaban también de la excesiva carga de trabajo procedente de los colegios, mientras debían atender, simultáneamente, sus propios deberes.
No sé si Deleuze y Guattary identificarían eso como una respuesta esquizofrénica. Lo cierto es que, en esos días, parecía haber una pugna por determinar qué trabajos resultaban imprescindibles -y debían seguir siendo retribuidos- y cuales eran meramente accesorios, prescindibles -y se les podía suspender el salario-. La educación es un derecho universal, obligatorio, así que había que mantenerse ocupados: profesores, alumnos, padres... Todo el mundo ocupado sin producir nada... sólo traumas.

Terremoto (Earthquake), 2003. Tetsuya Ishida. Imagen extraída de Christie's


Mientras, sobre la atmósfera comenzaba a condensarse la idea de una nueva educación más eficiente, a distancia, mediatizada por la tecnología... Una escuela más alejada de su estructura física disciplinaria para acercarse a otras más acordes a las estructuras de control actuales -tal como las describiera Focault-.
Una escuela sin alumnos ni profesores -el factor humano que tanto molesta en los procesos de automatización actuales-. Como esta medicina preventiva, sin enfermos ni médicos, que hemos aplicado para resolver la crisis del Coronavirus. Todo avalado por la evidencia científica y el control tecnológico y estadístico.

-¡Oye tío! Estamos montando una plataforma para dar clases 100% online.
-¡Qué guay tron!
-Sí! Es para niños de primaria. Va a ser la polla!: con vídeos, juegos interactivos, pruebas evaluativas... Los chavales sólo necesitan un ordenador de escritorio y una WebCam de esas tan chulas que ha sacado Pears. Con la cámara controlamos sus movimientos y lo que escribe en el cuaderno. Además, la plataforma está conectada mediante una aplicación móvil con los padres -para avisarles en caso de que necesiten intervenir-. Y, al final de la sesión, se envía un reporte a las familias con lo que han hecho sus hijos ese día.
-Mola! Pero los chavales necesitan el contacto con sus compis. Ya sabes: hacer amigos, jugar...
-Sí! Eso también lo tenemos pensado. Hay muchas actividades y juegos colaborativos. Los chavales pueden interactuar entre ellos. Rollo WOW o Second Life. Segmentamos los alumnos por grupos de afinidad y nivel. En las pruebas que hemos realizado, los más aventajados, son capaces de completar 3 cursos en un año!!
-¡Qué pasote! Y ¿Los más rezagados?
-Bueno, como ahora, se van quedando atrás, salen del sistema... Carne de ETT.
-Vaya...
-Pero eso es lo de menos. Con nuestro sistema, un profesor puede gestionar, desde casa y sin mucho esfuerzo, unos 300 alumnos de primaria. ¡Imagínate a dónde podemos llegar con alumnos de mayor edad! Supondrá un ahorro enorme para los estados. Todo ese dineral invertido en personal docente, edificios, burocracia administrativa, desplazamientos... Se podrá destinar a mejorar la sanidad, programas de investigación, pensiones dignas...
-¿Estáis buscando desarrolladores?
-¡Claro tío! Y también creadores de contenido...

viernes, 29 de mayo de 2020

Ruralidad, trabajo y vuelta al cole en tiempos de coronavirus

Quizá todos esperábamos más de esta pandemia: más muertes, más destrucción...
Los primeros días seguíamos la evolución de los datos con gran interés: miles de casos que eran susceptibles de convertirse en millones, hay que aplanar la curva, un rebrote en nosédónde, nuevos miles de muertos no contabilizados en tal o cual comunidad autónoma...

Pasadas las semanas, empezamos a poner las cifras en su contexto. Y es que somos más de 7000 millones de habitantes en el planeta. A mí, personalmente, a partir de 1000 unidades me cuesta mucho contextualizar las cifras, ya sea en dinero, habitantes o seguidores en twitter.
Claro que... yo soy de pueblo chico. No controlo de economías de escala. Las cosas se ven diferente desde aquí. Donde el aislamiento social es mucho más habitual que la masificación o las grandes concentraciones de personas.

Ahora que empezamos a tener datos fiables del número de fallecidos totales en los meses de mayor contagio... No sé, parece que hemos capeado bastante bien el temporal: De 40.000 fallecidos en marzo-abril de 2019 a 68.000 este año
Ha habido muertes, que siempre habrá que lamentar -y pudieran haber sido muchas más, si no se hubieran tomados medidas-. Es cierto que los sistemas sanitarios de las grandes urbes llegaron a colapsarse. Sí, las consecuencias han sido graves. El virus golpeó rápido y nos pilló con las defensas bajadas.

Bueno, ahora estamos alerta. En los pueblos estamos deseando volver a la normalidad de nuestro aislamiento.
Así que, hay una pregunta muy directa flotando en el ambiente: ¿Deberían comenzar las clases en los colegios?
A la vista de los datos, no parece una idea descabellada. Al menos, en ciertas zonas libres de casos.
Para lo bueno y para lo malo, somos una comunidad inhóspita y, en comarcas como la nuestra -la Siberia-, podría decirse que vivimos en una permanente cuarentena. Sería fácil mantener la zona libre de focos de infección con un mínimo control sobre los desplazamientos.

Hay gente que se escandaliza un montón cuando escuchan este tipo de ideas -en algunos grupos de whatssap te pueden linchar por decir cosas similares-. Muchas veces, se utilizan argumentos emocionales -con casos aún calientes-: -¿Qué pasaría si hubiera un infectado en el colegio? ¿Y si muriera alguno de los ancianos abuelos?
Y, es verdad: son argumentos incontestables... Menos aún, recurriendo a fríos datos o modelos probabilísticos. Pero estamos hablando de servicios que consideramos esenciales en nuestras sociedades -no de asistir a un concierto de Taburete-.
No sabemos cómo se volverá al cole en el curso que viene, ni si volverán a surgir rebrotes que nos vuelvan a confinar en casa. Afortunadamente, ya se empiezan a ensayar soluciones para volver a ocupar el espacio físico de las aulas: asistencia de pocos alumnxs, en días alternos, los que de menos medios electrónicos dispongan, los que necesiten más apoyo...

Es esta una pandemia que, desde el principio, se ha abordado con un lenguaje macro: con todo tipo de estadísticas, gráficas, datos aportados desde hospitales, estados, comunidades autónomas... Creo que únicamente con las elecciones se hace un análisis tan pormenorizado -a nivel de población general-.
Con toda esa información, vemos que los números se distribuyen de forma irregular por los diferentes territorios, y que existen ciertos focos de infección más o menos localizados.
Afortunadamente, los gobiernos se han dado cuenta de esto y ya existen territorios con diferentes niveles de alarma.

Los Estados son autoritarios, burocráticos, centralizados... Pero, aún así, son capaces de entender que puede resultar más ventajoso -en lo económico y en réditos electorales- conceder ciertos privilegios y diferenciaciones a las Autonomías. El problema es que, dentro de las Autonomías, aún existe una tremenda diversidad, en cuanto a necesidades, oportunidades y riesgos -que, por ejemplo, son muy diferentes en las vegas del Guadiana y en las de zonas despobladas del resto de la provincia de Badajoz-.
Es esta una cuestión que ya se ha puesto de manifiesto en muchas otras ocasiones en territorios como el nuestro. Donde podemos sentirnos más identificados con los problemas y necesidades de ciertas zonas de Teruel que con las demandas que puedan surgir desde Badajoz capital -el binomio estado nación que se nos impone, incluso en territorios donde carecemos de identidad nacional-.

Mapa de riesgo de infección por coronavirus. Extraído de https://covid-19-risk.github.io/map/spain/es/. Aparecen con una granuralidad bastante fina las zonas de mayor riesgo de contagio (basado en algún modelo estadístico). Una distribución que nada tiene que ver con una separación artificiosa por autonomías o provincias. Los datos son del 18 de Marzo de 2018.

Uno de los riesgos que corremos al estar vivos es que podemos palmarla en cualquier momento. Los que se creen inmunes también se mueren.
Todos preferiríamos tener una fórmula matemática exacta para decidir cuándo volver a la normalidad -algo como " el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos"-. Pero, en la Naturaleza y la sociedad, nos vemos obligados a guiarnos por aproximaciones y estadísticas para manejarnos con algo de confianza.


Hay personas a las que la situación de confinamiento ha venido bien: han seguido teniendo ingresos, o las han enviado a trabajar desde casa -y les ha gustado la experiencia-. Para muchas, la situación es insostenible. A otros, simplemente, no nos gusta y vemos cierta posibilidad de mejorar la situación. Recuperar aspectos de nuestra sociedad que estaban bien. Por ejemplo: que los niños y niñas vuelvan al cole a relacionarse con sus compis, los profes, a jugar, aprender... El cole se plantea como una necesidad imprescindible en unidades familiares en que trabajan los dos progenitores -y, los salarios o jornales de hoy día, requieren que ambos progenitores trabajen-.

Hay un lema que repiten mucho maestras y profesores: "Las escuelas no son guarderías para dejar a los niños". Y está bien, es un lema que tenía todo su sentido en la situación previa al confinamiento. Para destacar que, en el cole, lxs niñxs hacen muchas cosas: socializan, adquieren conocimientos y disciplina, juegan, aprenden normas, a sublimar sus pulsiones...
Pero, con esta situación, hemos reparado, especialmente, en que los colegios también cumplen la función de guardar a lxs niñxs. Y, durante el tiempo que estaban en las aulas, padres y madres podíamos trabajar o dedicarnos a nuestras labores, con la tranquilidad de que estaban en buenas manos. Vamos, que echamos de menos la función de guardería de los coles -y demás centros de educación-.

Con todo, lo que vemos en la tele son ideas para recuperar el turismo, volver a los hoteles, los bares... Como si se nos olvidara que las hordas de turistas fueron los que se encargaron de expandir el virus por todo el planeta.
 ¿Qué tipo de sociedad hemos creado cuando la estabilidad de la misma se basa en mantener la oferta de ocio y turismo? Un ocio y turismo, bastante destructivos, por cierto: un salir a consumir por consumir, para evadirnos del estrés y la presión que nos suponen nuestro quehacer diario.

Muchos hemos descubierto, con esta situación, que preferimos trabajar desde casa y que, además, es una alternativa viable. Otros, quizá se hayan dado cuenta que su curro no era tan malo, que lo que lo hacía malo es el verse apremiados a echar muchas horas -y cobrar poco, o no cobrar-.
Yo no soy muy optimista en cuanto a que vayamos a salir mejores de esta crisis, pero creo que ha servido para visibilizar ciertos trabajos y determinar cuáles son necesarios y cuáles accesorios. Ojalá sirva también para mejorar el reparto de las cargas y las condiciones -"que nadie escupa sangre para que otro viva mejor"-. Porque, una sociedad mejor, no puede surgir de trabajadorxs embrutecidxs -y achicharradxs 15 días en la playa- frente a cada vez más personas sin ingresos.

martes, 12 de mayo de 2020

Biopolítica, ruralidad y fiebres maltas

Recuerdo que, de niños, mi abuelo nos enseñaba a ordeñar las cabras.
Cuando ya teníamos suficiente soltura y control sobre el chorro caliente que salía de las ubres... lo apuntábamos directamente a la boca.
Llenábamos primero un cubillo de plástico azul y, después, lo colábamos en un enorme cántaro de aluminio -mientras espantábamos las moscas para que no cayeran en el preciado líquido blanco-.
Por las noches, alguien recogía los cántaros -supongo que para vender la leche fresca o hacer quesos... De niños no nos interesaban los truculentos detalles de la economía-.

Se conocían bien los riesgos de consumir leche cruda, así que, siempre andábamos pendientes de que no se desparramara al cocerla, en cacillos y pucheros. Aún así, la leche cruda circulaba por el pueblo, a los ojos de todos, con total tranquilidad ¿Vivíamos peligrosamente?

Memorias de mi juventud - Marc Chagall (Foto tomada en la Galería Nacional de Canadá,  Ottawa, junio de 2018)


En aquellos entonces ya formábamos parte de la unión europea y, un estado europeo moderno, no podía permitirse muertes y enfermedades porque cuatro paletos se empeñasen en guarrear con la leche. Así que, al tiempo, llegaron las prohibiciones y el control -además de las aleccionadoras historias de que tal o cual vecina las había pasado canutas por un queso que le compró a no sé quién-.
Los estados ostentan el monopolio de la violencia, no queríamos problemas, así que, nos acostumbramos a comprar la leche a tal o pascual grupo empresarial.
Se continuó elaborando y vendiendo queso fresco con leche cruda -pero ya en menor medida y de forma clandestina-.

Yo, la verdad... paso de la leche, ya no me gusta... Excepto cuando alguien me regala unos calostros o una botella de cocacola llena de la leche de las cabrillas.

En el pueblo no faltan los camiones que descargan enormes palets repletos de bricks de fondo blanco, adornados con dibujos de vacas pastando en verdes prados de alta montaña -aunque luego se trate de vacas encerradas en un establo polvoriento de los Monegros-. Todo plastificado y envasado al vacío.
Hemos sacrificado el sabor y la soberanía alimentaria por la higiene y la seguridad.
Nadie quiere enfermar y, mucho menos, morir -menos aún por un estúpido vaso de leche...- Si además no sabe a nada. ¡Toma! prueba un poco de este cartón que acabo de abrir. -Ves, es como agua blanca. -¿Quieres arriesgarte a padecer fiebre, vómito o diarrea por beber directamente de las ubres de una cabra? -No, ¿verdad? -Pues compra unos cartones de estos. Es muy barata y te ahorras un montón de tiempo y disgustos persiguiendo a esos rumiantes por las callejas.

Este es el caso de la leche, pero pasa con prácticamente todos los productos de origen animal. En nuestra comarca se crían muchos corderos, cerdos, gallinas... Pero, en los comercios y carnicerías, no se vende su carne.
Los ganaderos y productores deben llevarlos a lugares especializados en la muerte y despiece. Así que, acabamos comprando carne de cualquier lugar -la más barata-.


Hace poco vi un pequeño documental "El campo para el hombre", grabado en la década de los 70's, en el que se hablaba de cómo en Galicia se había pasado de una economía local -de subsistencia- a una economía capitalista -de mercado-. Un proceso gradual, que comenzaba con el establecimiento de ciertas normas de seguridad alimentaria y el sometimiento a trámites burocráticos, con el fin de dar salida exterior a los excedentes de producción. Así, los habitantes de las zonas rurales, accedían también a ciertas ayudas, infraestructuras y servicios del estado como: salud, educación pública, comunicaciones...
Con los beneficios obtenidos por la venta de sus productos -o de su fuerza de trabajo-, además de pagar impuestos, podían invertir en bienes y comodidades privadas: tv, radio, lavadora...
Los agricultores y ganaderos gallegos ganaban en salud y bienestar y, además, repartían beneficios entre intermediarios, empresarios y políticos, que, de esta manera, adquirían el control sobre la producción y podían planificar en función de la fluctuación de los mercados internacionales.

El capitalismo funciona así, va colonizando nuevos espacios en busca de la plusvalía. Pero también transforma profundamente las sociedades en las que se va instaurando: impone su lógica, su normalidad y estandarización, apoyándose en las herramientas que ponen a su disposición los estados-nación.

Las consecuencias de este proceso ya las conocemos: vaciamiento de las zonas rurales -para llenar las ciudades de mano de obra barata-, transformación de la actividad agraria y ganadera en explotaciones intensivas y extractivas, destrucción de los equilibrios establecidos durante siglos con la naturaleza, aceleración de la actividad humana, pérdida de identidad y saberes locales...

Campesino Andaluz - Rafael Zabaleta (Foto tomada en el museo Reina Sofía, Madrid, febrero de 2020)

"[...] para Marx, la naturaleza es el ámbito en que necesariamente se da la praxis humana, y que esta naturaleza es previa e independiente de dicha praxis. El privilegiar el concepto de praxis en detrimento del de naturaleza, es decir, el no fundamentar ontológicamente la praxis en una concepción materialista del hombre y la naturaleza, lleva a un «idealismo de la praxis» que hace depender la propia naturaleza de su constitución por la praxis humana." - Metafísica, Francisco José Martínez Martínez. Capítulo 20 (La fundamentación ontológica de la praxis)

Quizá, ya podemos dar por muerta esa dimensión natural nuestra. Realizamos nuestra voluntad independientemente de la naturaleza. La naturaleza ya no es algo que nos rodee, o nos condicione, no es algo que queramos transformar para hacer más agradable. Se ha convertido en un recurso que explotamos para satisfacer nuestros deseos, o adornar nuestros nuevos mundos virtuales de silicio, hormigón, asfalto, viajes, placeres... En el mejor de los casos, la experimentamos como una suerte de parque temático que hay que observar de forma pasiva, para conectarnos con nuestro ser anterior, en una especie de mística terapia sanadora del desenfreno de la cotidianidad.

Como cuando nuestras abuelas, confinadas en los pisos de las grandes ciudades, recuerdan con añoranza sus vidas en los pueblos: haciendo queso con la leche recién ordeñada que les traía tal o pascual vecino.
Como cuando los obreros de la industria conservera gallega se maldecían por haber abandonado sus tierras por un trabajo monótono, aburrido, alienado... A cambio de un salario fijo y un piso con televisión y cuarto de baño.

Cabra y chivillo en Herrera del duque. Marzo de 2018


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Quizá todo empezó con la oportunidad que brindaban las epidemias y desgracias masivas. Con el estado de temor generado. Rentabilizar el miedo atávico a la muerte y la enfermedad, para hacer pasar por aceptable cualquier nueva medida de control y sometimiento a las necesidades del capital -la doctrina del shock-.

Escribiendo este post me enteré de que ya era legal vender leche cruda en España "El Gobierno regulará la venta directa de leche cruda".
Sigue siendo igual de peligrosa, pero es una buena oportunidad de negocio y no se puede desaprovechar.

El coronavirus es la nueva leche cruda: no hay vacuna para la enfermedad, pero se hace necesario comprar y vender, volver a activar la economía y la circulación de mercancías y servicios.
No se trata de dar autonomía e independencia a los territorios, ese es un camino que no se permite desandar. Porque, si algo se ha puesto de manifiesto con esta crisis, es que ya no existe la autonomía local, ni tan siquiera la de los Estados soberanos -sometidos a las normas de organismos internacionales controlados por grandes grupos financieros-...  El capital ha extendido su red de explotación por todo el planeta, en la búsqueda de beneficios siempre crecientes, para satisfacer un extraño deseo de bienestar -consumo- y acumulación. Nada que ver con satisfacer necesidades.