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martes, 1 de agosto de 2023

Parresía e impostura

La parresía era, en la antigua Grecia, un cierto derecho o libertad para hablar: con la verdad por delante, aunque incomode. Con cierta intención de mejorar al otro y, también, por qué no, a uno mismo. Una práctica en el hablar muy diferente a la del adulador.

Me atrevería a decir que, esa parresía, se practica poco en nuestras sociedades occidentales actuales. Obviamente no se hace en lo político -donde sería muy necesaria- porque únicamente se repiten ciertas consignas o mantras que uno ya no identifica de dónde o cuándo surgieron -o si siguen siendo válidas o útiles-. Una falta absoluta de diálogo, donde cada uno habla de su libro sin escuchar al otro y sin ninguna intención de convencer más que a una audiencia abstracta, amorfa, externa y ajena al discurso.

En lo social cotidiano, creo que también se practica muy poco. En cuanto nos vamos a nuestra dimensión pública, las palabra se acota mucho para, en el mejor de los casos, quedar en el terreno de lo políticamente correcto. Por ejemplo en redes sociales -la gran esperanza tecnológica que iba a darnos voz a todos por igual y que, finalmente, acabó transformándose en patio de vecinos y corrillo de bar-, la gente se corta mucho de expresar opiniones, no queremos exponernos a que nos puedan replicar, a tener que argumentar, a que siembren la duda en nuestras creencias... y nos callamos. También es verdad que muchas veces ocurre que, quien nos replica en público, no tiene intención de entablar un diálogo, sólo exponer su mantra, ejercitar su activismo... y ahí tampoco hace falta entrar.

En mi nuevo trabajo también me he encontrado gente que habla mucho. Creo que debe ser algo común en el ámbito de la consultoría tecnológica. Es un hablar para lucirse, para aparentar que se sabe. Un aparentar un conocimiento profundo de lo que, en realidad, se tienen unas nociones sesgadas, generales y muchas veces confusas. Es un hablar muy jugón "la ignorancia es atrevida" y, al final, es ese atrevimiento el que te permite descubrir al impostor. Pero durante un tiempo te la pueden colar y tomar como veraz estos discursos donde se dan por ciertos datos, comportamientos e informaciones de los que no se está seguro. Yo siempre los escucho, pero luego me cuido mucho de contrastar las informaciones. Desde luego, esto no tiene nada que ver con la parresía... quizá sí con lo que llaman "mentoring"... Un mentoring donde uno se alza en la voz suprema de la experiencia, independientemente de la experiencia propia y de los otros y con un objetivo individual muy claro.

Debe ser ciertamente difícil practicar la parresía, porque parte de cierta relación de equidad, de reconocerse el uno al otro... Y vivimos sociedades muy desiguales, aunque las personas seamos muy similares en cuanto al nivel de conocimientos, capacidades... Nos vemos siempre impelidos a justificar la desigualdad, a demostrar que merecemos más, que no fue la suerte o un aprovechar la oportunidad. Un continuo defender una impostura que nunca es receptiva a la verdad.

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Eran las fiestas de una ciudad de provincias. Estábamos en un barrio bien: céntrico, con muchas zonas verdes... Habían organizado una fiesta para niños con un DJ que animaba la fiesta con comentarios en Euskera. Era gordito y sudaba, a pesar de que la tarde estaba fresca, pero se movía muy bien. La plazoleta o parque estaba lleno de familias bien: con ropas de marca, limpios, sonrientes... Me pareció curioso que solo hubiera pijos -porque en la ciudad había gente de todo tipo y una alta tasa de inmigración- siendo una fiesta gratuita abierta a todos los públicos. Era su sonrisa y su expresión corporal, como de serie americana, lo que los delataba. Abuelas, padres, madres, niños... todos interaccionaban entre sí, parecía que estuvieran hablando de compra de propiedades, vacaciones en cruceros, los mejores colegios del barrio, chismes de la vecina... Todo bien... y esas sonrisas que llevan tanto esfuerzo para aparentar transparencia y felicidad en un ambiente tan tenso, tan agresivo, tan del defender la propiedad.

sábado, 9 de julio de 2022

Relaciones de poder y ruralidad

Señalaba Foucault que el poder se ejerce sin violencia, de forma sinuosa. En cuanto se utiliza la violencia ya no hablamos de relaciones de poder, serían relaciones de sometimiento, esclavitud... Pero lo más importante en estas relaciones de poder es que se distribuyen ampliamente por los diferentes ámbitos y capas de nuestras sociedades: familia, asociaciones, instituciones educativas, gobiernos... De alguna manera, las relaciones de poder son inherentes a nuestra vida en sociedad. Como para Freud era inherente el que existiera cierto malestar -tenemos que retener y sublimar nuestras pasiones y deseos: no podemos estar fornicando con todo lo que se cruce en nuestro camino-.

Pero el que sean necesarias no quiere decir que todas las relaciones de poder sean positivas -de la misma manera que para Freud un mal equilibrio en la sublimación y represión de las pasiones llevaba a la histeria, la enfermedad o el rechazo social-. Quizá, ahora, que somos muy dados a señalar relaciones tóxicas, tenemos más fácil identificar esas otras relaciones de poder que no son las que se han documentado en los libros de historia: el poder ejercido desde los gobiernos.

El poder ejercido desde los gobiernos es quizá el más espectacular, por sus consecuencias transformadoras: en los paisajes que habitamos y, también, en nuestros comportamientos y relaciones con los demás. Es un poder que, además, puede tirar de violencia -leyes, policía, inspectores...- y represión -cárcel, palizas, multas...-. Es más que un poder y, como dijo el Tío Ben a Spiderman: -Un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

Con la democratización de nuestras sociedades, se ha intentado ir reduciendo la intervención de la violencia en las relaciones de poder que se ejercen desde los que ostentan los cargos públicos hacia la población general. El primer paso es hacer responsables a los ciudadanos de la elección de quienes les gobiernan y, en general, hacerles partícipes de las decisiones de gobierno -casi siempre de forma anecdótica, no vinculante o controlada-. Se trata más bien de crear una imagen o apariencia de participación, estabilidad, altos niveles de consumo, bienestar... Que eclipsen la conflictividad social.

Pero la conflictividad existe. Y se hace patente cuando el poder tiene que recurrir a la violencia para materializar, por ejemplo, sus proyectos urbanísticos. Unos proyectos que, como ya hemos comentado en otros posts de este blog, están determinados por cómo ven el mundo las capas dirigentes y cómo les gustaría que fuera. Un mundo que ven desde los despachos, las reuniones, los viajes, el lujo... Un mundo universal, globalizado, en el que todos somos turistas y visitantes de cualquier lugar. Con todas las connotaciones de clase y exclusión que tiene ese universo turistificado y tecnificado.


Siguiendo en la línea de higienización y modernización del entorno rural, el ayuntamiento de nuestra localidad decidió cepillarse un montón de árboles para remodelar el camino de bajada al cementerio -unos 50 árboles que contaban con unas décadas a sus espaldas y que habían conseguido, a duras penas, adaptarse al entorno y a las podas absurdas que se les realizaban-. Quizá, previendo que también los gobernantes pasarán por ese camino al más allá, como los faraones del antiguo Egipto se cuidaban de construir una gran pirámide, los de ahora se cuidan también de modelar los espacios públicos acorde a sus gustos suntuosos para trascender la historia.
Lo curioso del caso es que el nuevo proyecto también contempla la existencia de arbolado -pero el que ya estaba no era lo suficientemente bueno-. En un espacio absolutamente diáfano, en el que cabrían millones de posibilidades, se opta por quitar lo poco que existe para dejar el lienzo en blanco e inmaculado. La violencia de los gobiernos es también esa: un desprecio absoluto a lo que ya existía, al trabajo de generaciones anteriores, y a las características del entorno, para plasmar proyectos absurdamente nuevos y modernos, con los que no mantengamos ningún arraigo, en los que nos sintamos seguros, sin sorpresas ni irregularidades, lugares cualesquiera -según las modas y gustos del ciudadano universal-. No lugares, donde nuestra necesidad de diferenciación sólo sea posible a través del consumo.

Me daba pena ver los árboles cortados. La última vez que pasé por ahí fue para el entierro de mi abuela. Recuerdo que volví andando desde la puerta del cementerio hacia el tanatorio -para recoger el coche-. El lugar es horrible, un páramo seco donde aflora la pizarra a cada paso. Sólo los árboles proporcionaban cierta compañía. Resultaba un gran espectáculo que siguieran vivos -y con cierta entereza- en un ambiente tan duro y agreste.
Hay quien dice que se siembran cipreses en los cementerios para facilitar la subida de las almas a los cielos. A mí me gusta pensar que los árboles del camino del cementerio mantenían ese vínculo entre los difuntos y el pueblo, un camino tenue y efímero -que ya no existe-. Y se me antojó un acto de gran crueldad y violencia talarlos. Un acto que sólo puede darse si existe esa separación y aislamiento entre poderes y capas de la sociedad: entre el que ordena, el que se encarga de ejecutar la orden y los que reciben las consecuencias. Un acto que demuestra que la racionalidad técnica y política resultan mucho más dañinas que la racionalidad mágica o religiosa, en gran variedad de casos.

Mientras miraba por el retrovisor el espacio arrasado sentí pena, rabia y asco... Creo que no era el único que se sentía así. Seguro que Tío Ben tampoco aprobaba a los Spidermans de nuestro tiempo y lugar.