jueves, 24 de septiembre de 2020

Hontanaya y sus fiestas

En nuestra generación era común que, a los hijos de los que emigraron durante los 60's y 70's, nos llevaran al pueblo a veranear y pasar las fiestas o vacaciones, visitar a las abuelas o relacionarnos con los primos que habían emigrado a otro lugar. 

Nuestro caso era un tanto peculiar porque, no acudíamos desde una gran ciudad, veníamos desde otro pueblo. De pueblo a pueblo, haciendo extraños recorridos por carreteras secundarias. Siguiendo el Guadiana a contra corriente. Desde nuestra tierra encerrada entre montes, dehesas, plantaciones de pino y ganado en extensivo, a la amplia y llana Castilla. Plagada de simbología quijotesca. Preñada de viñas, olivares, cultivos de girasol y cereales. Con su incesante pulular de maquinaria agrícola sobre lo rojo del terreno recién labrado, salpicado por el alzamiento de silos, tanques de acero inoxidable, iglesias, molinos...

 

Al hacernos mayores las cosas fueron cambiando: las obligaciones, nuestras propias migraciones, muertes, nacimientos, la pérdida de vínculos...
Hemos envejecido, engordado y adelgazado, alejado o acercado... Todo cambia y todo queda, pero a mí me gusta volver para las fiestas de septiembre. Reencontrarme con los paisajes, los olores, los colores, la familia, amigos, conocidos... Revivir recuerdos, anécdotas. Compartir virtudes y preocupaciones sobre la vida en los entornos rurales.

Este año no hemos acudido a la cita -cosas de la pandemia-. Pero hemos rememorado otros ocasiones en que sí estuvimos. Para mí Hontanaya es un pueblo exótico, como pueda serlo el Caribe para otros. Es ese "lugar de la Mancha" que forma parte de mi mundo vivido. No es un lugar al que ir de vacaciones, relajarse y olvidarlo. No es un paréntesis en la vida cotidiana. Es un esqueje de la vida misma, plagado de recuerdos de la infancia, lazos familiares, anécdotas, traumas, erotismo, risas, rupturas...

 

Las fiestas son modestas -es un pueblo chico-. Pero se celebran con desmesura: comiendo gachas, cordero, queso; bebiendo vino, botellines; bailando hardcore... Como si todos fuéramos agricultores alegres por las buenas cosechas. Como si fuera la última fiesta. Antes de la llegada del frío y crudo invierno cuando, al acabar la vendimia, en el campo sólo se escuche el centrifugar de los molinos de viento -generando su electricidad-. 

Entonces, nos mantendrá encerrados en nuestras oseras el miedo atávico a los enormes toros -patrullando las oscuras calles-. Y el recuerdo de los más viejos atrincherados tras puertas, barreras y balcones. Mientras, los más jóvenes, espantados, sacan provecho de su fuerza y valentía alcohólica para colgarse en las rejas, o arrojarse sobre los remolques. Con la imagen del santísimo Cristo del Socorro presidiendo cada escena, clavado en su cruz de madera, supurando sangre.


Minotauros, cristianismo, cereales, vendimia, excesos, recogimiento... Una amalgama de capas culturales cristalizando en un lugar y fechas muy concretas.

lunes, 21 de septiembre de 2020

De vacaciones y pandemias

No soy muy de hacer apología de las vacaciones y los viajes, pero... Este año, con la pandemia, se han truncado muchos de nuestros planes. Y eso nos ha jodido. Estamos indignados, como si fuésemos coronapijos del barrio de Salamanca. Y por ello quería hacer una pequeña exaltación de las vacaciones... Como los poloflautas la hacen de la libertad -libertad de comprar, vender y acumular capital-.

Solíamos salir bastante del pueblo -para ver los amigos y la familia que tenemos dispersa por el territorio del Estado-. Pero, en verano, nos gusta pasar unos días recorriendo diferentes lugares, durmiendo en campings aquí y allá, sin un itinerario concreto, improvisando sobre la marcha.

Este año, la incertidumbre de no saber qué estará abierto, respetar aforos, localidades confinadas... Ha alterado nuestros planes. Y ha contribuido a que considere esta pandemia como una pandemia poco seria: sin apenas muertos, con escasas consecuencias para la salud, ahora te confino, mascarilla no, mascarilla sí, hacer deporte no, el bar sí... No sé, cualquiera diría que se han sobredimensionado las medidas, al menos algunas medidas, o en algunos lugares. 

No tiene porqué ser todo muerte y destrucción. En esto de las pandemias parece que también hay grados: pueden ir desde brotes de gripe a epidemias de peste bubónica.

Después de guardar estricto confinamiento, llega el verano y ¡Venga! Todos a moverse de aquí para allá, llevando el virus a lugares donde nunca había aparecido. Ahora, en septiembre, lxs niñxs vuelven al cole, con mascarillas, gel hidroalcohólico y lavado continuo de manos... No sé, parece todo una broma macabra, como si el virus fuera peligroso sólo bajo ciertas circunstancias -que tienen que ver con frenar o no el consumo y la actividad productiva-. 

En la tele y las redes sociales no dejan de hacer recuento de casos. Sí, muchos casos... Pero ya nadie habla de frenar la curva o de construir más plazas hospitalarias. La sanidad pública se queda como está, aunque la curva siga creciendo ¿La enfermedad no era tan grave? ¿Ha disminuido su virulencia?... Uno ya duda hasta de los conteos de muertos. Sí, es verdad que el número de muertes de los meses de confinamiento son más altos de lo normal y que había muchos ingresos hospitalarios -pero es que se ha tenido que ir a dramatizar las muertes en las residencias de ancianos, cuando lo habitual es que se ignoren-. 

Hay quien las ha pasado canutas, incluso quien las ha palmado con coronavirus -otra cosa sería determinar si la causa principal fue el coronavirus-. Yo no soy virólogo, ni epidemiólogo, pero da la sensación de que, si esto hubiese pasado hace 50 años, nadie habría reparado en que existió una enfermedad nueva. Quizá se hubiera percibido que aumentaba la tasa de mortalidad y enfermedad, quizá se hubiese achacado al virus de la gripe, la contaminación del aire, a deficiencias del sistema sanitario... Pero tenemos el foco permanentemente puesto en la enfermedad. Y uno acaba con la misma sensación de agobio que invade cuando habla con trabajadores del ámbito hospitalario -para los que todo son desgracias, peligros y muertes evitables-.

Independientemente de si la enfermedad es tan grave como pregonan los medios, el caso es que, a nosotros, nos ha jodido la ruta de campings. En su lugar nos hemos visto obligados a recortar los días y buscar apartamento -por eso del distanciamiento social y no utilizar zonas comunes-. Uno prefiere ser prudente: llevar siempre la mascarilla y respetar las leyes -aunque parezcan absurdas en muchos casos-. Soy una persona civilizada, respeto los miedos y creencias de los demás... No quiero problemas con la ley, ni que una enfermedad tonta se lleve por delante a ninguno de mis seres queridos. Realmente a mí no me supone un gran sacrificio -estoy hablando de no salir de vacaciones un año, ponerme una mascarilla o mantener las distancias, no de perder mi trabajo y quedarme sin ingresos-.

Sea como fuere, el no haber disfrutado de unas vacaciones en las condiciones que me hubiera gustado, me ha hecho valorar lo que de bueno tienen. Para mí, era algo que siempre dejaba un regusto amargo -un vacío-, quizá porque esperaba demasiado de ellas y, cuando acababan, me daba cuenta de que sólo viví una fantasía. Otras veces me decía que lo hacía por escapar del clima tan horrible del verano en La Siberia, o por la presión social -Venga! ¿Cómo no te vas a ir de vacaciones! ¡No seas roñoso! 

"Elige un trabajo que te apasione y no tendrás que trabajar jamás". Es verdad, hay ciertas personas que encuentran tremenda gratificación en el trabajo y no serían felices teniendo que desperdiciar su tiempo en unas estúpidas vacaciones con la familia o los amigos. Pero la mayoría de las personas trabajamos por necesidad y, casi siempre, el tipo de trabajo que desempeñamos depende más de las demandas del mercado que de nuestros propios intereses. Trabajos a destajo que nos obligan a delegar las tareas del hogar. Que hacen que las familias deban acostumbrarse a nuestra ausencia durante horarios laborales extensos.

Yo curro en casa, vivo en un pueblo chico, me es más o menos fácil participar en la vida del hogar. Pero resulta una actividad muy exigente: trabajo, comidas, limpieza, ayudar con los deberes de las niñas, estar pendiente de las facturas, regar las plantas, echar de comer al gato, reuniones del cole, extraescolares, desmamonar olivos, cocinar, compromisos sociales... Así que, cuando llegan las vacaciones y te largas, por fin se abre un paréntesis. Todo queda en suspenso y puedes dedicarte solo a vivir esa otra experiencia. Te sales de ti y miras tu vida desde fuera, tomas distancia, conoces otros lugares y otras formas de habitar los territorios... Resulta liberador y enriquecedor a la vez. Una ventana desde la que imaginar otras vidas posibles.

Es algo que viene bien a cualquiera. Todos somos un cúmulo de dimensiones -trabajo, familia, amigos, ocio...- cuantas más sumamos y experimentamos más fácil es que tomemos decisiones acertadas -que nos hagan felices, a nosotros y nuestro entorno-.

Playa de Portimão - Portugal - Septiembre de 2020

 

Me parece muy burgués y muy egoísta haber escrito esto... Soy consciente de que hay quien, aún teniendo trabajo, no puede permitirse poner su vida entre paréntesis.