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jueves, 2 de agosto de 2018

Batallitas de oficina: entre el Maresme y Barcelona

Durante unas semanas estuvimos en el vientre mismo de la bestia.
Condujimos a velocidades de vértigo
por peajes y carreteras de tráfico asfixiante, denso.

En la oficina me reuní con otros centauros,
también apresurados.
Tomamos cafeína,
mientras hablábamos de la humedad,
restaurantes
y los laboratorios donde se diseña la nueva cocina.
Salieron a relucir las Ramblas,
las drogas, los puticlubs, los guiris
y los precios de la vivienda en escalada.

Peatones airados proferían esctalógicos insultos
contra los propietarios de gatos y chuchos.
Mientras patinetes eléctricamente propulsados
competían por la okupación del carril bici.

Me vino a la mente mi cuerpo magullado,
desparramado en plena Riera de Mataró,
una mañana de Santas.
(accidente in itinere)
Rodeado de adolescentes trasnochados
que no sabían de manadas ni burundanga,
que miraban extrañados el espectáculo:
un vehículo de dos ruedas,
el adulto con melena
y un derrape absurdo en la acera.

Disfruté cada trayecto en autobús,
con los primeros rayos de la mañana,
escuchando conversaciones ajenas,
escudriñando recovecos entre el mar y la carretera.
Leyendo con los cascos puestos,
aislado de los chillidos de una familia extensa.

Me recreé en lo corto y expreso de cada café,
en cada cruasán del Takashi Ochiai,
en cada kebab.
Despotriqué contra la Moritz
y alabé a Estrella Damm.

Reencuentros con viejos compañeros,
batallitas de currelo,
visitas a salas de servidores,
palpar el hardware,
estirar los cables...
Tardes interminables...

La salida al asfixiante asfalto,
autobuses, coches, motocicletas,
tensión, prisas,
fumar, cáncer...
Gente que salta a la vía,
arrollamientos...
Taxistas provocando atascos,
autobuses que nunca llegan,
los vagones, los magreos...

Laia l'arquera - Mataró

Hicimos nuestro el refrán:
"Barcelona es bona
si la bossa sona"
Visitando con las niñas
centros comerciales:
nos vendieron muchas cosas,
rosas,
casi todas.

Celebramos sus tradiciones:
de castillos humanos,
petardos, agua, fuego
y butifarras a la brasa.

Nos clavamos lazos amarillos,
en ambos pechos,
mientras rezábamos por los presos.

Irisadas medusas
flotaban entre basura.
Sí, también fuimos depredadores
de lugares donde dejar el coche.
Blandiendo la sombrilla cual espada,
tomamos posiciones
justo en primera línea de playa.

Nos sentíamos bien:
Por tener nuestro lugar,
en una urbe de tiempo y espacio apretujados.
Por lo deseado de nuestra fuerza de trabajo.
Por ser fieles observadores...
de las leyes de mercado.

viernes, 12 de febrero de 2016

Oficinista virtual

La sombra del autobús pasaba una y otra vez, una y otra vez... proyectada por los focos sobre la mugrienta pared del túnel.
Había tenido que madrugar para llegar pre-puntual a la oficina. El sol aún no había salido y la ciudad se despertaba apresurada y lúgubre. Los motoristas aceleraban en la autopista y serpenteaban por la ciudad. Los trabajadores parecían decididos, resignados... El aura de la gente se mostraba violenta, muy diferente al fin de semana. La tensión, el sueño, las prisas...
Llegar al edificio, saludar al portero, subir las escaleras de gotelé sepia, adornadas con restregones de cigarro (o muebles transportados con poco cuidado), encender el ordenador, revisar el correo, empezar a currar...

La oficina no tenía ventanas. En recursos humanos estaba convencido de que así los trabajadores eran más productivos (al CEO le pareció bien, abarataba el alquiler). Pero lo cierto es que, nada más entrar en aquel ambiente deprimente, se disparaba una reacción alérgica - Hay que huir de aquí, run to the hills! - Canturreaba.

El día era soleado, de finales de invierno, casi primavera. Un buen día de campo: para contar ovejas, cortar leña, coger cardillos o plantar árboles.  Los colores y las formas de la Naturaleza resultaban siempre atractivas y relajantes. Por eso le gustaba trabajar en su casa, en las afueras de un pueblo sin encanto y alejado de las autopistas. En casa había una ventana que daba a un limonero enorme, siempre lleno de flores de azahar y hojas verde claro, tirando a amarillo. Unos pasos más allá se alzaba el olivo: un raquítico anciano, consumido por el sol y acosado por el ganado.
Pero nada de lo que veía por la ventana era relevante, lo importante en su casa era la entrada a Matrix, un portal a otro mundo, al que cada día se conectaba para manipular Máquinas Virtuales y lanzar llamadas fantasma a sintetizadores y reconocedores de voz. Era realmente extraña, alienante, aquella actividad. Lo hacía por puro vicio, por el dinero, porque siempre le dijeron que era mejor el trabajo de oficina que al aire libre... Pero mirando por la ventana, con las pequeñas flores amarillas del cercado mecidas por el viento, la teoría de la oficina, además de grotesca, resultaba macabra.



Durante esa semana había tenido que ir a la oficina, en una gran ciudad a orillas del Mediterráneo, con un clima muy agradable, pero llena de prisas, ruidos de motor, chillidos de sirena, autopistas, vías de tren, aviones volando bajo, edificios suntuosos y miseria (durmiendo en la misma acera).
El lugar apropiado para el desarrollo del mono más violento. Y los simios aceleraban, se gritaban con gestos obscenos: -Lo hacemos porque es nuestro deber, para mantener cierto orden en esta jungla, no es nada personal- Se decían los chimpancés. Y era cierto, allí no había nada personal.
Una jungla de asfalto y de metal donde los árboles lloraban las muertes prematuras, pisoteadas sus raíces por toneladas de hormigón.