jueves, 19 de diciembre de 2019

¿Es Extremoduro un grupo para pijos y paletos?


A raíz de la noticia de la separación de Extremoduro, me encontré con este ingenioso comentario acerca de mi banda de música preferida. Justo yo, que soy habitante de un pueblo chico -un paleto-. Que además tengo muchos amigos que les gusta vestir de marca y miran con cierta complacencia a los de vox.
Así que, me descolocó y me hizo gracia por igual. Porque tenía su parte de razón -en cualquier otro caso hubiera sido un comentario irrelevante-.

Extremoduro es una banda extraña: se la etiqueta como rock urbano, cuando quizá sea más un rock rural. Una ruralidad que no es de paletos, en el sentido despectivo que se le atribuye: personas que no han atravesado nunca los límites de su localidad y se casan y mantienen relaciones entre ellxs, produciendo deformidades físicas y discapacidades mentales...
Yo creo que la de Extremoduro es una ruralidad más actual, que tiene mucho que ver con el concepto de "España vaciada", que ahora está tan en boca de todos. En sus letras se habla de lo que toda una generación de "desertores del arao" hemos pensado de una manera u otra: ¿Por qué cojones me tengo que ir a vivir a una ciudad? ¿ Por qué tengo que aparentar que es eso lo que quiero? ¿Por qué no me puedo ir a cualquier otro lugar? Y rápido aparecen las respuestas: porque hay que ir donde está el trabajo, porque para alcanzar cierta relevancia hay que estar en las urbes -con las oportunidades-... Y claro, todo eso produce rabia.
"Voy a dejar esta ciudad, no me pienso despedir
de la gente, hace ya tiempo estoy ausente.
no sé ni a donde voy a ir,
no me he parado a pensar.
a un sitio de color de rosa.
Sin dios ni amo - ¿Dónde están mis amigos? (1993)

Esa ruralidad se mezcla en sus canciones con cierta idea de ecologismo, un ecologismo de pueblo, porque los que vivimos en los entornos rurales vemos continuamente como van desapareciendo formas ancestrales de vida que se encontraban en perfecto equilibrio con el entorno. Todo para satisfacer las necesidades de las ciudades: nos colocan pantanos, centrales nucleares, macrogranjas de cerdos, regadíos, alicatan los llanos con placas solares...
"Tenemos el agua al cuello con tanto puto pantano, 
las bellotas radioactivas, 
nos quedamos sin marranos.
Tierra de conquistadores, 
no nos quedan más cojones, 
si no puedes irte lejos 
te quedarás sin pellejo."
Extremaydura - Rock transgresivo (1989)

Pero de lo que más hablan las canciones de Extremoduro es de amor. En el fondo, podemos pensar que todas las canciones son canciones de amor, sino: ¿Para que mierdas ibas a hacer una canción? -no solo existe el amor erótico- Y, desde luego, la forma en que trata el tema no es una forma ñoña ni complaciente. Es una forma muy bestia, salvaje, de altos y bajos, casi violenta y poética a la vez.
"Pero ¿dónde están los besos que me debes?
En cualquier esquina,
cansados de vivir en tu boquita
siempre a la deriva.
Y llega en tu braguita el amor de visita 
Y en mis pantalones entre los cojones.
Voy a tatuarme ,azul, una casita
para que allí vivan nuestros corazones.
A fuego - Yo, Minoría absoluta

En general, nadie admite que el Robe hiciera una música muy sofisticada o muy novedosa, y... es cierto. Es una música de la raíz, que brota desde lo más básico de las pasiones humanas, aderezado con marginalidad y expresado en un rock sucio, irreverente, transgresor...
Podría haber sido un cantautor y utilizar ritmos melódicos para acompañar sus poemas campestres de amor y droga, pero eligió el camino tortuoso y lleno de malezas.

Lo curioso es que este tipo de música guste a los pijos. No hace mucho, tanto Inés Arrimadas como Irene Montero, admitieron en una entrevista con Jordi Evolé que Extremoduro era uno de sus grupos preferidos. También Melendi le dedicó un temazo, allá por 2006, "Arriba Extremoduro". Y creo que todos ellos dan el perfil de pijos.
Y bueno, los pijos también se drogan, también aman y también gustan de la naturaleza. Quizá el mayor problema lo tendrían con aquellas canciones que arremeten contra las banderas, el sistema policial, judicial y político. No es que Extremoduro tenga un discurso muy elaborado al respecto, ni que maneje categorías conceptuales complejas que le permitan sistematizar su intuición de que esos sistemas de control son dañinos para el común de los mortales. Pero lo ve, lo siente y lo dice como le sale de los cojones. Que es lo que nos pasa a muchos cuando se nos revela esa idea difusa que no tenemos forma de expresar de forma ordenada y convincente: entonces damos un golpe encima de la mesa, alzamos la voz y arremetemos contra todo diciendo muchas palabrotas.
"-¿Quién va a meterse por el culo
mi libertad de expresión
cuando diga que me cago en la constitución?
Nadie puede escaparse si todo es una prisión.
-¿Por qué coño hay tantos maderos a mi alrededor?.
Estoy cansado de romper televisores
y vuelven a salir de dentro siempre los mismos señores.
Voy a pegarme un cabezazo contra alguna barra
antes que se me ocurra alguna idea más bandarra.
Luce la oscuridad - Yo minoría absoluta (2002)


Pero bueno, hasta los pijos cargan contra el estado cuando les cobran los impuestos, o alguna resolución judicial no les es favorable, o los maderos les multan por ir bebidos, drogados, con exceso de velocidad... Aunque, obviamente, saben que el sistema, de entrada, siempre va contra los que tienen la pinta de Robe Iniesta.
"sábado por la noche comenzó la cacería
parezco ser la presa de un montón de policías.
estado policial estado policial.
Estado policial - Deltoya (1992)


Así que, con un discurso muy rudo, salvaje, antisistema, individualista, incluso antipático -Iros todos a tomar por culo era el título de uno de sus discos recopilatorios grabado en directo-, Extremoduro alcanzó unos niveles de popularidad que ya quisieran muchas compañías que gastan millonadas en promocionar a sus artistas.
Y, seguramente, ese éxito se deba a que fueron mucho más originales en su apuesta a largo plazo de lo que se les reconoce. Y, también, porque conectaron con muchísimos colectivos: punks, hippies, metaleros, bakalas... incluso con gente ecléctica o sin una identidad definida. Y lo hicieron sin el apoyo de grandes plataformas mediáticas. Supongo que ellos mismos han debido de flipar con su éxito.

Para mí, su mejor disco fue Agila (1996), luego ya la cosa fue menguando. Y creo que tiene cierta lógica que se separen: porque toda la energía que han desplegado durante todos los discos... no parece que sea sostenible a cierta edad. Y si te vas a transformar en otra cosa, mejor dejar Extremoduro como lo que es.
 "Decidí
aprender a hacerme yo la maleta para poder vivir.
Hoy lloré,
se me habrá metido un poco de arena,
eso no es para mí.
Decidí - Rock transgresivo (1989)

Así que. sí, los pijos y paletos actuales también están el saco. El saco de un grupo mucho más amplio de españoles de clase media y baja que fuimos jóvenes mientras la banda estaba en activo.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Pesadilla justo antes de Navidad

Todos tenemos algún amigo al que no le gusta la Navidad. Pero a mí, personalmente, me repugna. Me resultan odiosas esas estridentes luces, los días tan cortos, las noches eternas, el apagarse de los apacibles colores del otoño... Y, sobre todo, ese consumismo exacerbado y la sonrisa forzada aparentando felicidad y amor.
En cierto modo, me siento como el Tió -que todos los años para esas fechas metemos en el salón de casa-. Lo había fabricado yo mismo, con un leño de alcornoque al que había acoplado, de forma muy burda, unas patas de encina y una nariz. Mi mujer le había puesto una barretina catalana y, como cara, unos ojos de fieltro y una enorme sonrisa roja. Así que, el leño de alcornoque, siempre estaba sonriendo -como si fuera el Joker a punto de explosionar una bomba en un concurrido mercadillo navideño-.

El fin de semana antes de Nochebuena, solemos visitar Madrid. Una costumbre horrible que habíamos adoptado el año que nació la mayor de nuestras hijas. Además, acudimos a pasear a los lugares más saturados de la ciudad, mientras sugestionamos a las niñas para que sientan admiración por la obscena iluminación y los escaparates.
-¡Oooh! ¡Qué luces tan bonitas!
-¿Te gusta ese juguete? Pues si te portas bien te lo traerán los reyes magos!

El peor momento, sin duda, es visitar Cortylandia. Resulta casi imposible acercarse. Los carros de los niños te golpean las espinillas mientras vendedores de globos y otras chorradas te acosan mostrándole el producto primero a las niñas -para que te fuercen a comprarles-.
Se percibe el malhumor por todas partes: empujones, malas contestaciones, coches tocando el claxon y acelerando para salir del parking... En los alrededores no mejora el panorama: colas kilométricas para comprar lotería, los de la limpieza intentando contener la basura desperdigada por las calles, gente borracha y drogada con absurdos complementos en la cabeza... -Sin alcohol y drogas se hace muy difícil soportar semejante escenario-.

Siempre digo que mi película española favorita es "El día de la bestia". Me encanta la escena en que José María se pone a disparar al aire en la abarrotada calle Preciados, y los integrantes del grupo xenófobo y racista acaban fusilando a los reyes magos - en su intento por cargarse al sacerdote aprendiz de satánico-.


Así que, allí estábamos: de pie, sobrios, resignados, pasmados de frío, con las niñas cogidas sobre nuestros hombros -para que pudieran atisbar algo del teatrillo que montan en la fachada de los grandes almacenes-. Mientras, la pegajosa musiquilla se nos iba clavando como alfileres en lo más profundo del subconsciente -♫♪Cortylandia! Cortilandia!♫♪...-. Días después la seguíamos tarareando... Como una recurrente invocación a Belcebú.

Sí, el nacimiento del Anticristo había de tener lugar allí: en La Meca del consumo, el vórtice donde se materializa y exhibe el producto de la explotación del medio ambiente y el trabajo esclavo globalizado.


Finalmente, conseguimos salir de allí y, el domingo, antes de volver al pueblo, fuimos a comer a un buen restaurante apartado del centro neurálgico. Baños limpios, con toallitas de papel y secamanos de aire caliente, jabón, colonia... Servilletas y mantel de tela, un vaso para el agua y otro para el vino. La verdad que todos los platos estaban, además de bien cuidados, muy finamente elaborados -un auténtico festival para los sentidos-. El vino tinto fluía alegre por las copas y gargantas, la gente reía... Incluso empezaba a ponerse impertinente... Yo no tomaba alcohol -me habían designado como conductor- y la euforia y falta de decoro del resto me impedían disfrutar la comida como debiera.
La comida se prolongó varias horas. Miré nervioso el reloj del celular: no me gusta salir muy tarde, porque son casi tres horas de conducción de Madrid al pueblo. Y, en esas fechas, es temporada de caza -toda nuestra comarca puede considerarse una enorme reserva de caza-. Así que, hay que andar con mil ojos por la carretera: porque es fácil cruzarse con perros perdidos o ciervos y jabalíes asustados.
Nos despedimos apresuradamente mientras nuestra ebria compañía hablaba de ir a Chueca a probar unos gofres con forma de polla -pollofres-.

El viaje de vuelta se me hizo pesadísimo: había comido mucho, estaba cansado, salimos prácticamente de noche y el denso tráfico de la M40 acabó con el poco buen humor que me quedaba. Cuando apenas restaban veinte minutos para llegar al pueblo, comenzamos a escuchar una tos gutural que no auguraba nada bueno. A los pocos segundos, la menor de nuestras hijas se puso a vomitar a borbotones: el olor de las chuches a medio digerir, los llantos, los nervios, el sueño, un coche comiéndonos el culo -en una carretera donde apenas pasa nadie-... La irritación era suprema, como cuando en un concierto se acopla el sonido del micro y el altavoz a la máxima potencia durante varios minutos.

De repente, al salir de un cambio de rasante, las luces de neón parecieron iluminar el trineo de Papá Noel... -¡No puede ser!- Debía estar soñando... Me froté los ojos y volví a mirar con detenimiento ¡Lo que se apareció fue una escena dantesca! Un carro ensangrentado, cargado de ciervos con las cabezas cercenadas era remolcado por siete jabalíes perseguidos por una jauría de perros de presa...
- ¡David! ¡David! ¡Despierta!- Gritaba mi mujer.

¡Vaya! Me había quedado dormido, justo cuando paramos a limpiar el vómito de la niña.
Mientras, el CD seguía reproduciendo el "Villancico del Rey de Extremadura"

"Nooooche de paz,
nooooche de amor.
todos contra todos, me cago en Dios
y del cielo una estrella vendrá:
es un cohete espacial."♪ ♫♪ ♫

lunes, 2 de diciembre de 2019

El programador prescindible

La verdad, no sé porqué acabé adquiriendo el oficio de programador. Bueno, tengo algunas sospechas: es lo que demandaba el mercado y yo nunca tuve muy claro a qué quería dedicarme. Así que, cuando todo da lo mismo ¿Por qué no hacer programas...?
Es una tarea entretenida, como hacer crucigramas -aunque creo que sólo habré completado uno o dos en mi vida-. Quizá se parezca más a diseñar crucigramas. Crucigramas tan grandes y complejos que necesites la ayuda de un equipo de personas.
 
Nunca recibí una formación específica en programación -no al menos al nivel que demandan las empresas-. Nos pasa a muchos de los trabajamos en el sector. Así que, hay que hacer grandes esfuerzos para que toda la gente que pasa por los proyectos siga unas pautas y unos estándares que hagan medianamente inteligible el código.
Por tanto, no es una tarea solitaria, tienes que estar continuamente comunicándote con los que forman parte del proyecto. Y, a la vez, requiere una gran concentración. Así que, esas dos facetas entran en conflicto -hablar desconcentra y desconcierta-.
 
A muchos programadores no les gusta hablar y, si lo hacen, es de la misma forma a como escriben el código: preciso y útil. Todo en una línea muy corta y donde cada carácter representa algún concepto -que luego hay que desglosar y desarrollar para saber qué carajos quiere decir-. Algo así como si fueran profetas de una religión revelada.
A mí, no me gusta hablar. Pero me gusta que el código ocupe su espacio, que los nombres de métodos y variables sean descriptivos, que cualquiera que lo vea sepa qué se está haciendo sin tener que buscar en los comentarios o la documentación. Claro que, hay lenguajes que no facilitan nada escribir código de esa manera. Y, además, están las preferencias y la experiencia de cada cual, los giros en la funcionalidad original, las rectificaciones...
-¡La aplicación funciona! -Decimos con voz solemne e irritada cuando alguien nos echa en cara que el código que hemos escrito es una porquería y no hay quien lo entienda.
 
A groso modo, hacer programas no es tan diferente de cualquier otra tarea que requiera un diseño y una construcción. De hecho, arquitectos, ingenieros, mecánicos, albañiles, novelistas... usan términos similares para referirse a sus oficios. Y, por supuesto, también hay mucha variedad dependiendo de a qué sector va dirigida la actividad. No es lo mismo construir rascacielos que casas a ras de suelo -o aplicaciones para un banco que para un colegio-. Y, luego, a cada uno le gusta revestirse de cierto halo místico -o especializado-: el arquitecto artista, el programador diseñador, el ingeniero humanista, el eficiente, el duro, el cruel, el que consigue los objetivos...
El de programador es un oficio con muchas posibilidades, las puedes aprovechar para ganar mucho dinero, para enseñar a otros, para ayudar -software libre-, para lanzarte a la gestión de proyectos, a la dirección de empresas...
Yo, la verdad, nunca le he dado mucha importancia. Estudié teleco y la programación era una cosa así como residual, como que no había que dedicarse a eso -hacerlo era igual a haber fracasado-. Como si un arquitecto se dedicara a construir casas, un ingeniero industrial a arreglar coches, o un informático a reparar ordenadores. Porque hay que aspirar siempre a lo máximo: a presidente de los EEUU. Tener súbditos, gente que obedezca tus órdenes mientras planificas un universo a tu medida. Que también debe ser gratificante... Pero, cuando conoces a Richard Stallman, acabas diciendo: -¡Yo quiero ser como ese! Y odias a todos los ingenieros que has conocido y se han vendido por un puñado de dólares.

Aunque soy muy forofo del software libre, siempre he trabajado en la construcción de software privativo. Porque siempre he sido empleado por cuenta ajena de grandes empresas, capitalistas de manual: se apropian del fruto del trabajo de otros para especular con él en los mercados.
En ese sentido, nunca he sido muy crítico con lo que hago: necesito la pasta y, si no lo hago yo, lo hará otro. Aceptas esa máxima como inevitable y te enfrascas en la planificación y división de tareas, en las estimaciones, las fechas límite, los puntos de integración, la configuración de equipos... y vas rellenando el tiempo documentando y tirando código lo más lógico y sencillo posible... Porque sabes que, ante cualquier problema, tendrás que retomarlo y arreglarlo tú mismo -o, peor aún: tendrás que explicárselo a alguien- y te acabará robando tiempo de tareas más novedosas e interesantes-.

El programador no fabrica armas, no vende drogas, ni contamina mucho el medio ambiente... Fabrica herramientas, que pueden ser utilizadas para hacer el bien o para hacer el mal. Vivimos en una sociedad de consumo: casi todo lo que se hace hoy día es para fomentar e incrementar ese consumo -el mal-. Trabajamos inmersos en ese sistema, trabajamos para él, para su crecimiento y expansión. Y parece que no hubiera otra forma de existencia al alcance de nuestras manos. Uno es capaz de pensar otros mundos posibles... Pero acepta la dualidad entre lo posible y lo real y asume como ineludible que el tiempo de trabajo ha de destinarse a satisfacer las necesidades del capitalismo de consumo. Incluso el tiempo de ocio parece destinado a lo mismo.

Yo tengo amigos y conocidos que hacen cosas maravillosas: arreglan todo tipo de electrodomésticos, sueldan y cortan el hierro, hacen pan, producen aceite, crían sabrosos corderos, construyen y reforman viviendas, cultivan huertos... Pueden presentar su trabajo a los demás y sentirse orgullosos porque son cosas de primera necesidad. Yo nunca he podido enseñar a mis círculos cercanos lo que hago. Lo que hago queda en el microcosmos de las empresas privadas, en la virtualidad de las redes de computadoras, y no trasciende al mundo real.
Así que siempre he tenido un cierto complejo de inutilidad, de que soy prescindible...