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domingo, 14 de junio de 2020

La escuela: de la educación libre al trauma social

Una de las cosas más difíciles de llevar durante el confinamiento ha sido la supresión de las clases presenciales en los colegios. De golpe y porrazo, las niñas se quedaron todo el día metidas en casa y nos vimos obligados a hacer de maestros, para conseguir que completasen las tareas que les llegaban -y les siguen llegando- del cole.
Yo ya trabajaba desde casa, pero el tiempo de trabajo lo dedico al trabajo. Así que, para atender a las niñas, hay que alargar las jornadas, tirar de abuelos, enchufarlas a las pantallas...

De la etapa de colegio cada uno cuenta su experiencia. Muchas veces, de corte más bien traumático: bullying, profesores y profesoras que se les iba la mano con facilidad, castigos, riñas...
Claro que, también hay quien forjó su grupo de amigos a base de compartir estas experiencias escolares. O para quienes podía suponer un espacio de libertad -cuando sufrían situaciones de violencia en su entorno familiar-.

Yo, la verdad, recuerdo esa etapa bastante gris. Y recuerdo muy poquito -supongo que he preferido olvidarla, enterrarla en el subconsciente-.
Ahora, al afrontar los deberes con la mayor de mis hijas... Es como si reviviera aquello: las cuentas, la caligrafía, dictados, ortografía... Sus cuadernos tienen más colores y dibujos que los míos, pero sigue siendo lo mismo.
Más que despertar el interés por el conocimiento, pareciera una forma de mantener ocupados a los chavales en tareas que consideramos buenas -o que el propio sistema educativo estima útiles para seguir avanzando dentro del mismo-. Quizá, habría que preguntarse ¿Son buenas? Y, si lo son ¿Exactamente para quién o qué son buenas?

Yo no tengo consciencia de haber aprendido nada en el colegio. Recuerdo que por aquel entonces me gustaban mucho los animales: recuerdo que me encantaba leer libros de esos que venían con mogollón de ilustraciones y se hablaba del animal más alto -la jirafa-, el más grande -la ballena azul-... Pero era algo que hacía al margen del colegio. Supongo que los libros de ciencias naturales del cole eran un tostón -seguro que lo eran, porque he visto los de mi hija y son un tostón, no responden a una posible inquietud, sino a un conocimiento enciclopédico cercenado, adaptado-. También me gustaban los comics, cierto tipo de experimentos, manualidades...

Cuando nos ponemos a hacer los deberes, la mayoría de las veces, resulta un suplicio para nuestra hija y, para nosotros, supone un ejercicio continuo de autocontrol -es muy fácil perder la paciencia-.
Lo peor de todo es ser consciente de estar repitiendo la historia, haciendo todo aquello que habíamos odiado toda la puta vida: castrar al niño, entrenarlo para que trabaje, para que aprenda a aprobar los exámenes, para que tenga posibilidades de encajar en una buena posición de la pirámide social -o en las diferentes categorías del funcionariado-.

Con esta situación, uno se se pregunta si el cole no presencial tiene algún sentido. O, si, por el contrario, no sería mejor dejarlo desaparecer y destinar todos esos recursos a otros servicios y actividades más útiles. Por ejemplo: alargar las bajas de paternidad y maternidad para que las familias se hagan responsables verdaderamente de la educación de sus hijos.
Porque, justo los aspectos que valoramos más de los colegios, son: que los niños se relacionen con otros niños y adultos, mientras a los padres y madres se nos libera, durante ese lapso de tiempo, de sus cuidados -para poder atender nuestras obligaciones laborales-.

Los muy ricos -o aspirantes a serlo- ya saben que una de las cosas más importantes es que sus hijos se relacionen con otros ricos. Es por eso que los envían a coles privados -o el cole público de su barrio pijo- donde, además, aprenden el tipo de habilidades y creencias que les serán útiles para desenvolverse en esas capas sociales: idiomas -fundamentalmente- y soberbia -seguridad en ellos mismos-... Nada que tenga que ver con el esfuerzo, sino con normalizar el privilegio.

La educación pública es una suerte de alfabetización de los trabajadores. Un lugar para la disciplina. Aprender los rudimentos del deber en la sociedad y... Sálvese el que pueda.
Afortunadamente, esto parece estar cambiando -al menos en el discurso docente- que adopta muchas de las ideas de la educación libre -libertaria-: se hace mayor hincapié en las emociones, los diferentes tipos de inteligencia, la atención a la diversidad, la integración, tolerancia, el aprender haciendo, por proyectos, lo colaborativo, la autonomía ... Y se va restando importancia a los contenidos curriculares.
Es un proceso que, si bien en lo teórico está muy avanzado, en su aplicación práctica sigue en pañales.
La escuela, como institución planificada desde los Estados, de forma vertical, monolítica, sigue lastrando toda su tradición disciplinaria, clasificatoria y uniformadora.
Un profe debe conseguir -utilizando el premio y el castigo- que un grupo numeroso de alumnos -de la misma edad- alcancen los objetivos marcados por ley. En la medida en que consiga esos objetivos, será un buen o mal docente.

En los cursos inferiores podemos observar más fácilmente la realización efectiva del tipo de educación libre -predicada en la teoría-. Y, a medida que la educación se convierte en obligatoria, empieza a adquirir ese carácter fascista -disciplinario y uniformador-.

Quizá nos iría mejor con colegios que fuesen centros lúdicos: con animadores socioculturales -en lugar de maestros y profesores encargados de hacer  estudiar a los alumnos-. Crear espacios tutorizados en un ambiente lúdico y estimulante. Seguramente aprenderían más y, quizá, en el futuro conseguirían interesarse realmente por la cultura o el conocimiento, y no los verían como una carga, como el obstáculo a superar para conseguir un buen sueldo.

En las últimas décadas, ha proliferado el discurso del profe chachiguay que motiva a sus alumnos y sus múltiples inteligencias, consiguiendo que alcancen sus objetivos de forma divertida, casi sin que se den cuenta. Y está bien, es mejor que hacerlo a base de gritos y golpes.
También se suele aludir a la educación como la gran esperanza de futuro de la humanidad, con la potencialidad para crear ciudadanos libres y creativos, capaces de proyectar un mundo mejor.
Curiosamente, con los diferentes tipos de policía también se ha dado un giro similar en el discurso: -Están para ayudarnos, defendernos de los malos, son amables y cercanos, garantizan la paz social... Aunque, claro, luego, en los momentos críticos, nos apalean en las manifestaciones y los desahucios -o nos oprimen hasta dejarnos sin aliento-. Así que, en la práctica, acaban siendo lo que siempre han sido: cuerpos al servicio de los que ostentan el poder y de los propietarios, con la misión de mantener a raya a las masas o los excluidos.
Con los profes pasa un poco lo mismo: llegado el momento, el sistema les exige mantener los alumnos dentro de unos límites: asignarles un número -nota- que limite sus posibilidades.

Hay una violencia inherente al sistema que se reproduce verticalmente. Y parece que, cada uno en su escala, encontramos cierta satisfacción ejerciéndola.

Que la educación pública, universal y gratuita es un gran logro de nuestras sociedades, es algo indudable, ya que concede a las clases más desfavorecidas alguna posibilidad de escalar en la pirámide social.
Creo que, sobre todo en los primeros años de democracia, se tenían grandes esperanzas en la educación pública como transformadora de la sociedad: para convertirla en algo más libre, menos represivo, abandonar el blanco y negro para sumergirla en un universo de música y color. Abandonar definitivamente el lema "la letra, con sangre entra".
Pero ahora, vemos cómo la educación superior se va transformando, cada vez más, en una mercancía, sometida a las necesidades fluctuantes de los mercados. Mientras la educación obligatoria se debate entre: preparar a los alumnos para ese mercado de la mano de obra formada, o bien, adscribir a los alumnos en la cultura del trabajo y el esfuerzo y entrenarlos para adquirir el tipo de conocimientos y habilidades que se exigen en los exámenes de oposición. Al tiempo, la desigualdad económica produce guetos, o bien traslada a los colegios el problema una atención a la diversidad que los desborda absolutamente.

En ese debate, entre entregarse a la mercancía o administrar la disciplina de Estado -para conseguir personas que se inserten de forma natural en el sistema, también como excluidos y deshechos-, se ha perdido por completo el objetivo de formar ciudadanos libres, o construir una sociedad mejor. De alguna manera, la educación ha perdido todo potencial transformador y ha reforzado su misión disciplinaria y de control.

Durante las primeras semanas de confinamiento, numerosos profesores alzaban la voz contra la excesiva burocracia que se les exigía. El sistema educativo no podía parar y se les administraba la misma medicina que ellos después administrarían a los alumnos.
Las familias se quejaban también de la excesiva carga de trabajo procedente de los colegios, mientras debían atender, simultáneamente, sus propios deberes.
No sé si Deleuze y Guattary identificarían eso como una respuesta esquizofrénica. Lo cierto es que, en esos días, parecía haber una pugna por determinar qué trabajos resultaban imprescindibles -y debían seguir siendo retribuidos- y cuales eran meramente accesorios, prescindibles -y se les podía suspender el salario-. La educación es un derecho universal, obligatorio, así que había que mantenerse ocupados: profesores, alumnos, padres... Todo el mundo ocupado sin producir nada... sólo traumas.

Terremoto (Earthquake), 2003. Tetsuya Ishida. Imagen extraída de Christie's


Mientras, sobre la atmósfera comenzaba a condensarse la idea de una nueva educación más eficiente, a distancia, mediatizada por la tecnología... Una escuela más alejada de su estructura física disciplinaria para acercarse a otras más acordes a las estructuras de control actuales -tal como las describiera Focault-.
Una escuela sin alumnos ni profesores -el factor humano que tanto molesta en los procesos de automatización actuales-. Como esta medicina preventiva, sin enfermos ni médicos, que hemos aplicado para resolver la crisis del Coronavirus. Todo avalado por la evidencia científica y el control tecnológico y estadístico.

-¡Oye tío! Estamos montando una plataforma para dar clases 100% online.
-¡Qué guay tron!
-Sí! Es para niños de primaria. Va a ser la polla!: con vídeos, juegos interactivos, pruebas evaluativas... Los chavales sólo necesitan un ordenador de escritorio y una WebCam de esas tan chulas que ha sacado Pears. Con la cámara controlamos sus movimientos y lo que escribe en el cuaderno. Además, la plataforma está conectada mediante una aplicación móvil con los padres -para avisarles en caso de que necesiten intervenir-. Y, al final de la sesión, se envía un reporte a las familias con lo que han hecho sus hijos ese día.
-Mola! Pero los chavales necesitan el contacto con sus compis. Ya sabes: hacer amigos, jugar...
-Sí! Eso también lo tenemos pensado. Hay muchas actividades y juegos colaborativos. Los chavales pueden interactuar entre ellos. Rollo WOW o Second Life. Segmentamos los alumnos por grupos de afinidad y nivel. En las pruebas que hemos realizado, los más aventajados, son capaces de completar 3 cursos en un año!!
-¡Qué pasote! Y ¿Los más rezagados?
-Bueno, como ahora, se van quedando atrás, salen del sistema... Carne de ETT.
-Vaya...
-Pero eso es lo de menos. Con nuestro sistema, un profesor puede gestionar, desde casa y sin mucho esfuerzo, unos 300 alumnos de primaria. ¡Imagínate a dónde podemos llegar con alumnos de mayor edad! Supondrá un ahorro enorme para los estados. Todo ese dineral invertido en personal docente, edificios, burocracia administrativa, desplazamientos... Se podrá destinar a mejorar la sanidad, programas de investigación, pensiones dignas...
-¿Estáis buscando desarrolladores?
-¡Claro tío! Y también creadores de contenido...

miércoles, 22 de abril de 2020

Infancia: privilegios, deberes y alfabetización tecnológica en tiempos de coronavirus

El gobierno anunció que iba a dejar salir de casa a niños y niñas, acompañadas por sus padres y/o madres -manteniendo siempre el distanciamiento social-. El gobierno demuestra así su preocupación por el bienestar de esos "vectores asintomáticos de transmisión" que llamamos niñxs.

Resulta un tanto contradictorio el modo como tratamos a los menores en nuestra sociedad. Por un lado intentamos protegerlos del mundo de los adultos: del embrutecimiento del trabajo, de las adicciones en que nos recreamos -internet, alcohol, televisión, drogas, pornografía...-. Y, por otro, nos esforzamos en que reproduzcan y alimenten el sistema social del que los protegemos: los adiestramos en las habilidades que estimamos más exitosas, los castigamos y recompensamos para que sean obedientes a la autoridad, canalizamos su creatividad para que se centren en las actividades más demandadas y puedan convertirse en personas de provecho...

Depositamos todas nuestras esperanzas en la infancia, en su capacidad para  construir un mundo mejor. Pero la entrenamos para que siga reproduciendo nuestros mismos vicios.
Esto se ha puesto de manifiesto, especialmente, con el transcurrir de la crisis del COVID-19. Al inicio, surgió la imperiosa necesidad de proteger a niños y niñas. Y, rápidamente, se suprimieron las clases presenciales y se les confinó en sus hogares. Pero no podíamos permitir que perdieran ni un día de su formación, y las clases continuaron en las casas -cada uno dentro de sus posibilidades-.

Se habla de cruenta guerra contra el virus, de tiempos excepcionales, la peor crisis después de la Guerra Civil... Pero las clases y las evaluaciones deben continuar. No sea que reparemos en que la formación de los hijos la pueden llevar a cabo los propios progenitores -siempre y cuando no se vean apremiados a  trabajar de sol a sol para conseguir el dinero-.
Sí, echamos de menos la función de guardar niñxs que cumplían los colegios. Echamos de más a los profes cargando de tediosas tareas a unas familias que, en muchos casos, siguen trabajando y, además, han de hacerse cargo de impartir los contenidos curriculares que dicta el BOE. Todo para que los chavales alcancen los estándares de calidad que exigen los estados. No todos podemos ser médicos, jueces o abogados, así que, hay que poner notas y establecer cortes para que, desde la más tierna infancia, se defina la clase social que cada uno hemos de ocupar. Esta tarea de selección no puede parar.


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No es lo mismo estar confinado en una casa con patio, huerto y animales, que estarlo en un piso de 60m2 con varias hijas, quizá alguna abuela, y ningún perro. No es lo mismo que exista una relación afectuosa entre los que habitan la casa a que existan diversos tipos de violencia. Vamos que, hay un montón de causas por las que los mayores de edad también pueden necesitar el salir de casa, aunque solo sea por despejarse y gozar de algo de intimidad o independencia. Pero lo importante son los niños...

Yo tengo hijas y me parece genial que las permitan salir, así yo también puedo :-) Aunque yo las veo muy felices en casa, no parece que se cansen: juegan, hacen deberes, ven la tele, se disfrazan, salen al patio, al gallinero, toman el té con los árboles... Para nosotros quizá sí resulta más estresante.
El rato que estaban en el cole y las actividades extraescolares no teníamos que estar pendientes de ellas y podíamos dedicarnos a nuestras propias actividades e intereses. Ahora estamos todos en casa, siempre juntos, trabajando, cocinando... No sé quién necesita más salir ¿Ellas o nosotros?

Escuchaba una reflexión similar en boca de una mujer que había decidido no tener hijos ¿Por qué habrían de gozar de privilegios los menores de edad y sus progenitores? ¿Realmente lo necesitan más?...

Cuando escuchamos discursos sobre la maternidad o la paternidad, son siempre discursos llenos de orgullo y satisfacción... Como si los amantes padres estuvieran regalando un supremo bien a la humanidad o el planeta. Pero la realidad es más bien otra: vivimos un mundo superpoblado, procrear es algo innecesario, ya hay millones de personas a las fronteras de los países desarrollados deseando ocupar el vacío que van dejando los muertos.
Tener hijos es un acto egoísta -como tener un perro en un piso-, la satisfacción del deseo irracional de trascender la muerte, un seguro de cuidados en la vejez, una forma de sentirse acompañados -en una sociedad de extrema individualidad-...

Así que, desde una mirada estadística, niños y niñas no son más necesarios que los adultos. Seguramente resulten incluso más dañinos para la propia sostenibilidad del planeta... Pero ya están aquí, aún no tienen todos nuestros vicios, son seres inocentes, no tienen culpa de la maldad del mundo que hemos construido y, por eso, somos más benevolentes con ellos y decidimos protegerles y concederles permiso para salir a la calle... O quizá sea solo un experimento para ir volviendo poco a poco a la normalidad.

Foto tomada en Huelva - Marzo de 2019


Empezamos a estar francamente hartos del confinamiento y, cualquier medida tomada por parte de los gobiernos, se nos aparece como profundamente injusta para con algún colectivo. Seguramente sean medidas realmente injustas: vivimos en estados autoritarios y centralizados que se gobiernan verticalmente. De una estructura así, no podemos esperar un respeto o cuidado por la diversidad.

Pero no todo es malo, no todo son pérdidas, hay quien saldrá reforzado de esta situación. Ya empezamos a ver empresas que están ganando bastante dinero: cualquiera relacionada con la sanidad, las grandes productoras de alimento, eléctricas, tecnológicas, proveedoras de contenidos multimedia... Mientras, existe gran cantidad de personas que han debido cesar su actividad laboral y perdido toda fuente de ingresos.
La desigualdad se acrecienta. Y lo hace también en la infancia: durante el rato que permanecen en el cole, niños y niñas, son todos iguales, tienen las mismas oportunidades. Pero, confinados en casa, su desarrollo depende absolutamente de que existan condiciones apropiadas. No es solo poseer conexión a internet y dispositivos electrónicos, además es necesario utilizarlos de forma tutorizada, y eso solo puede conseguirse si hay al menos un adulto pendiente de ellos.

El distanciamiento social impone que nuestras relaciones se den, más que nunca, mediadas por la tecnología. Y esto pone de manifiesto el analfabetismo tecnológico en que nos hayamos sumidos. Nos han diseñado terminales móviles extremadamente intuitivos, siempre y cuando hagas un buen uso de los mismos. Un uso basado en el consumo, sobre todo de información y entretenimiento, que nos llega por los canales oficiales de los gobiernos y las grandes empresas. Ahora hemos tenido que adaptar esos dispositivos para trabajar, o para comunicarnos de verdad entre nosotros. Y las experiencias resultan bastantes desastrosas... Lo vemos continuamente en nuestras video llamadas:
- ¿Se me escucha? 
-No. Estás en mute.
-Silencia tu micrófono, se oyen todos los ruidos de la casa
-No cabemos más en la conversación, se tiene que salir uno...
-Se te entrecorta. Te quedas congelado.
Para ahorrarnos todos estos inconvenientes, en lugar de recurrir a estas tecnologías, posponíamos para cuando nos juntáramos físicamente. Ahora, no sabemos cuando volveremos a estar cerca unos de otros, así que, apretamos el culo y tiramos para adelante.


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Hace años. Fotomontaje: Sophia y yo
 
Tenía por casa un ordenador que había dejado de funcionar y me puse a repararlo. Quería que fuera para las niñas. No soy muy partidario de conectar las niñas a las tecnologías, soy consciente de que resultan adictivas, demasiado inmersivas... Pero están por todas partes: televisión, tablet, móvil... Y, a las niñas, al igual que a nosotros, les resultan atrayentes.

Yo llevo ya unos años trabajando desde casa. Tengo mi habitación y mi ordenador. Al inicio de la jornada abro la sesión y todas los programas y herramientas que necesito. Cuando llega la hora, cierro y no se vuelve a tocar hasta el día siguiente.
Sí, el ordenador también es adictivo, pero tiene la ventaja de que no te lo puedes llevar contigo -por eso prefiero las computadoras grandes, también porque puedes cacharrearlas-.
Para entretenerte no necesitas un ordenador -es demasiado aparatoso-, si lo tienes es porque realizas alguna actividad, porque eres un sujeto activo, no meramente pasivo... Y ese es el principal motivo por el que prefiero que utilicen un ordenador, en lugar de tablets y móviles.

Tampoco me obsesiona mucho. Ahí está, les llama la atención y, aunque me ven a mi conectado un montón de horas, no saben muy bien qué hacer con ese cacharro.
Quizá nos gustaría que las niñas fueran como nosotros, que apreciaran nuestro trabajo, nuestros intereses y aficiones. Y, aunque con el confinamiento se han reducido considerablemente sus referentes, volverán tiempos mejores y recuperarán sus dimensiones perdidas: la de alumna, la de compañera de cole, amiga, prima, sobrina, nieta... Aunque nos cueste reconocerlo, las hijas no son solo de los padres, tienen su propia vida, y la meta de todo el proceso de crianza es que sean completamente autónomas.

sábado, 4 de abril de 2020

Ruralidad y privilegios de clase en tiempos del coronavirus

Durante estos días de confinamiento me he dado cuenta, más que nunca, de lo privilegiados que somos. Vivimos en un piso relativamente grande, con balcón y terraza. Además, en la planta baja, disponemos de una cochera, prácticamente diáfana, donde las niñas pueden jugar y moverse libremente.

Cochera 


Por si fuera poco, mis padres viven a escasos metros de nosotros y su casa está integrada en un inmenso patio con huerto, gallinero y olivar. Supone un gran desahogo salir a echar de comer a las gallinas, arrancar "malas hiervas", o recolectar acelgas y alcachofas.
Todas aquellas obligaciones que podrían parecer una carga en tiempos normales, ahora son nuestro salvoconducto para entrar en contacto con la naturaleza, alargar la vista y estirar las piernas.

Así que, estamos disfrutando a tope del modo de vida que han construido mis padres. Porque nosotros -como núcleo familiar- no hemos construido nada. Nuestra forma de vida se articula en torno a una conexión a internet y al hecho de poder salir  y circular libremente por los espacios públicos -en lugar de ensanchar nuestro espacio privado-.

Habitualmente, viajamos y salimos con amigos o familiares... Nuestra propiedad privada se reduce prácticamente al coche y los cacharros que acumulamos en el piso.
Supongo que somos clase media.
Somos hijos de nuestra época. Y nuestra época es volátil. Requiere adaptarse a las nuevas situaciones con rapidez. No poseer nada, sólo dinero: que es lo más flexible y volátil del mundo.
Vivimos en este pueblo, pero podríamos hacerlo en cualquier otro. No tenemos ninguna dependencia para con el territorio. Como si viviéramos en una maceta que pudieras llevarte a cualquier otro lugar.
Nos sostenemos sobre nuestra fuerza de trabajo. Afortunadamente, nuestros progenitores hicieron una gran inversión para que acumuláramos conocimientos, idiomas, habilidades, títulos...

En las películas americanas ya nos han contado muchas de estas historias en que las nuevas generaciones rompen con el modo de vida de la anterior.
Los padres de Clark Kent tenían su granja, cultivaban la tierra... Pero, Superman, prefiere ir a la gran ciudad a desarrollar su carrera de periodista.
Es muy importante, para el capitalismo, ese desarraigo de las clases medias y bajas, esa movilidad, esa fragmentación y ese ideal de hacerse a uno mismo sin la ayuda de nadie. Porque los negocios cambian con gran rapidez, los sectores que eran estratégicos en un país en una generación dejan de serlo en la siguiente y... Hay que adaptarse.
Curiosamente, las clases adineradas y las que dirigen nuestros destinos, no desean ese esquema para ellas mismas: Trump se dedicó a gestionar el negocio familiar, los Bush ya han dado dos presidentes a EEUU, el rey Juan Carlos le cede su puesto a Felipe...

En Europa, para las clases medias y bajas, lentamente se ha ido imponiendo el modelo de las películas americanas.
Mis padres, pertenecen justo a ese cambio generacional en que gran parte de la población se desvinculó del territorio, de su pueblo, de los lazos familiares fuertes, de la tradición familiar... Y emigró a los grandes núcleos urbanos, en busca de prosperidad.
Por fortuna, mis padres consiguieron asentarse en un entorno rural -mi padre vino a parar a este pueblo y mi madre era de aquí de toda la vida-. Se esforzaron en reproducir sus anteriores condiciones -no habían visto tantas películas-. Construyeron un hogar acogedor y una forma de vida con vistas a perpetuarse generación tras generación insertada en el entorno.

Huerto - Abril de 2020


Algo así como esos nativos americanos que bagaban por las llanuras y los bosques, tras los rebaños de bisontes, transmitiendo habilidades y saber hacer a su prole... Conscientes de que la integrarse en el medio -como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie- era lo único que les permitiría mantener una vida digna. Conscientes de que un conocimiento profundo de su ambiente podría llevarles a formas mejores. 

"Cada parte de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada aguja de pino que brilla, cada amable orilla, cada neblina en los bosques frondosos, cada claro en la espesura y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y en la experiencia de mi pueblo." - Discurso de “Si’ahl”, conocido por casi todos como Seattle, jefe indígena de la nación susquamish en diciembre 1854


Nosotros, en cambio, hemos habitado las ciudades durante mucho tiempo. Tendemos a sacrificarlo todo por el fin de semana, por la volatilidad de los diferentes productos de consumo -que obtenemos de cualquier parte del globo-, por los viajes, las actividades culturales y de ocio... Una existencia centrada en el individuo y el presente inmediato. El futuro se nos aparece como una amenaza, una distopía en la que todo saltará por los aires y en la que nuestras hijas vivirán en peores condiciones que las actuales.

"[...] estamos viendo el mundo que querría Silicon Valley. Y es una visión muy sombría: “Esta no es la forma en que queremos vivir. Deberíamos ver una oportunidad en el rechazo a ese futuro, en la forma en que salimos de esta crisis”. - Naomi Klein: “La gente habla sobre cuándo se volverá a la normalidad, pero la normalidad era la crisis”


Así que, en esta situación excepcional, además de aprender mucho sobre biopolítica y mecanismo de control, empezamos a tomar consciencia de todo aquello que es prescindible o poco importante en nuestras vidas. Y, la verdad, sacrificamos mucho por esas pequeñeces. Sacrificamos nuestro tiempo, y también el medio y el ambiente que nos rodean. Sí, el confinamiento nos enseña que es posible vivir de otro modo: más pausado, disfrutando de lo que tenemos cerca.

Yo echo de menos cosas muy básicas: salir al campo a pasear -con los amigos o la familia-, hacer fotos, reunirnos para comer y celebrar, ir al bar... Disfrutar del entorno en que nos encontramos enclavados.

Es primavera, los días son más largos y cálidos, las diferentes especies de plantas van floreciendo, pájaros y anfibios tienen una actividad frenética... Todo eso está pasando ahí fuera, y sólo podemos espiarlo desde el balcón.

Las leyes humanas son a menudo injustas, avasallan con toda diferencia, por mantener la paz, el orden, la salud... -de los que están bien-.

Es verdad que quienes dictan las leyes viven en entornos urbanos. Es seguro que tienen casas grandes, plenas de comodidades... Pero hay ciertos aspectos del estado de alarma que no tienen ningún puto sentido en las zonas rurales -¿A quién vas a infectar por salir al campo a recoger o espárragos o dar un paseo?-. Y que, en el conjunto del estado, están dejando en terrible situación de vulnerabilidad a los que ya partían de condiciones económicas y laborales muy precarias.

Desde la ventana