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domingo, 14 de junio de 2020

La escuela: de la educación libre al trauma social

Una de las cosas más difíciles de llevar durante el confinamiento ha sido la supresión de las clases presenciales en los colegios. De golpe y porrazo, las niñas se quedaron todo el día metidas en casa y nos vimos obligados a hacer de maestros, para conseguir que completasen las tareas que les llegaban -y les siguen llegando- del cole.
Yo ya trabajaba desde casa, pero el tiempo de trabajo lo dedico al trabajo. Así que, para atender a las niñas, hay que alargar las jornadas, tirar de abuelos, enchufarlas a las pantallas...

De la etapa de colegio cada uno cuenta su experiencia. Muchas veces, de corte más bien traumático: bullying, profesores y profesoras que se les iba la mano con facilidad, castigos, riñas...
Claro que, también hay quien forjó su grupo de amigos a base de compartir estas experiencias escolares. O para quienes podía suponer un espacio de libertad -cuando sufrían situaciones de violencia en su entorno familiar-.

Yo, la verdad, recuerdo esa etapa bastante gris. Y recuerdo muy poquito -supongo que he preferido olvidarla, enterrarla en el subconsciente-.
Ahora, al afrontar los deberes con la mayor de mis hijas... Es como si reviviera aquello: las cuentas, la caligrafía, dictados, ortografía... Sus cuadernos tienen más colores y dibujos que los míos, pero sigue siendo lo mismo.
Más que despertar el interés por el conocimiento, pareciera una forma de mantener ocupados a los chavales en tareas que consideramos buenas -o que el propio sistema educativo estima útiles para seguir avanzando dentro del mismo-. Quizá, habría que preguntarse ¿Son buenas? Y, si lo son ¿Exactamente para quién o qué son buenas?

Yo no tengo consciencia de haber aprendido nada en el colegio. Recuerdo que por aquel entonces me gustaban mucho los animales: recuerdo que me encantaba leer libros de esos que venían con mogollón de ilustraciones y se hablaba del animal más alto -la jirafa-, el más grande -la ballena azul-... Pero era algo que hacía al margen del colegio. Supongo que los libros de ciencias naturales del cole eran un tostón -seguro que lo eran, porque he visto los de mi hija y son un tostón, no responden a una posible inquietud, sino a un conocimiento enciclopédico cercenado, adaptado-. También me gustaban los comics, cierto tipo de experimentos, manualidades...

Cuando nos ponemos a hacer los deberes, la mayoría de las veces, resulta un suplicio para nuestra hija y, para nosotros, supone un ejercicio continuo de autocontrol -es muy fácil perder la paciencia-.
Lo peor de todo es ser consciente de estar repitiendo la historia, haciendo todo aquello que habíamos odiado toda la puta vida: castrar al niño, entrenarlo para que trabaje, para que aprenda a aprobar los exámenes, para que tenga posibilidades de encajar en una buena posición de la pirámide social -o en las diferentes categorías del funcionariado-.

Con esta situación, uno se se pregunta si el cole no presencial tiene algún sentido. O, si, por el contrario, no sería mejor dejarlo desaparecer y destinar todos esos recursos a otros servicios y actividades más útiles. Por ejemplo: alargar las bajas de paternidad y maternidad para que las familias se hagan responsables verdaderamente de la educación de sus hijos.
Porque, justo los aspectos que valoramos más de los colegios, son: que los niños se relacionen con otros niños y adultos, mientras a los padres y madres se nos libera, durante ese lapso de tiempo, de sus cuidados -para poder atender nuestras obligaciones laborales-.

Los muy ricos -o aspirantes a serlo- ya saben que una de las cosas más importantes es que sus hijos se relacionen con otros ricos. Es por eso que los envían a coles privados -o el cole público de su barrio pijo- donde, además, aprenden el tipo de habilidades y creencias que les serán útiles para desenvolverse en esas capas sociales: idiomas -fundamentalmente- y soberbia -seguridad en ellos mismos-... Nada que tenga que ver con el esfuerzo, sino con normalizar el privilegio.

La educación pública es una suerte de alfabetización de los trabajadores. Un lugar para la disciplina. Aprender los rudimentos del deber en la sociedad y... Sálvese el que pueda.
Afortunadamente, esto parece estar cambiando -al menos en el discurso docente- que adopta muchas de las ideas de la educación libre -libertaria-: se hace mayor hincapié en las emociones, los diferentes tipos de inteligencia, la atención a la diversidad, la integración, tolerancia, el aprender haciendo, por proyectos, lo colaborativo, la autonomía ... Y se va restando importancia a los contenidos curriculares.
Es un proceso que, si bien en lo teórico está muy avanzado, en su aplicación práctica sigue en pañales.
La escuela, como institución planificada desde los Estados, de forma vertical, monolítica, sigue lastrando toda su tradición disciplinaria, clasificatoria y uniformadora.
Un profe debe conseguir -utilizando el premio y el castigo- que un grupo numeroso de alumnos -de la misma edad- alcancen los objetivos marcados por ley. En la medida en que consiga esos objetivos, será un buen o mal docente.

En los cursos inferiores podemos observar más fácilmente la realización efectiva del tipo de educación libre -predicada en la teoría-. Y, a medida que la educación se convierte en obligatoria, empieza a adquirir ese carácter fascista -disciplinario y uniformador-.

Quizá nos iría mejor con colegios que fuesen centros lúdicos: con animadores socioculturales -en lugar de maestros y profesores encargados de hacer  estudiar a los alumnos-. Crear espacios tutorizados en un ambiente lúdico y estimulante. Seguramente aprenderían más y, quizá, en el futuro conseguirían interesarse realmente por la cultura o el conocimiento, y no los verían como una carga, como el obstáculo a superar para conseguir un buen sueldo.

En las últimas décadas, ha proliferado el discurso del profe chachiguay que motiva a sus alumnos y sus múltiples inteligencias, consiguiendo que alcancen sus objetivos de forma divertida, casi sin que se den cuenta. Y está bien, es mejor que hacerlo a base de gritos y golpes.
También se suele aludir a la educación como la gran esperanza de futuro de la humanidad, con la potencialidad para crear ciudadanos libres y creativos, capaces de proyectar un mundo mejor.
Curiosamente, con los diferentes tipos de policía también se ha dado un giro similar en el discurso: -Están para ayudarnos, defendernos de los malos, son amables y cercanos, garantizan la paz social... Aunque, claro, luego, en los momentos críticos, nos apalean en las manifestaciones y los desahucios -o nos oprimen hasta dejarnos sin aliento-. Así que, en la práctica, acaban siendo lo que siempre han sido: cuerpos al servicio de los que ostentan el poder y de los propietarios, con la misión de mantener a raya a las masas o los excluidos.
Con los profes pasa un poco lo mismo: llegado el momento, el sistema les exige mantener los alumnos dentro de unos límites: asignarles un número -nota- que limite sus posibilidades.

Hay una violencia inherente al sistema que se reproduce verticalmente. Y parece que, cada uno en su escala, encontramos cierta satisfacción ejerciéndola.

Que la educación pública, universal y gratuita es un gran logro de nuestras sociedades, es algo indudable, ya que concede a las clases más desfavorecidas alguna posibilidad de escalar en la pirámide social.
Creo que, sobre todo en los primeros años de democracia, se tenían grandes esperanzas en la educación pública como transformadora de la sociedad: para convertirla en algo más libre, menos represivo, abandonar el blanco y negro para sumergirla en un universo de música y color. Abandonar definitivamente el lema "la letra, con sangre entra".
Pero ahora, vemos cómo la educación superior se va transformando, cada vez más, en una mercancía, sometida a las necesidades fluctuantes de los mercados. Mientras la educación obligatoria se debate entre: preparar a los alumnos para ese mercado de la mano de obra formada, o bien, adscribir a los alumnos en la cultura del trabajo y el esfuerzo y entrenarlos para adquirir el tipo de conocimientos y habilidades que se exigen en los exámenes de oposición. Al tiempo, la desigualdad económica produce guetos, o bien traslada a los colegios el problema una atención a la diversidad que los desborda absolutamente.

En ese debate, entre entregarse a la mercancía o administrar la disciplina de Estado -para conseguir personas que se inserten de forma natural en el sistema, también como excluidos y deshechos-, se ha perdido por completo el objetivo de formar ciudadanos libres, o construir una sociedad mejor. De alguna manera, la educación ha perdido todo potencial transformador y ha reforzado su misión disciplinaria y de control.

Durante las primeras semanas de confinamiento, numerosos profesores alzaban la voz contra la excesiva burocracia que se les exigía. El sistema educativo no podía parar y se les administraba la misma medicina que ellos después administrarían a los alumnos.
Las familias se quejaban también de la excesiva carga de trabajo procedente de los colegios, mientras debían atender, simultáneamente, sus propios deberes.
No sé si Deleuze y Guattary identificarían eso como una respuesta esquizofrénica. Lo cierto es que, en esos días, parecía haber una pugna por determinar qué trabajos resultaban imprescindibles -y debían seguir siendo retribuidos- y cuales eran meramente accesorios, prescindibles -y se les podía suspender el salario-. La educación es un derecho universal, obligatorio, así que había que mantenerse ocupados: profesores, alumnos, padres... Todo el mundo ocupado sin producir nada... sólo traumas.

Terremoto (Earthquake), 2003. Tetsuya Ishida. Imagen extraída de Christie's


Mientras, sobre la atmósfera comenzaba a condensarse la idea de una nueva educación más eficiente, a distancia, mediatizada por la tecnología... Una escuela más alejada de su estructura física disciplinaria para acercarse a otras más acordes a las estructuras de control actuales -tal como las describiera Focault-.
Una escuela sin alumnos ni profesores -el factor humano que tanto molesta en los procesos de automatización actuales-. Como esta medicina preventiva, sin enfermos ni médicos, que hemos aplicado para resolver la crisis del Coronavirus. Todo avalado por la evidencia científica y el control tecnológico y estadístico.

-¡Oye tío! Estamos montando una plataforma para dar clases 100% online.
-¡Qué guay tron!
-Sí! Es para niños de primaria. Va a ser la polla!: con vídeos, juegos interactivos, pruebas evaluativas... Los chavales sólo necesitan un ordenador de escritorio y una WebCam de esas tan chulas que ha sacado Pears. Con la cámara controlamos sus movimientos y lo que escribe en el cuaderno. Además, la plataforma está conectada mediante una aplicación móvil con los padres -para avisarles en caso de que necesiten intervenir-. Y, al final de la sesión, se envía un reporte a las familias con lo que han hecho sus hijos ese día.
-Mola! Pero los chavales necesitan el contacto con sus compis. Ya sabes: hacer amigos, jugar...
-Sí! Eso también lo tenemos pensado. Hay muchas actividades y juegos colaborativos. Los chavales pueden interactuar entre ellos. Rollo WOW o Second Life. Segmentamos los alumnos por grupos de afinidad y nivel. En las pruebas que hemos realizado, los más aventajados, son capaces de completar 3 cursos en un año!!
-¡Qué pasote! Y ¿Los más rezagados?
-Bueno, como ahora, se van quedando atrás, salen del sistema... Carne de ETT.
-Vaya...
-Pero eso es lo de menos. Con nuestro sistema, un profesor puede gestionar, desde casa y sin mucho esfuerzo, unos 300 alumnos de primaria. ¡Imagínate a dónde podemos llegar con alumnos de mayor edad! Supondrá un ahorro enorme para los estados. Todo ese dineral invertido en personal docente, edificios, burocracia administrativa, desplazamientos... Se podrá destinar a mejorar la sanidad, programas de investigación, pensiones dignas...
-¿Estáis buscando desarrolladores?
-¡Claro tío! Y también creadores de contenido...

martes, 12 de mayo de 2020

Biopolítica, ruralidad y fiebres maltas

Recuerdo que, de niños, mi abuelo nos enseñaba a ordeñar las cabras.
Cuando ya teníamos suficiente soltura y control sobre el chorro caliente que salía de las ubres... lo apuntábamos directamente a la boca.
Llenábamos primero un cubillo de plástico azul y, después, lo colábamos en un enorme cántaro de aluminio -mientras espantábamos las moscas para que no cayeran en el preciado líquido blanco-.
Por las noches, alguien recogía los cántaros -supongo que para vender la leche fresca o hacer quesos... De niños no nos interesaban los truculentos detalles de la economía-.

Se conocían bien los riesgos de consumir leche cruda, así que, siempre andábamos pendientes de que no se desparramara al cocerla, en cacillos y pucheros. Aún así, la leche cruda circulaba por el pueblo, a los ojos de todos, con total tranquilidad ¿Vivíamos peligrosamente?

Memorias de mi juventud - Marc Chagall (Foto tomada en la Galería Nacional de Canadá,  Ottawa, junio de 2018)


En aquellos entonces ya formábamos parte de la unión europea y, un estado europeo moderno, no podía permitirse muertes y enfermedades porque cuatro paletos se empeñasen en guarrear con la leche. Así que, al tiempo, llegaron las prohibiciones y el control -además de las aleccionadoras historias de que tal o cual vecina las había pasado canutas por un queso que le compró a no sé quién-.
Los estados ostentan el monopolio de la violencia, no queríamos problemas, así que, nos acostumbramos a comprar la leche a tal o pascual grupo empresarial.
Se continuó elaborando y vendiendo queso fresco con leche cruda -pero ya en menor medida y de forma clandestina-.

Yo, la verdad... paso de la leche, ya no me gusta... Excepto cuando alguien me regala unos calostros o una botella de cocacola llena de la leche de las cabrillas.

En el pueblo no faltan los camiones que descargan enormes palets repletos de bricks de fondo blanco, adornados con dibujos de vacas pastando en verdes prados de alta montaña -aunque luego se trate de vacas encerradas en un establo polvoriento de los Monegros-. Todo plastificado y envasado al vacío.
Hemos sacrificado el sabor y la soberanía alimentaria por la higiene y la seguridad.
Nadie quiere enfermar y, mucho menos, morir -menos aún por un estúpido vaso de leche...- Si además no sabe a nada. ¡Toma! prueba un poco de este cartón que acabo de abrir. -Ves, es como agua blanca. -¿Quieres arriesgarte a padecer fiebre, vómito o diarrea por beber directamente de las ubres de una cabra? -No, ¿verdad? -Pues compra unos cartones de estos. Es muy barata y te ahorras un montón de tiempo y disgustos persiguiendo a esos rumiantes por las callejas.

Este es el caso de la leche, pero pasa con prácticamente todos los productos de origen animal. En nuestra comarca se crían muchos corderos, cerdos, gallinas... Pero, en los comercios y carnicerías, no se vende su carne.
Los ganaderos y productores deben llevarlos a lugares especializados en la muerte y despiece. Así que, acabamos comprando carne de cualquier lugar -la más barata-.


Hace poco vi un pequeño documental "El campo para el hombre", grabado en la década de los 70's, en el que se hablaba de cómo en Galicia se había pasado de una economía local -de subsistencia- a una economía capitalista -de mercado-. Un proceso gradual, que comenzaba con el establecimiento de ciertas normas de seguridad alimentaria y el sometimiento a trámites burocráticos, con el fin de dar salida exterior a los excedentes de producción. Así, los habitantes de las zonas rurales, accedían también a ciertas ayudas, infraestructuras y servicios del estado como: salud, educación pública, comunicaciones...
Con los beneficios obtenidos por la venta de sus productos -o de su fuerza de trabajo-, además de pagar impuestos, podían invertir en bienes y comodidades privadas: tv, radio, lavadora...
Los agricultores y ganaderos gallegos ganaban en salud y bienestar y, además, repartían beneficios entre intermediarios, empresarios y políticos, que, de esta manera, adquirían el control sobre la producción y podían planificar en función de la fluctuación de los mercados internacionales.

El capitalismo funciona así, va colonizando nuevos espacios en busca de la plusvalía. Pero también transforma profundamente las sociedades en las que se va instaurando: impone su lógica, su normalidad y estandarización, apoyándose en las herramientas que ponen a su disposición los estados-nación.

Las consecuencias de este proceso ya las conocemos: vaciamiento de las zonas rurales -para llenar las ciudades de mano de obra barata-, transformación de la actividad agraria y ganadera en explotaciones intensivas y extractivas, destrucción de los equilibrios establecidos durante siglos con la naturaleza, aceleración de la actividad humana, pérdida de identidad y saberes locales...

Campesino Andaluz - Rafael Zabaleta (Foto tomada en el museo Reina Sofía, Madrid, febrero de 2020)

"[...] para Marx, la naturaleza es el ámbito en que necesariamente se da la praxis humana, y que esta naturaleza es previa e independiente de dicha praxis. El privilegiar el concepto de praxis en detrimento del de naturaleza, es decir, el no fundamentar ontológicamente la praxis en una concepción materialista del hombre y la naturaleza, lleva a un «idealismo de la praxis» que hace depender la propia naturaleza de su constitución por la praxis humana." - Metafísica, Francisco José Martínez Martínez. Capítulo 20 (La fundamentación ontológica de la praxis)

Quizá, ya podemos dar por muerta esa dimensión natural nuestra. Realizamos nuestra voluntad independientemente de la naturaleza. La naturaleza ya no es algo que nos rodee, o nos condicione, no es algo que queramos transformar para hacer más agradable. Se ha convertido en un recurso que explotamos para satisfacer nuestros deseos, o adornar nuestros nuevos mundos virtuales de silicio, hormigón, asfalto, viajes, placeres... En el mejor de los casos, la experimentamos como una suerte de parque temático que hay que observar de forma pasiva, para conectarnos con nuestro ser anterior, en una especie de mística terapia sanadora del desenfreno de la cotidianidad.

Como cuando nuestras abuelas, confinadas en los pisos de las grandes ciudades, recuerdan con añoranza sus vidas en los pueblos: haciendo queso con la leche recién ordeñada que les traía tal o pascual vecino.
Como cuando los obreros de la industria conservera gallega se maldecían por haber abandonado sus tierras por un trabajo monótono, aburrido, alienado... A cambio de un salario fijo y un piso con televisión y cuarto de baño.

Cabra y chivillo en Herrera del duque. Marzo de 2018


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Quizá todo empezó con la oportunidad que brindaban las epidemias y desgracias masivas. Con el estado de temor generado. Rentabilizar el miedo atávico a la muerte y la enfermedad, para hacer pasar por aceptable cualquier nueva medida de control y sometimiento a las necesidades del capital -la doctrina del shock-.

Escribiendo este post me enteré de que ya era legal vender leche cruda en España "El Gobierno regulará la venta directa de leche cruda".
Sigue siendo igual de peligrosa, pero es una buena oportunidad de negocio y no se puede desaprovechar.

El coronavirus es la nueva leche cruda: no hay vacuna para la enfermedad, pero se hace necesario comprar y vender, volver a activar la economía y la circulación de mercancías y servicios.
No se trata de dar autonomía e independencia a los territorios, ese es un camino que no se permite desandar. Porque, si algo se ha puesto de manifiesto con esta crisis, es que ya no existe la autonomía local, ni tan siquiera la de los Estados soberanos -sometidos a las normas de organismos internacionales controlados por grandes grupos financieros-...  El capital ha extendido su red de explotación por todo el planeta, en la búsqueda de beneficios siempre crecientes, para satisfacer un extraño deseo de bienestar -consumo- y acumulación. Nada que ver con satisfacer necesidades.

sábado, 21 de marzo de 2020

Del estado de alarma al giro autoritario

Ante la emergencia sanitaria creada por el COVID-19, se han tomado un montón de medidas de control y vigilancia sobre los cuerpos de los habitantes: confinamiento en casa, limitaciones en los desplazamientos, distanciamiento entre individuos... 
No obstante, el primer país en afrontar el virus fue China -que tiene fama en occidente de ser un tanto totalitario-. Y, claro, su modelo se ha tomado como referente -ya que ha resultado exitoso-.

Llevamos ya unos años en que el mundo occidental mira con cierta admiración al gigante asiático: su crecimiento económico, sus métodos para afrontar crisis medioambientales, sus avances tecnológicos... En fin, su modelo capitalista apoyado con mano firme desde un estado fuerte.

Y no es sólo China, también Rusia es alabada por la contundencia de su presidente -que lleva ya más de 20 años en el poder-.
En general, la mayoría de las grandes potencias internacionales, parecen haber sufrido un giro autoritario en sus gobiernos -hombres duros, preocupados por los negocios, la seguridad y el control de la población-: Bolsonaro en Brasil, Trump en EEUU...

En la vieja Europa empiezan a tomar relevancia los partidos denominados de "extrema derecha". Con programas políticos muy en sintonía con el giro autoritario: control de la población -inmigrantes-, relevancia de la policía y los ejércitos y, por supuesto, un liberalismo absoluto en el plano económico.
Aunque luego resulte que eso de la libre competencia está muy bien para aplicárselo a la población general, pero no tanto para las grandes empresas que compiten en los mercados internacionales. Todo el aparato del Estado parece estar puesto a su servicio -entre todos hemos de sostener a estas empresas y grupos financieros, expandirlos y mantener sus condiciones de posibilidad: mano de obra, seguridad, comunicaciones, formación...-
Ya existen muchos ejemplos que han sido noticia: China apoyando los intereses de Huawey, EEUU los de Google...

Parece haber grandes bloques económicos que compiten en el tablero global y, para seguir en el juego, necesitan del control de los cuerpos de sus habitantes. Y, digo los cuerpos, porque las mentes -sus opiniones y los temas que las mantienen ocupadas- ya parecen estar absolutamente bajo control -logrado a través de la educación universal, los medios de comunicación de masas, redes sociales, publicidad...-
Se tolera la disidencia porque, aunque pueda resultar molesta a ciertos sectores del poder, resulta inocua ante la tendencia general.

El control de los cuerpos resulta más complicado: necesita otros cuerpos para saber dónde se encuentran y forzarlos a moverse en una u otra dirección. Pero los avances de ciertas tecnologías están permitiendo un control más fino. Ese es el caso de la explosión de uso de los smartphones -herramientas absolutas que utilizamos para informarnos, relacionarnos con nuestros seres cercanos, orientarnos en los viajes, contar nuestros pasos, medir el ritmo cardíaco, trabajar...- y que van expandiendo sus posibilidades de control con los avances en biometría, reconocimiento facial... Dejando la toma de huellas dactilares y el uso de cámaras de video vigilancia como herramientas rudimentarias, incapaces de competir con los datos masivos alimentados desde cualquiera de los dispositivos electrónicos con los que nos comunicamos a través de la red.

Los empresas que operan en los mercados necesitan información fiable, necesitan conocer nuestros gustos, intereses... A su vez, los estados deben garantizar la seguridad y estabilidad de los mercados. Así que, mercados y estados, aúnan intereses para mantener y actualizar las estadísticas de vigilancia y control, para conseguir que sus campañas sean efectivas y, en última instancia, incrementar sus beneficios económicos y tasas de poder.

Imagen extraída de https://www.arteinformado.com/galeria/tetsuya-ishida/prisionero-28796


El coronavirus parece que ha venido para ahondar en estas formas de control. En un breve espacio de tiempo hemos pasado de reírnos de los chinos y la "gripe" que los tenía paralizados, a estar nosotros mismos atemorizados y encerrados en nuestras casas.
En los primeros momentos, se plantearon una serie de medidas que apelaban a nuestra propia consciencia y responsabilidad para, a los pocos días -aprovechando el estado de pánico generado desde las autoridades sanitarias, y elevado a su máxima potencia por los medios de comunicación-, afianzar esas medidas con sanciones y control policial.

Para reforzar la idea de que tenemos una Europa fuerte y unida, se exhibe a España e Italia como trofeos: dos países de pandereta, sangría, sol, pizza, playa... que han sido capaces de materializar medidas tan drásticas como recluir toda su población en casa y reducir los transportes y la actividad económica a mínimos imposibles de imaginar por el más optimista de los ecologistas en la lucha contra el cambio climático.

Pareciera que, con el coronavirus, hemos encontrado nuestra fuente de placer fascista definitiva. Disfrutamos del sadismo que todos podemos ejercer en cualquiera de nuestros roles sociales: desde vecinos denunciando a otros por salir de casa -de forma "irresponsable"-, a ayuntamientos y organismos que deciden aplicar normas sancionadoras para los que sacan demasiado a pasear al perro, o van muchas veces a comprar, pasando por empresas y organismos que pretenden inocular el trabajo a distancia para mantener la misma productividad. El autoritarismo no es solo una cuestión de Estado sino que se sustenta sobre todas las capas de la sociedad.

Yo vivo esta situación desde un pueblo chico, en el que ha habido un único caso de coronavirus. Pero las medidas que se aplican son las mismas que en Madrid -una mega urbe de 6 millones de habitantes, conviviendo todos juntitos en un espacio muy reducido-.
Y, la verdad... Flipo con algunas de las medidas: no salir a pasear o hacer deporte al campo -ni solo, ni acompañado-, no desplazarse a las casas de campo... Como si saliendo al campo fueras a encontrarte con miles de personas -igual que cuando vas al retiro o al parque con los niños-.
Y, es tanto el nivel de paranoia, que la gente incluso aplaude estas medidas, y le importaría poco que hubiera un francotirador apostado en tu puerta dispuesto a dispararte en cuanto asomaras la cabeza... No sé, me parece muy loco todo esto.

Hemos pasado de la sobreinformación en medidas para evitar el contagio, a un estado de las cosas en el que parece que con solo salir a la calle estás arriesgando tu vida y la de toda la humanidad.
Ya no se trata de prevenir el contagio, sino de cumplir las normas dictadas desde arriba. Y el discurso ha pasado del: lavarse mucho las manos, llevar mascarilla y evitar contacto humano; a: ser disciplinados y obedecer -todo ello acompañado de infinidad de símiles bélicos y militares: esto es una lucha de todos contra el virus, debemos estar unidos, no podemos permitirnos bajas por la irresponsabilidad de unos pocos-.


Los primeros días, circulaban algunas visiones optimista de esta crisis, quizá alentadas por los comentarios, noticias y comunicados que apelaban a la responsabilidad, el apoyo y los cuidados mutuos, para conseguir contener un virus que nos afecta a todos por igual -hombre o mujer, rica o pobre-. Un optimismo que abogaba por una toma de consciencia de lo importante que resulta una sanidad pública para todos, y que veía en los parones de los primeros días -cuando muchos negocios cerraron de forma voluntaria- una forma poderosa de colaboración entre iguales.
Pero lo cierto es que la crisis ha tomado tintes cada vez más totalitarios. Algunos desafían la autoridad escapando de las ciudades para ir a sus segundas residencias -Colapso en las carreteras de Madrid, Barcelona y València pese a las restricciones de tráfico-. Y, otros, la secundan pidiendo multas y mano dura contra todos los que se atreven a infringir la norma.
Así, las predicciones se tornan más pesimistas y apuntan a que saldremos de esta crisis de forma similar a como lo hicimos de la de 2008: con más precariedad, más desigualdad y con más riqueza concentrada en menos manos -además de las muertes de aquellos que no puedan ser atendidos por una sanidad pública desbordada-.


No es lo mismo que te quedes en casa por responsabilidad social, a que lo hagas porque te lo impone el Estado -utilizando el monopolio de la violencia y su aparato de control- sin ninguna racionalidad, sin excepción, aplicando la misma ley en cualquier lugar y circunstancia... Asumiendo que todos somos menores de edad y no podemos tomar una actitud responsable sino es bajo la amenaza del castigo.
No es lo mismo trabajar desde casa porque es lo que tú has elegido, a verte obligado a hacerlo a marchas forzadas, sin disponer de un espacio, sin la infraestructura empresarial necesaria... Muchos de los que se han visto obligados a hacerlo, se encuentran todo el día empantanados con el trabajo y no consigue desacoplarlo de su vida privada.
Con las medidas autoritarias pasa un poco lo mismo: al final uno no sabe si se está protegiendo contra el virus o, simplemente, siendo disciplinado. Y, en el hogar, se funde todo en una densa amalgama de trabajo, vida privada, hipocondría y observancia de la ley.

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Desde el confinamiento de mi ventana. Herrera del Duque - 16 de Marzo, 2020

Por las calles del pueblo patrullaba el coche de la guardia civil, proyectando un pandémico mensaje a todos los vecinos. Se trataba de un audio pregrabado -con voz robótica- que se repetía una y otra vez:
-Se ruega a todos los vecinos que se encuentren en la calle, sin causa justificada, que vuelvan a sus hogares. Nos encontramos en un estado de alarma...
Estaba nublado, hacía un aire bastante desagradable. Las calles estaban desiertas -en esas circunstancias siempre suelen estarlo-. Algunos se asomaban al balcón y las ventanas para ver qué pasaba... No pasaba nada, solo el coche de la guardia civil, solo. Bajo un cielo gris que hacía aún más deprimente su color verde oscuro y más fantasmagóricas las luces azules de emergencia.

Desde luego, la imagen distópica no tenía nada que ver con las grandes ciudades futuristas a que nos tiene acostumbrados el cine, en películas como Blade Runner, 12 monos, Matrix, Soy leyenda...



viernes, 13 de marzo de 2020

Narraciones. De procesiones, urbes y coronavirus

Estaba tomando unas cañas con amigos. Que resulta forman parte de una de las cofradías del pueblo -esa clase de gente que, en Semana Santa, saca de las iglesias imágenes de vírgenes y cristos y las pasea solemnemente por las calles del pueblo-.
Eso es todo lo que yo sé de las cofradías. No es algo que nunca me haya interesado, aunque algunas veces sí que me paso a ver las procesiones. Resultan un espectáculo curioso, como de otra época, con música, autoridades... Y una oportunidad de encuentro con los forasteros que visitan el pueblo en esas fechas.

Pero para los cofrades es algo más serio. Después de todo, son un grupo de gente variopinta que debe planificar una actividad para exhibirla ante todos los vecinos del pueblo. Y, claro, tienen que organizarse.
Las calles del pueblo periódicamente se adecentan, reparan y someten a obras. Así que, una de las cosas que deben discutir y fijar es el recorrido de las procesiones para ese año.
Supongo que al montar un espectáculo así, lo que se pretende es contar una historia. En principio, la historia de Cristo en sus últimas semanas de vida. Pero la historia de Jesús ha sido siempre polémica. Hay quien la cuenta de forma rimbombante desde el Vaticano y, otros, de forma mucho más austera desde las parroquias a pie de calle. Por poner dos ejemplos enfrentados -que hay muchos más, porque durante dos milenios da tiempo a construir muchos relatos sobre su obra y vida-.

Así que, elegir las calles no debe ser tema trivial. No se cuenta lo mismo pasando con penurias por una calle estrecha y mal iluminada que haciéndolo por una amplia avenida, con chorritos, terrazas y luces de colores. Si a todo eso le sumas intereses personales, partidistas, piques con otras cofradías... ¡Menudo cirio!


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Zootopia es una película de animación destinada al público infantil.
La verdad que la imagen y la animación están muy, muy cuidados. Los colores y los movimientos de los personajes te encandilan desde el minuto uno.
Así que, se ha convertido en una de las películas favoritas de la mayor de mis hijas.


La historia también te atrapa, está llena de intrigas, pequeñas historias anidadas, saltos en el tiempo... Pero, para mí, tiene ciertos aspectos que no me gustan en absoluto:

El hilo conductor de la película es el deseo decidido de una conejita por convertirse en policía.
Con el montón de profesiones que existen en el mundo tienes que hacer que la protagonista de la historia sea policía??!!
Además, tratándose de una película que se llama "Zootopia" -aludiendo a "utopía"-, resulta difícil imaginar que sea necesaria la existencia de policía. Porque la policía no deja de ser una herramienta de control sobre cierta parte de la población, para que no se le ocurra perpetrar actos que atenten contra "los buenos" (los propietarios). En el fondo, una herramienta para sostener y defender los privilegios de unos pocos sobre el resto. Si fuera una sociedad realmente utópica, de iguales, basada en la racionalidad y el bien común ¿Por qué iba a ser necesaria la policía?

Otro de los pilares fundamentales en los que se asienta la película es que los animales han dejado de ser salvajes y viven en armonía en una gran ciudad, Zootrópolis  -el nombre que toma la película en España-. Herbívoros y depredadores han dejado de lado sus instintos naturales y sus actos son guiados por la más absoluta racionalidad -como si fueran humanos-. Pero la ciudad que describen no es diferente de una jungla: asentada en la desigualdad de barrios ricos, pobres, guetos... donde todos compiten contra todos. Una estructura imposible de sostener sin que unas reducidas élites se ocupen de administrar el poder. Es decir, una urbe donde el deseo, el instinto, el sadismo... en fin, lo irracional, dan forma a la sociedad.


Así que "Zootrópolis" me parece un título mucho más apropiado que "Zootopía". Porque no deja de ser una metrópolis, como las que conocemos hoy día, donde los habitantes son animales, en lugar de humanos.

También tiene algunos aspectos positivos.
No quiero hacer spoiler de la película, así que no voy a desvelar detalles relevantes del argumento. En cierto momento de la trama, surge la polémica de que los depredadores pueden llegar a ser peligrosos, y acaban siendo víctimas de cierto prejuicio social -no deja de ser un ingenioso giro que los depredadores sean víctima de los prejuicios de los herbívoros-. Un prejuicio que además surge, y es alentado, desde las autoridades y los aparatos de control de esa misma sociedad. Un tema de candente actualidad en nuestras sociedades occidentales, donde la precariedad, el individualismo y el estado de constante alerta hacen que surjan brotes xenófobos y racistas, al mínimo atisbo de cambio.
Y este aspecto, junto con el hecho de que la protagonista sea de género femenino, y no esté estereotipada como sexo débil, es lo más remarcable de la película.

Por lo demás, no deja ser una apología del orden establecido, de la vida en mega urbes como el culmen de la evolución, de la meritocracia individualista como esa idea de que con tu propio esfuerzo puedes llegar a ser lo que te propongas... Lo que viene siendo propaganda del estilo de vida americano. Un estilo de vida dañino para el planeta y la mayoría de la población.


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Cuando se cuenta una historia se hace siempre desde una determinada posición, y con unos determinados fines. Por ejemplo, las historias de las guerras las cuentan siempre los vencedores, con la intención de legitimar la victoria -también en un plano teórico-.
La historia de Jesús la contaron sus discípulos, no porque quisieran joder a la humanidad padeciendo mil miserias en la tierra, sino porque creían realmente que encontrarían recompensa en el reino de los cielos.

Hay muchas películas como Zootrópolis, producidas en EEUU por grandes compañías, que invierten enormes sumas de dinero en su producción, y recaudan beneficios aún mayores. El capital anda siempre en esas: queriendo justificarse y reproducirse, buscando difundir -como los discípulos de Jesús- su doctrina. Y lo envuelven todo en esos envases tan coloridos y atrayentes que nos deslumbran y nos hacen olvidar todo lo demás.


Solo con cierta distancia -situándonos en las fronteras- podemos tomar consciencia de nuestra posición y los fines que perseguimos. Solo así conseguimos ver que esas historias las cuentan otros y las cuentan contra nosotros. Historias que, además, se aprovecha para difundir en los momentos que somos menos críticos: en la infancia, durante el ocio...

Ahora ha surgido una pandemia de coronavirus. Un virus nuevo que, aunque no tiene consecuencias graves en individuos saludables, se extiende con gran rapidez por todo el mundo.
Y la amenaza de la enfermedad ha hecho que nuestras posiciones cambien, y también nuestros fines. Aunque sólo sea durante las pocas semanas que dure el estado de alerta.

Al inicio de la pandemia hemos sido racistas con los chinos, los hemos ridiculizado y cuestionado sus métodos para contener el virus. Cuando la amenaza se ha ido acercando, hemos tomado consciencia de que no estábamos a salvo de nuestros propias aversiones irracionales. Y, por ello, hemos mirado con recelo a los que de forma imprudente se salían de los principales focos de infección -las ciudades- para desplazarse a los pueblos.

No paran de surgir voces que cuestionan nuestro actual modo de vida: hacinados en grandes metrópolis, con unos hábitos de consumo obsesivo/compulsivos -que se han llevado hasta el ridículo en el desabastecimiento de supermercados con las primeras alertas de infección- y unas formas de ocio y trabajo basadas en el desplazamiento rápido y continuo entre las diferentes urbes -que han transformado en unas pocas semanas una enfermedad local en una pandemia global-.

La amenaza del coronavirus ha conseguido que bajen los desplazamientos, el precio del petróleo y  las emisiones de CO2 -todo lo que no han conseguido años de continuos mensajes de concienciación verde-. Resulta que la solución no estaba tanto en cambiar los combustibles fósiles por energías renovables, como en bajar el ritmo, desacelerar, decrecer...
También se nos dice que la contención del virus puede estar más en olvidarnos de nuestra individualidad y ser cooperativos, responsables y respetuosos para con los demás, que en acatar ciegamente medidas que van de arriba hacia abajo. Que una sanidad pública que atienda a todos por igual es la única forma de contener una enfermedad que viaja en los mocos de gobernantes y CEOS y que afecta por igual a ricos, mujeres, niños, pobres...

De repente, el coronavirus ha puesto en jaque todos los principios del neoliberalismo. Lo ha dejado desnudo. Y ha cuestionado todos sus fundamentos: sí, el beneficio económico es sólo eso, no tiene que ver con la necesidad, y mucho menos con la responsabilidad.

Rodalies de Barcelona - Febrero 2020