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jueves, 27 de enero de 2022

La Juliana

Hace unas semanas murió mi abuela. Fue una muerte anunciada. Se había degrado mucho en el último par de años -mental y físicamente-. Con sus casi 95 primaveras no fue un acontecimiento trágico. -Ya ha descansado la abuela - era la frase más repetida. Porque llevaba ya tiempo despidiéndose, apagándose, olvidándonos... Así que la familia nos reunimos en el tanatorio para no olvidarla a ella, para recordarla y revivir los buenos y malos momentos que habíamos compartido. 

En los pueblos se celebran mucho la vida y la muerte. La vida se celebra con alegría y, la muerte, con tristeza. En cierto modo responde a la idea de que: con una nueva vida se abre un mundo de posibilidades, de historias y aventuras que todos estamos deseosos de conocer y, en cambio, con la muerte, se cierra la novela. Una novela que, por corta que sea, siempre tiene segundas partes. Porque todos dejamos nuestra huella. 

Hay muertes que son tristes y otras no. En culturas no tan lejanas, la muerte es más una fiesta que un duelo -Coco es una película que ha cosechado mucho éxito-.

El caso de mi abuela fue una muerte más para celebrar que para estar dolidos. Tuvo una buena y larga vida: en su pueblo, rodeada de su familia... Quizá los últimos dos años: cuando el olvido le fue arrebatando nuestros nombres, cuando ya dejó de andar, cuando empezó con el pañal... se los podría haber ahorrado. -Que nos espere muchos años - Era otra frase que se repetía.

Hay situaciones en que resulta obvio que ya tocaba morirse y, en otras, resulta una contrariedad que nos destroza, que corta de cuajo planes de vida, proyectos... o, incluso, trastoca lo que dábamos por echo y con lo que nos sentíamos muy bien, realizados, plenos... Y, entre medias, hay una enorme escala de grises. Así que, para simplificar y evitar meteduras de pata, en nuestra cultura adoptamos la pose del dolor, siempre. 

Afortunadamente ya no se exige el luto a las mujeres -la pandemia lo ha puesto más fácil: igualmente hay que quedarse en casa, sin socializar-. Los que quedan vivos tienen que seguir adelante. Una vida suele estar entrelazada con muchas más y el hambre, el frío, las necesidades básicas y los deseos siguen apretando: no podemos recrearnos en el dolor -muy pocas personas pueden permitirse no ser productivas-. 

Una frase que repetía mucho mi abuela durante los últimos años en que se encontraba lúcida era "La vida es un engaño". Lo decía siempre muy seria, como si estuviera repasando mentalmente todas sus experiencias vividas durante ese instante. Lo decía con un sentido tragicómico: se le escapaba una lagrimilla, después lanzaba un suspiro y luego reía... Porque también tuvo sus buenos momentos. 

 

Yo no creo que haya nada después de la muerte, más allá de las segundas partes que se siguen escribiendo cuando nos vamos, los recuerdos que despertamos, los proyectos que dejamos...

"Siempre hay por quién vivir y a quién amar.
Siempre hay porqué vivir, porqué luchar.
Al final las obras quedan, las gentes se van.
Otros que vienen las continuarán...
"
La vida sigue igual - Julio Iglesias

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Los últimos años mi abuela iba a misa. Decía que para sentirse acompañada: no hay muchas más ocasiones de reunión para las mujeres ancianas en los pueblos -los hombres sí tienen el bar-. 

Supongo que cada uno busca un sentido a la vida: acumular riqueza, huir del trabajo, la espiritualidad, los placeres físicos, viajar, conocer, reír, llorar, amar... Yo creo que mi abuela encontró el sentido en esa frase tragicómica suya "La vida es un engaño": el engaño de la Guerra Civil, de la represión, el hambre y la abundancia, el matrimonio, la emigración a París, el emprendimiento de un pequeño negocio, las hijas, el hijo, las nietas, biznietos, la casa nueva, los viajes del IMSERSO, los días de campo, las tertulias, los cumpleaños... La vida "como una serpiente de dos cabezas que, mientras una te muerde, la otra te besa".

miércoles, 14 de marzo de 2018

¿Qué dinero! ¿Qué trabajo! Ni qué niño muerto!

Cuanto más dinero tenemos más seguros nos sentimos ante cualquier posible adversidad, también nos dispone más lujos y comodidades. Pero no es suficiente tener dinero, además queremos estar frescos, despiertos y ávidos para conseguir cada vez más cantidad: porque el dinero se agota y la vida sigue. Y, aunque nuestra vida se agote, la de nuestros seres queridos sigue adelante. Así que, nos gustaría dejarles el respaldo de nuestros bienes, para que supla la ayuda que podríamos haberles prestado en vida.
El dinero se convierte en objeto de deseo, y dedicamos gran cantidad de horas a conseguir cada vez más, sin que haya un consenso de cuánto es el máximo del que una persona puede disponer, o el mínimo imprescindible para ser feliz. Porque al final se trata de eso: de ser feliz, de gozar de libertad...

El dinero condiciona absolutamente nuestra vida, sin embargo, cada vez tiene un carácter más abstracto: una serie de números almacenados en una cuenta bancaria. Y, al tratarse de algo tan etéreo, necesita de altas dosis de tecnología (para impedir falsificaciones) y burocracia (para mantenerlo en los circuitos estadísticos de la economía capitalista).
Ya no es como la enorme hucha del Tío Gilito, llena de billetes y monedas de oro... Un lugar donde relajarse, nadando entre papeles impresos con caras de presidentes y contando cada centavo.

Pero el capitalismo necesita trabajadores. Los trabajadores se caracterizan porque solo pueden acceder al dinero a costa de su tiempo y sus habilidades. Tener un trabajo, en la mayoría de los casos, te garantiza una mínima cantidad monetaria para comprar comida, vivienda, transporte, cuidar unas mascotas, hijos... Cuánto más bajo y duro sea tu trabajo: más pendiente estarás de cubrir esas necesidades básicas y menos tiempo tendrás para ser feliz y llevar a cabo tus proyectos de vida (u otros mundos posibles).

Trabajo, dinero,  necesidades básicas, seguridad... ¿Y la realización personal? Podría conseguirse siempre que tu idea de realización personal se enmarque en este esquema. Lo que suelen decir todas esas teorías de autoayuda, motivacionales: -Busca un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida.-
Pero aquí subyacen dos ideas contrapuestas:
Que existen personas que no trabajan y que, además de tener sus necesidades básicas resueltas, pueden dedicar todo su tiempo al ocio (o proyectos personales).
Que el trabajo, en general, es una carga, una lucha constante por la supervivencia. En un mercado laboral donde, además, existe un exceso de demandantes de empleo.

El buen funcionamiento de las sociedades actuales se basa en este esquema de trabajo/dinero. Aunque se trate de un trabajo que guste, siempre se han de realizar tareas que no satisfacen: porque el dinero acarrea burocracia y, además, está en manos de otro, al que hay que complacer para conseguirlo. No importa si eres ingeniero de la NASA o redactor freelance, siempre hay que prostituirse. Siempre queda un cierto malestar... A menos que tu fin último sea el dinero, conseguir cada vez más.

Amasijo de orugas arrastrándose por el suelo en La Siberia extremeña


Andaba yo mirando a mi hija de 11 meses, en uno de sus momentos de alegría y juego. Obviamente, ella no sabe nada de dinero, trabajo, convenciones sociales ni está influenciada por los medios de comunicación. E intentaba escudriñar en ella qué la hacía feliz, qué la hacía seguir adelante, en una vida tan aparentemente sin sentido: totalmente dependiente (ahora comienza los intentos para alzarse sobre sus dos pies), sin hablar ni poder elegir su comida... En una vida que, a los adultos, en ocasiones, se nos hace demasiado larga, demasiado dura. Nunca he conseguido ver en ella ese hastío, todo lo contrario: se la ve feliz cuando juega, explorando el mundo que la rodea, mordiendo, tocando, arrastrándose... ¡Rebosa vitalidad! Incluso cuando llora desconsoladamente porque hay algo que la molesta o no consigue lo que quiere. Sí, vive intensamente, sin grandes lujos ni artificios.

Jugar, explorar... Parece que en la edad adulta se transforman en: competir, catalogar... Mucho más estresante y aburrido. Será que, al crecer, se nos queda todo mucho más pequeño y necesitamos ir cada vez más lejos. Necesitamos colaborar, apoyarnos en los demás... Pero, en algún momento, hubo alguien al que no le apetecía dialogar, o participar en proyectos colectivos para ampliar el mundo conocido, y decidió imponerse con violencia, someter a los demás para que trabajaran en su proyecto personal.

Someter a los otros es también tarea ardua, hay que estar continuamente pendiente, sofocando revoluciones, ejerciendo represión... obligaciones bastante fastidiosas que, además, no acaban nunca, porque los sometidos pueden identificar fácilmente a su enemigo, tomar conciencia de clase, organizarse y guillotinar al Rey!
Resulta mucho más efectivo, y menos engorroso, organizar estos "juegos del hambre". Donde los individuos competimos en el mercado para materializar proyectos ajenos, a cambio de un dinero apremiante y un ocio extraño (consistente en vivir de forma efímera el ideal burgués). Gozamos de cierta autonomía y libertad. Mantenemos afiladas nuestras herramientas de trabajo, en la lucha por la supervivencia, a la espera de una oportunidad que nos permita avanzar en la propia estructura de poder que nos somete.
En este ajetreo máximo, ya no sabemos para qué trabajamos o si, en nuestros juegos de infancia, existía la idea de ampliar nuestro mundo conocido en otras direcciones. Donde nuestra felicidad y curiosidad no compitieran ni restaran a la de los demás.
Otro mundo posible, donde los niños sigan siendo vitales y sus cadáveres no se afanen pesadamente en conseguir un puñado de dólares.

lunes, 12 de septiembre de 2016

El Olivo, ecologismo y hormigas atrapadas en la miel

"El olivo" es una película dirigida por Icíar Bollaín. Está bien. Pero, si por algún tipo de magia negra, aparecieras en escena, sabrías de inmediato que estás dentro de una película... el lenguaje del cine, los gestos, la pose... es quizá demasiado obvio, exagerado... Y eso te hace sentir un tanto soso, impasible... Hay escenas prescindibles y personajes que no parecen encajar del todo.
Pero, la historia en sí, es muy interesante y te atrapa. Es un reflejo de la sociedad española en los años en que todo iba "bien"?: la economía crecía, la gente se endeudaba sin miedo, se construían muchas casas... Hasta que llegaron las casas sin gente y la gente sin casa... Todo iba "bien" para los que jugaban al capitalismo arrasando el mundo de siempre -el que guarda y cuida la tierra, el inframundo de las raíces...-
Pero ese inframundo también necesita que su relato sea contado desde el lenguaje del cine. Un lenguaje histérico, explícito, alegre, banal, onírico...
Quizá un economista o un tecnólogo no tengan ni la menor idea de cómo será el mundo dentro de 2000 años -seguramente imaginarán un Mundo apocalíptico-. Los olivos de la película saben cómo era el Mundo cuando el Imperio Romano se extendía hasta la península Ibérica... El progreso puede ser bastante ácido, corrosivo, destructivo... Como lo es el traumático trasplante de "El olivo": cortar ramas y raíces para encajarlo en un macetero y llevarlo al hall de una gran empresa, que quiere transmitir una imagen verde, sostenible.

Plantea la película, entre otros, el problema de la propiedad del terreno. Hay muchos modelos de propiedad en la actualidad. Pero, normalmente, el que adquiere la propiedad se siente dueño de lo que hay en ella: árboles, animales, ríos, charcas... En un contexto capitalista es muy difícil hacer llegar la idea de que lo que hay en un territorio transciende la vida humana: que es necesario para que la vida humana exista tal como la conocemos y que destruir o alterar, destruye y altera también nuestra forma de vida... Es la lucha ecologista que viene perdiendo batallas desde sus inicios en el siglo pasado. En grandes escenarios como las selvas tropicales, arrecifes coralinos, los polos...
Aunque estas batallas también transcurren en pequeños escenarios. Y hay algunos de ellos donde las batallas se ganan: por ejemplo en las zonas rurales donde se practica una agricultura y ganadería familiar.
Yo he vivido durante años en un pueblo, donde no existen una agricultura o ganadería industrial, sino que tiene más bien un carácter familiar, o como complemento a otros ingresos.
Los ganaderos y agricultores son crueles, no les tiembla el pulso con el cuchillo o la motosierra. Pero, el que tiene olivos, los cuida y quiere tener una gran producción. Al igual que quien tiene ovejas quiere que sus corderos crezcan sanos y se alimenten de la hierva del campo -porque es comida gratis-...
Otra cosa es que se los seduzca con venenos o especies exóticas, se atemorice con plagas, se presione económicamente para aumentar los rendimientos o se minusvalore y denigre su trabajo porque es algo físico -olvidando el gran conocimiento del medio que es necesario, un conocimiento no formalizado, transferido a menudo por imitación, sin seguir el afamado método científico-. Es por eso que digo que aquí la batalla ecologista se ha ganado, porque el que vive del campo quiere conservarlo, porque vive el campo, lo Ama... Una de las mayores amenazas que sufre este microcosmos, es el ninguneo de sus profesiones, casi siempre marginadas -por embrutecidas: paletos e ignorantes-, apartadas de los organismos de poder, víctimas de políticas estatales o europeas que están sometidas a intereses totalmente fuera del control de la población local.

Es lo que le ocurre al anciano que no quiere vender su olivo, porque ese olivo no es suyo... Él se queda con la producción del árbol, a cambio de cuidados. El olivo lleva en ese terreno más de 2000 años y ha visto pasar infinidad de familias a recoger sus aceitunas... ¿Qué derecho tiene nadie a arrancarlo o cortarlo? No es sólo una cuestión de hippies verduleros... es una cuestión que afecta nuestra forma de vida, nuestro ser en el Mundo -al que hemos ido adaptándonos durante millones de años-. Un Mundo que nos ha modelado, que sentimos con nuestra piel, respiramos, bebemos, comemos, vemos... ¿Qué necesidad hay de venderlo por intereses pasajeros? ¿Qué necesidad hay de sacrificarlo en el altar del progreso?


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Estas hormigas surgieron de su inframundo para quedar atrapadas en un bote de miel mal sellado. El escenario era dantesco: Los cadáveres, casi intactos, flotaban en el líquido ambarino mientras los insectos vivos seguían hundiendo sus mandíbulas en la dulce muerte.
A mí no me importaba un carajo el destino de esos bichos, sólo quería un poco de miel para endulzar mi café. Eché los cadáveres a un lado y conseguí una cucharada limpia de hormigas.

domingo, 3 de marzo de 2013

Poesía de la sangre caliente


El subconsciente no paraba de enviar mensajes
y la razón que no daba a bastos...
a pasar su filtro exhaustivo.

El cuerpo lleno de energía,
ejecutando inconsciencia.
Así,
todos decían:
que estaba loco!...
perdido.

Ciertamente era arriesgado,
pero ciertamente cierto.
¡Qué suerte tener un subsconsciente tan espabilao!
en la realidad arraigado.
¡Qué fortuna tener una vaga consciencia,
lenta...
siempre llegaba a destiempo,
cuando en pleno salto al vacío
trataba de mantener el vuelo.

Era agradable sentirse intuitivo,
sin miedo, sin medio,
sin mediar los temores, los cálculos.
Claro que...
Había calculado mucho.
Los circuitos estaban grabados,
establecidos,
hardcoded
en un cerebro infestado
de imágenes psicodélicas,
canciones techno-punk,
comandos "invertidos",
rimas en asonante,
códigos abiertos,
pulsiones castradas,
violencia sublimada.

Pintaba paisajes y
paisanajes...
manchados de sangre.

Como Heráclito:
veía vida y muerte
por todas partes,
continuamente,
en fluir eterno.
Jamás volverás a nadar en el mismo rio!-
Esa menstruación habrá huido,
y la diarrea será moñigo.

No habrá otra oportunidad,
los demás no te dejarán:
Te invitarán a visitar sus celdas,
sus tumbas adornadas de flores
y aromas inflamables,
metales brillantes,
muy valiosos y codiciados
por el resto de cadáveres
tremulantes.

Sí, tenía mucha suerte:
de amar y ser amado.