jueves, 12 de mayo de 2022

Peloche del río y la bandera azul

Ayer nos enteramos de que la playa de Peloche, junto con la de Puerto Peña y unas cuantas más de la cuenca del Guadiana -en la provincia de Badajoz-, habían obtenido la bandera azul. Todas ellas playas situadas en embalses de agua -pantanos-.

A muchos nos sorprendió la noticia, porque el referente que manejamos de playa de interior con bandera azul es Orellana. Una playa que está realmente bien, con gran cantidad de instalaciones y servicios para el ocio -puedes pasar un día completo y agradable sin salir del entorno-. Además, dispone de un agua bastante limpia, con unos niveles muy regulares -al encontrarse situada muy cerca de la cabeza de presa-. El agua se renueva a menudo, puesto que se utiliza para regar todas las Vegas Altas del Guadiana -que arrancan en Orellana- y que es la finalidad última con la que se creó todo este sistema de estrangulación y regulación del río. A esta playa acude gran cantidad de gente de todas las localidades cercanas. En temporada alta -Julio y Agosto- casi podríamos decir que se encuentra masificada. 

Lo primero que se me ocurrió pensar es que debían haber rebajado mucho los requisitos para obtener el calificativo de bandera azul -me voy a centrar en la playa de Peloche que es la que más conozco pero, seguramente, el análisis tenga puntos en común con algunas de las otras-.
Bien, esta playa no tiene la mejor de las ubicaciones: es una cola que ocupa el cauce de un arroyo -el Pelochejo- que se seca en verano y donde vierten las aguas sucias -ya depuradas- algunas localidades como Herrera. Así que, el agua no suele estar precisamente cristalina, depende mucho de las corrientes de aire y de cuánta gente haya en la orilla removiendo el fondo. Además, se encuentra en un pantano utilizado para regular el de Orellana, con lo que los niveles varían continuamente en plazos de días, más a lo largo del verano, que es cuando se riega en las Vegas del Guadiana, y más ahora que el agua embalsada en todo la cuenca es realmente escasa -este año se ha restringido la siembra de arroz, maíz y tomate, considerados los cultivos de mayor consumo de agua-.

A mí me gusta mucho bañarme en la playa de Peloche. Mis padres me llevaban de pequeño y ahora mis hijas lo siguen disfrutando. Y no sólo la playa de hormigón, cualquier rincón lleno de pizarras o barro también nos viene bien. Me parece un lugar paradisíaco. Pero también sé reconocer que mucha gente no lo ve así. Cuando llevas a alguien de fuera le suele dar asco. Se quedan sentados en la orilla mirando como retozas en las turbias aguas mientras se abrasan el trasero en el cemento -no soy tan mala persona y los llevo a últimas horas de la tarde, que es cuando mejor se está y, al menos, pueden disfrutar de unas puestas de sol realmente únicas-.
Incluso a la mayoría de gente de Herrera le da asco ese agua, muy pocos vamos allí a bañarnos. De hecho, si te das un paseo por Google Maps, verás que Herrera está trufado de piscinas particulares. La gente realiza verdaderos sacrificios por construirse y mantener una, teniendo la playa a pocos kilómetros e, incluso, dos piscinas municipales en la localidad -una de ellas cubierta-. 

La playa de Peloche, en el entorno del Espolón, se lleva construyendo desde hace décadas. El ayuntamiento empezó echando un poco de hormigón para facilitar el baño -así podías meterte sin las cangrejeras- y, progresivamente, se ha ido echando más hormigón, plantando árboles, ampliando el chiringuito, creando merenderos, arreglando el paseo hasta el Peloche de las casas... Las zonas de ocio del pueblo -el parque, la pista multideportes y la de futbol- se proyectan hacia la playa. Pareciera que todo se hacía para que los habitantes de Peloche y Herrera -y los forasteros que acudían a veranear- disfrutaran el entorno y tuvieran alternativas de ocio en unos meses que resultan especialmente aborrecibles -por lo desorbitado de las temperaturas-. Una mentalidad muy de los 80's y 90's. 

Pero la mentalidad de las capas dirigentes ha cambiado. Si antes todo se proyectaba hacia adentro -hacer más cómoda la vida de los que están aquí, o tienen vínculos directos con la zona-, ahora se proyecta hacia afuera: atraer a potenciales turistas que traigan divisas y generen trabajos precarios que nos permitan subsistir en la zona. La cosa se ha puesto jodida.
Esas capas organizativas y dirigentes de nuestros municipios se encuentran continuamente mirando al exterior, como si fueran el departamento de marketing de una empresa en crecimiento, tratando de proyectar una imagen seductora: de naturaleza virgen, biodiversidad y europeidad. Una imagen que nos resulta extraña, que incluso genera rechazo entre los que habitamos el territorio, entre los que mantenemos relaciones de interdependencia o vínculos emocionales con el mismo. Una suerte de contradicción que confronta con los deseos y anhelos de prosperidad económica que también nos asaltan.

Esa contradicción se apuntala en las condiciones materiales de los que habitamos el territorio. Unas condiciones materiales que añoran ese poner el foco en nosotros mismos, en nuestras propias alternativas para el ocio y disfrute: parques infantiles, zonas arboladas, lugares de reunión, fiestas, tradiciones, playas para los vecinos... Un retorno a una idealizada comunidad rural en que los niños jugaban sin peligro en la calle. La bandera azul está muy bien, pero no nos engañemos, es todo lo contrario a ese pasado idealizado: es un distintivo hacia afuera, un reclamo turístico... Una fantasía, un sueño húmedo quizá... Porque, como hemos apuntado antes: la situación de la playa no es la más idónea para quien venga a darse un baño de realidad en las turbias aguas de Julio y Agosto. Peloche no es Orellana -aunque las imágenes que se están difundiendo puedan hacértelo creer-. 

Peloche es un lugar maravilloso, casi mágico... Y debería tener su sello distintivo, pero creo que la bandera azul puede defraudar las expectativas de mucha gente: es un lugar remoto, mal comunicado y hay que hacer un esfuerzo considerable para acceder a él; no puede ocurrir que te encuentres el agua por debajo del cemento, el arrecife de algas, las sanguijuelas... y un señor que te pide dos euros por ocupar un recuadro de hormigón. 

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También es verdad que tengo serias dudas de que toda esta inversión de dinero público hacia afuera esté teniendo algún tipo de tasa de retorno -que realmente esté generando unos beneficios económicos superiores a los que se tendrían invirtiendo hacia adentro-. Porque sabemos, por otras experiencias a lo largo del litoral de la península, que el turismo genera trabajos precarios, desigualdad y contradicciones sociales -como puede ser: tener unas flamantes instalaciones de cara al visitante, mientras colegios, u otras infraestructuras básicas, se caen a trozos-. El visitante viene un día o dos y se lleva una grata experiencia. Pero el precio lo pagan los que se quedan aquí sosteniendo la proyección de una imagen que resulta dulce hacia afuera y amarga hacia adentro. Reforzando así el imaginario juvenil de convertirse también en turista de su tierra -emigrar-.

Foto tomada en la playa de Peloche - Junio 2016


lunes, 2 de mayo de 2022

Cambiar de trabajo

Llevo unas semanas de tensión total con lo del cambio de trabajo. Di los 15 días laborables de preaviso y no debería haberlo hecho: porque apenas tenía asuntos pendientes debido al cambio de proyecto al que me habían destinado recientemente... Bueno, más que un cambio de proyecto, era un cambio de compañía en toda regla: con gente nueva, en países dispersos por el mundo, con tecnologías diferentes a las que venía utilizando... Pero en las mismas condiciones -salario- de siempre. Así que ahí llevo unas semanas prolongando la agonía, resolviendo dudas a los que heredan los proyectos que llevaba y escuchando alguna que otra poco motivadora contraoferta.

Ahora hay muchas empresas tecnológicas anglosajonas buscando mano de obra fuera de sus territorio -supongo que les sale más barato que contratar nativos-. La compañía multinacional para la que trabajaba había adoptado otra estrategia: compraba empresas por todo el mundo para disponer de sus trabajadores. En realidad, puede ser una buena oportunidad para todos: la compañía anglosajona consigue trabajadores baratos y, estos, adquieren la experiencia para dar el salto al nuevos mercados... Con lo que en pocos años los salarios se equilibrarían y todo quedaría perfectamente globalizado.

Creo que cuando era más joven no me afectaba tanto lo de los cambios. Todo era algo provisional... Aún lo veo así: trabajas unos años en un sitio, luego te vas a otro -o te ves obligado a irte-. Y así vas completando tu CV... Hasta que ya no puedes más y te jubilas o mueres. No se parece en nada a los puestos que deseaban nuestros padres: con una estabilidad, solidez y beneficios que se iban consolidando e incrementando cada año que pasabas en la misma compañía. Entre los trabajos cualificados parece que sólo el funcionariado sigue apostando por esa fórmula. El resto se ha precarizado sobremanera. Las grandes empresas se dividen, subcontratan... y también presionan a los gobiernos para que relajen las leyes que les hacen tener obligaciones para con sus trabajadores. Los vínculos entre las empresas y empleados se debilitan, favoreciendo la rotación. Muy apropiado para estos tiempos líquidos donde todo fluye muy deprisa, donde tecnologías novedosas pasan a estar obsoletas en un puñado de años. 

Las empresas, como organismos deseantes y cambiantes, se mueven buscando los mayores beneficios, el crecimiento, el lujo, la sensualidad... Los trabajadores sólo somos el medio para conseguir sus fines -una incomodidad necesaria-. Aunque, en ocasiones, se realizan intentos por atraer a los empleados a esas dinámicas del deseo: vestir elegante, oficinas chulas o lujosas, viajes, gente joven...

Estaba acomodado, absurdamente atado a la disciplina de mi antigua compañía. Conocía el producto, la gente... Tenía un cierto vínculo con mis compañeros. Pero no estaba ahí por el deseo. Me estaba convirtiendo en un ente pasivo, temeroso del mundo exterior, de los jefazos... Mi confianza en mí mismo caía... Y tampoco me estaba ayudando a conseguir mis objetivos personales: la filosofía, la familia, escribir, el campo, la fotografía... El trabajo me daba bajón y, además, estaba incurriendo en ciertos comportamientos viciosos -las redes sociales-, que en nada ayudaban a mi bienestar y, mucho menos, al desarrollo de mi eficiencia -en cualquier ámbito que implicara estar a solas con una pantalla-. Tenía que salir de ahí. Ese trabajo me hacía viejo. Todo el rato hablando en inglés con desconocidos a los que no importas lo más mínimo, serio, sin bromear... Aquel cambio de proyecto fue el remate final, el impulso que necesitaba para dar el salto.

La pandemia ha cambiado muchas cosas, una de ellas es lo del teletrabajo, que se ha generalizado en mi ámbito profesional. Ya no soy el bicho raro. Las empresas buscan gente que quiera trabajar en remoto. Para mí, ha sido una suerte la pandemia.

El cambio me hace ilusión, lo deseo... Y no sé si me acabaré adaptando a las nuevas formas de trabajo... Parece todo muy happy flower en esta nueva empresa. Pero también he perdido el miedo a buscar empleo, ya sé que existe demanda. Hace años que debiera haber hecho este ejercicio. Es un torbellino de emociones: buscar ofertas, actualizar el CV, hacer entrevistas, reflexionar sobre lo que te gusta y lo que no, lo que has hecho todos estos años, cómo te ves en el futuro... Sentirse joven, atractivo y capacitado otra vez -o todo lo contrario cuando no aparecen ofertas, la entrevista sale mal...-. Sentir que el destino no está cerrado, que aún dispongo de cierta autonomía frente a la necesidad de un empleo -ingresos-.