lunes, 19 de marzo de 2018

Lo siniestro de las encinas centenarias y referentes cinematográficos


Decía Freud que "lo siniestro causa espanto precisamente porque nos es familiar". Y tiene tremendo valor estético: lo oscuro, violento, sangrante... David Lynch lo explota muy bien en sus películas.


Como esta visceral escena de la anciana: horrorizada ante los pies cercenados de sus compañeras.

Dehesa de Herrera del Duque atropellada por el nuevo tramo de circunvalación hacia el polígono industrial.

Ni Leatherface hubiera desatado tanto ensañamiento en una matanza fuera de Texas.

En una de las escenas de "Inland Empire", el celoso e influyente marido de Nikki advierte al apuesto Devon:
"Hay consecuencias para cada acción. Y, sin duda, también hay consecuencias para las malas acciones. Y serán oscuras e inevitables. ¿Por qué hay necesidad de sufrir?"

Pero el miedo a lo desconocido no nos paraliza, y continuamos con nuestra obra: arrasamos montes, asfaltamos caminos, quemamos nidos, construimos fronteras, oprimimos al pobre, marginamos al diferente y generamos millones de kilovatios de Electricidad... Nada consigue saciar nuestra ansia de expansión.
Y no es que desde este blog tengamos nada en contra de la Electricidad. Pero resulta muy poético reparar en toda esa energía, desplazándose por los campos... hasta llegar a las tomas de nuestros hogares.
Será por ello que en la tercera temporada de Twin Peaks, la Electricidad, juega un papel fundamental. Algo así como la puerta de la caja de Pandora. Parcialmente controlable si la mantienes cerrada. Pero, al abrirla, todos los males se escapan irremediablemente y se esparcen por el Mundo entero, en una gran explosión termonuclear.

"Así y todo, existe la magia". Es mágico que estas encinas centenarias se mantengan en pie, en un terreno tan duro y seco. A pesar de nosotros -y las heridas que infligimos-, a pesar de que con nuestro ganado no dejamos que sus retoños levanten un palmo del suelo. A pesar de que no nos tiembla el pulso para acabar con estos árboles -catedrales vivas-, que ya estaban ahí antes que nuestros abuelos vinieran al mundo.
Quizá, si hablasen, podrían contarnos historias tan increíbles como la del replicante Roy, en Blade Runner, justo antes de morir:
-"Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas en la lluvia..."

Twin encinas en dehesa de Herrera del Duque

Pero lo siniestro se nos ha vuelto demasiado familiar. Ya es solo un aspecto más de lo cotidiano, como los inmigrantes que se ahogan en el mar, las guerras en oriente próximo o los ensayos nucleares en el Pacífico... Si esos son nuestros referentes ¿Por qué habría de dolernos el grotesco cadáver de una encina, con las ramas por los suelos y las raíces clamando al viento?
Quizá no nos duele porque nos creemos a salvo de nuestra propia falta de escrúpulos. Pero "hay consecuencias para cada acción..." y nuestra ciencia y tecnología no parecen suficientes para eludir los oscuros efectos.

miércoles, 14 de marzo de 2018

¿Qué dinero! ¿Qué trabajo! Ni qué niño muerto!

Cuanto más dinero tenemos más seguros nos sentimos ante cualquier posible adversidad, también nos dispone más lujos y comodidades. Pero no es suficiente tener dinero, además queremos estar frescos, despiertos y ávidos para conseguir cada vez más cantidad: porque el dinero se agota y la vida sigue. Y, aunque nuestra vida se agote, la de nuestros seres queridos sigue adelante. Así que, nos gustaría dejarles el respaldo de nuestros bienes, para que supla la ayuda que podríamos haberles prestado en vida.
El dinero se convierte en objeto de deseo, y dedicamos gran cantidad de horas a conseguir cada vez más, sin que haya un consenso de cuánto es el máximo del que una persona puede disponer, o el mínimo imprescindible para ser feliz. Porque al final se trata de eso: de ser feliz, de gozar de libertad...

El dinero condiciona absolutamente nuestra vida, sin embargo, cada vez tiene un carácter más abstracto: una serie de números almacenados en una cuenta bancaria. Y, al tratarse de algo tan etéreo, necesita de altas dosis de tecnología (para impedir falsificaciones) y burocracia (para mantenerlo en los circuitos estadísticos de la economía capitalista).
Ya no es como la enorme hucha del Tío Gilito, llena de billetes y monedas de oro... Un lugar donde relajarse, nadando entre papeles impresos con caras de presidentes y contando cada centavo.

Pero el capitalismo necesita trabajadores. Los trabajadores se caracterizan porque solo pueden acceder al dinero a costa de su tiempo y sus habilidades. Tener un trabajo, en la mayoría de los casos, te garantiza una mínima cantidad monetaria para comprar comida, vivienda, transporte, cuidar unas mascotas, hijos... Cuánto más bajo y duro sea tu trabajo: más pendiente estarás de cubrir esas necesidades básicas y menos tiempo tendrás para ser feliz y llevar a cabo tus proyectos de vida (u otros mundos posibles).

Trabajo, dinero,  necesidades básicas, seguridad... ¿Y la realización personal? Podría conseguirse siempre que tu idea de realización personal se enmarque en este esquema. Lo que suelen decir todas esas teorías de autoayuda, motivacionales: -Busca un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida.-
Pero aquí subyacen dos ideas contrapuestas:
Que existen personas que no trabajan y que, además de tener sus necesidades básicas resueltas, pueden dedicar todo su tiempo al ocio (o proyectos personales).
Que el trabajo, en general, es una carga, una lucha constante por la supervivencia. En un mercado laboral donde, además, existe un exceso de demandantes de empleo.

El buen funcionamiento de las sociedades actuales se basa en este esquema de trabajo/dinero. Aunque se trate de un trabajo que guste, siempre se han de realizar tareas que no satisfacen: porque el dinero acarrea burocracia y, además, está en manos de otro, al que hay que complacer para conseguirlo. No importa si eres ingeniero de la NASA o redactor freelance, siempre hay que prostituirse. Siempre queda un cierto malestar... A menos que tu fin último sea el dinero, conseguir cada vez más.

Amasijo de orugas arrastrándose por el suelo en La Siberia extremeña


Andaba yo mirando a mi hija de 11 meses, en uno de sus momentos de alegría y juego. Obviamente, ella no sabe nada de dinero, trabajo, convenciones sociales ni está influenciada por los medios de comunicación. E intentaba escudriñar en ella qué la hacía feliz, qué la hacía seguir adelante, en una vida tan aparentemente sin sentido: totalmente dependiente (ahora comienza los intentos para alzarse sobre sus dos pies), sin hablar ni poder elegir su comida... En una vida que, a los adultos, en ocasiones, se nos hace demasiado larga, demasiado dura. Nunca he conseguido ver en ella ese hastío, todo lo contrario: se la ve feliz cuando juega, explorando el mundo que la rodea, mordiendo, tocando, arrastrándose... ¡Rebosa vitalidad! Incluso cuando llora desconsoladamente porque hay algo que la molesta o no consigue lo que quiere. Sí, vive intensamente, sin grandes lujos ni artificios.

Jugar, explorar... Parece que en la edad adulta se transforman en: competir, catalogar... Mucho más estresante y aburrido. Será que, al crecer, se nos queda todo mucho más pequeño y necesitamos ir cada vez más lejos. Necesitamos colaborar, apoyarnos en los demás... Pero, en algún momento, hubo alguien al que no le apetecía dialogar, o participar en proyectos colectivos para ampliar el mundo conocido, y decidió imponerse con violencia, someter a los demás para que trabajaran en su proyecto personal.

Someter a los otros es también tarea ardua, hay que estar continuamente pendiente, sofocando revoluciones, ejerciendo represión... obligaciones bastante fastidiosas que, además, no acaban nunca, porque los sometidos pueden identificar fácilmente a su enemigo, tomar conciencia de clase, organizarse y guillotinar al Rey!
Resulta mucho más efectivo, y menos engorroso, organizar estos "juegos del hambre". Donde los individuos competimos en el mercado para materializar proyectos ajenos, a cambio de un dinero apremiante y un ocio extraño (consistente en vivir de forma efímera el ideal burgués). Gozamos de cierta autonomía y libertad. Mantenemos afiladas nuestras herramientas de trabajo, en la lucha por la supervivencia, a la espera de una oportunidad que nos permita avanzar en la propia estructura de poder que nos somete.
En este ajetreo máximo, ya no sabemos para qué trabajamos o si, en nuestros juegos de infancia, existía la idea de ampliar nuestro mundo conocido en otras direcciones. Donde nuestra felicidad y curiosidad no compitieran ni restaran a la de los demás.
Otro mundo posible, donde los niños sigan siendo vitales y sus cadáveres no se afanen pesadamente en conseguir un puñado de dólares.