miércoles, 22 de abril de 2020

Infancia: privilegios, deberes y alfabetización tecnológica en tiempos de coronavirus

El gobierno anunció que iba a dejar salir de casa a niños y niñas, acompañadas por sus padres y/o madres -manteniendo siempre el distanciamiento social-. El gobierno demuestra así su preocupación por el bienestar de esos "vectores asintomáticos de transmisión" que llamamos niñxs.

Resulta un tanto contradictorio el modo como tratamos a los menores en nuestra sociedad. Por un lado intentamos protegerlos del mundo de los adultos: del embrutecimiento del trabajo, de las adicciones en que nos recreamos -internet, alcohol, televisión, drogas, pornografía...-. Y, por otro, nos esforzamos en que reproduzcan y alimenten el sistema social del que los protegemos: los adiestramos en las habilidades que estimamos más exitosas, los castigamos y recompensamos para que sean obedientes a la autoridad, canalizamos su creatividad para que se centren en las actividades más demandadas y puedan convertirse en personas de provecho...

Depositamos todas nuestras esperanzas en la infancia, en su capacidad para  construir un mundo mejor. Pero la entrenamos para que siga reproduciendo nuestros mismos vicios.
Esto se ha puesto de manifiesto, especialmente, con el transcurrir de la crisis del COVID-19. Al inicio, surgió la imperiosa necesidad de proteger a niños y niñas. Y, rápidamente, se suprimieron las clases presenciales y se les confinó en sus hogares. Pero no podíamos permitir que perdieran ni un día de su formación, y las clases continuaron en las casas -cada uno dentro de sus posibilidades-.

Se habla de cruenta guerra contra el virus, de tiempos excepcionales, la peor crisis después de la Guerra Civil... Pero las clases y las evaluaciones deben continuar. No sea que reparemos en que la formación de los hijos la pueden llevar a cabo los propios progenitores -siempre y cuando no se vean apremiados a  trabajar de sol a sol para conseguir el dinero-.
Sí, echamos de menos la función de guardar niñxs que cumplían los colegios. Echamos de más a los profes cargando de tediosas tareas a unas familias que, en muchos casos, siguen trabajando y, además, han de hacerse cargo de impartir los contenidos curriculares que dicta el BOE. Todo para que los chavales alcancen los estándares de calidad que exigen los estados. No todos podemos ser médicos, jueces o abogados, así que, hay que poner notas y establecer cortes para que, desde la más tierna infancia, se defina la clase social que cada uno hemos de ocupar. Esta tarea de selección no puede parar.


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No es lo mismo estar confinado en una casa con patio, huerto y animales, que estarlo en un piso de 60m2 con varias hijas, quizá alguna abuela, y ningún perro. No es lo mismo que exista una relación afectuosa entre los que habitan la casa a que existan diversos tipos de violencia. Vamos que, hay un montón de causas por las que los mayores de edad también pueden necesitar el salir de casa, aunque solo sea por despejarse y gozar de algo de intimidad o independencia. Pero lo importante son los niños...

Yo tengo hijas y me parece genial que las permitan salir, así yo también puedo :-) Aunque yo las veo muy felices en casa, no parece que se cansen: juegan, hacen deberes, ven la tele, se disfrazan, salen al patio, al gallinero, toman el té con los árboles... Para nosotros quizá sí resulta más estresante.
El rato que estaban en el cole y las actividades extraescolares no teníamos que estar pendientes de ellas y podíamos dedicarnos a nuestras propias actividades e intereses. Ahora estamos todos en casa, siempre juntos, trabajando, cocinando... No sé quién necesita más salir ¿Ellas o nosotros?

Escuchaba una reflexión similar en boca de una mujer que había decidido no tener hijos ¿Por qué habrían de gozar de privilegios los menores de edad y sus progenitores? ¿Realmente lo necesitan más?...

Cuando escuchamos discursos sobre la maternidad o la paternidad, son siempre discursos llenos de orgullo y satisfacción... Como si los amantes padres estuvieran regalando un supremo bien a la humanidad o el planeta. Pero la realidad es más bien otra: vivimos un mundo superpoblado, procrear es algo innecesario, ya hay millones de personas a las fronteras de los países desarrollados deseando ocupar el vacío que van dejando los muertos.
Tener hijos es un acto egoísta -como tener un perro en un piso-, la satisfacción del deseo irracional de trascender la muerte, un seguro de cuidados en la vejez, una forma de sentirse acompañados -en una sociedad de extrema individualidad-...

Así que, desde una mirada estadística, niños y niñas no son más necesarios que los adultos. Seguramente resulten incluso más dañinos para la propia sostenibilidad del planeta... Pero ya están aquí, aún no tienen todos nuestros vicios, son seres inocentes, no tienen culpa de la maldad del mundo que hemos construido y, por eso, somos más benevolentes con ellos y decidimos protegerles y concederles permiso para salir a la calle... O quizá sea solo un experimento para ir volviendo poco a poco a la normalidad.

Foto tomada en Huelva - Marzo de 2019


Empezamos a estar francamente hartos del confinamiento y, cualquier medida tomada por parte de los gobiernos, se nos aparece como profundamente injusta para con algún colectivo. Seguramente sean medidas realmente injustas: vivimos en estados autoritarios y centralizados que se gobiernan verticalmente. De una estructura así, no podemos esperar un respeto o cuidado por la diversidad.

Pero no todo es malo, no todo son pérdidas, hay quien saldrá reforzado de esta situación. Ya empezamos a ver empresas que están ganando bastante dinero: cualquiera relacionada con la sanidad, las grandes productoras de alimento, eléctricas, tecnológicas, proveedoras de contenidos multimedia... Mientras, existe gran cantidad de personas que han debido cesar su actividad laboral y perdido toda fuente de ingresos.
La desigualdad se acrecienta. Y lo hace también en la infancia: durante el rato que permanecen en el cole, niños y niñas, son todos iguales, tienen las mismas oportunidades. Pero, confinados en casa, su desarrollo depende absolutamente de que existan condiciones apropiadas. No es solo poseer conexión a internet y dispositivos electrónicos, además es necesario utilizarlos de forma tutorizada, y eso solo puede conseguirse si hay al menos un adulto pendiente de ellos.

El distanciamiento social impone que nuestras relaciones se den, más que nunca, mediadas por la tecnología. Y esto pone de manifiesto el analfabetismo tecnológico en que nos hayamos sumidos. Nos han diseñado terminales móviles extremadamente intuitivos, siempre y cuando hagas un buen uso de los mismos. Un uso basado en el consumo, sobre todo de información y entretenimiento, que nos llega por los canales oficiales de los gobiernos y las grandes empresas. Ahora hemos tenido que adaptar esos dispositivos para trabajar, o para comunicarnos de verdad entre nosotros. Y las experiencias resultan bastantes desastrosas... Lo vemos continuamente en nuestras video llamadas:
- ¿Se me escucha? 
-No. Estás en mute.
-Silencia tu micrófono, se oyen todos los ruidos de la casa
-No cabemos más en la conversación, se tiene que salir uno...
-Se te entrecorta. Te quedas congelado.
Para ahorrarnos todos estos inconvenientes, en lugar de recurrir a estas tecnologías, posponíamos para cuando nos juntáramos físicamente. Ahora, no sabemos cuando volveremos a estar cerca unos de otros, así que, apretamos el culo y tiramos para adelante.


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Hace años. Fotomontaje: Sophia y yo
 
Tenía por casa un ordenador que había dejado de funcionar y me puse a repararlo. Quería que fuera para las niñas. No soy muy partidario de conectar las niñas a las tecnologías, soy consciente de que resultan adictivas, demasiado inmersivas... Pero están por todas partes: televisión, tablet, móvil... Y, a las niñas, al igual que a nosotros, les resultan atrayentes.

Yo llevo ya unos años trabajando desde casa. Tengo mi habitación y mi ordenador. Al inicio de la jornada abro la sesión y todas los programas y herramientas que necesito. Cuando llega la hora, cierro y no se vuelve a tocar hasta el día siguiente.
Sí, el ordenador también es adictivo, pero tiene la ventaja de que no te lo puedes llevar contigo -por eso prefiero las computadoras grandes, también porque puedes cacharrearlas-.
Para entretenerte no necesitas un ordenador -es demasiado aparatoso-, si lo tienes es porque realizas alguna actividad, porque eres un sujeto activo, no meramente pasivo... Y ese es el principal motivo por el que prefiero que utilicen un ordenador, en lugar de tablets y móviles.

Tampoco me obsesiona mucho. Ahí está, les llama la atención y, aunque me ven a mi conectado un montón de horas, no saben muy bien qué hacer con ese cacharro.
Quizá nos gustaría que las niñas fueran como nosotros, que apreciaran nuestro trabajo, nuestros intereses y aficiones. Y, aunque con el confinamiento se han reducido considerablemente sus referentes, volverán tiempos mejores y recuperarán sus dimensiones perdidas: la de alumna, la de compañera de cole, amiga, prima, sobrina, nieta... Aunque nos cueste reconocerlo, las hijas no son solo de los padres, tienen su propia vida, y la meta de todo el proceso de crianza es que sean completamente autónomas.

sábado, 4 de abril de 2020

Ruralidad y privilegios de clase en tiempos del coronavirus

Durante estos días de confinamiento me he dado cuenta, más que nunca, de lo privilegiados que somos. Vivimos en un piso relativamente grande, con balcón y terraza. Además, en la planta baja, disponemos de una cochera, prácticamente diáfana, donde las niñas pueden jugar y moverse libremente.

Cochera 


Por si fuera poco, mis padres viven a escasos metros de nosotros y su casa está integrada en un inmenso patio con huerto, gallinero y olivar. Supone un gran desahogo salir a echar de comer a las gallinas, arrancar "malas hiervas", o recolectar acelgas y alcachofas.
Todas aquellas obligaciones que podrían parecer una carga en tiempos normales, ahora son nuestro salvoconducto para entrar en contacto con la naturaleza, alargar la vista y estirar las piernas.

Así que, estamos disfrutando a tope del modo de vida que han construido mis padres. Porque nosotros -como núcleo familiar- no hemos construido nada. Nuestra forma de vida se articula en torno a una conexión a internet y al hecho de poder salir  y circular libremente por los espacios públicos -en lugar de ensanchar nuestro espacio privado-.

Habitualmente, viajamos y salimos con amigos o familiares... Nuestra propiedad privada se reduce prácticamente al coche y los cacharros que acumulamos en el piso.
Supongo que somos clase media.
Somos hijos de nuestra época. Y nuestra época es volátil. Requiere adaptarse a las nuevas situaciones con rapidez. No poseer nada, sólo dinero: que es lo más flexible y volátil del mundo.
Vivimos en este pueblo, pero podríamos hacerlo en cualquier otro. No tenemos ninguna dependencia para con el territorio. Como si viviéramos en una maceta que pudieras llevarte a cualquier otro lugar.
Nos sostenemos sobre nuestra fuerza de trabajo. Afortunadamente, nuestros progenitores hicieron una gran inversión para que acumuláramos conocimientos, idiomas, habilidades, títulos...

En las películas americanas ya nos han contado muchas de estas historias en que las nuevas generaciones rompen con el modo de vida de la anterior.
Los padres de Clark Kent tenían su granja, cultivaban la tierra... Pero, Superman, prefiere ir a la gran ciudad a desarrollar su carrera de periodista.
Es muy importante, para el capitalismo, ese desarraigo de las clases medias y bajas, esa movilidad, esa fragmentación y ese ideal de hacerse a uno mismo sin la ayuda de nadie. Porque los negocios cambian con gran rapidez, los sectores que eran estratégicos en un país en una generación dejan de serlo en la siguiente y... Hay que adaptarse.
Curiosamente, las clases adineradas y las que dirigen nuestros destinos, no desean ese esquema para ellas mismas: Trump se dedicó a gestionar el negocio familiar, los Bush ya han dado dos presidentes a EEUU, el rey Juan Carlos le cede su puesto a Felipe...

En Europa, para las clases medias y bajas, lentamente se ha ido imponiendo el modelo de las películas americanas.
Mis padres, pertenecen justo a ese cambio generacional en que gran parte de la población se desvinculó del territorio, de su pueblo, de los lazos familiares fuertes, de la tradición familiar... Y emigró a los grandes núcleos urbanos, en busca de prosperidad.
Por fortuna, mis padres consiguieron asentarse en un entorno rural -mi padre vino a parar a este pueblo y mi madre era de aquí de toda la vida-. Se esforzaron en reproducir sus anteriores condiciones -no habían visto tantas películas-. Construyeron un hogar acogedor y una forma de vida con vistas a perpetuarse generación tras generación insertada en el entorno.

Huerto - Abril de 2020


Algo así como esos nativos americanos que bagaban por las llanuras y los bosques, tras los rebaños de bisontes, transmitiendo habilidades y saber hacer a su prole... Conscientes de que la integrarse en el medio -como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie- era lo único que les permitiría mantener una vida digna. Conscientes de que un conocimiento profundo de su ambiente podría llevarles a formas mejores. 

"Cada parte de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada aguja de pino que brilla, cada amable orilla, cada neblina en los bosques frondosos, cada claro en la espesura y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y en la experiencia de mi pueblo." - Discurso de “Si’ahl”, conocido por casi todos como Seattle, jefe indígena de la nación susquamish en diciembre 1854


Nosotros, en cambio, hemos habitado las ciudades durante mucho tiempo. Tendemos a sacrificarlo todo por el fin de semana, por la volatilidad de los diferentes productos de consumo -que obtenemos de cualquier parte del globo-, por los viajes, las actividades culturales y de ocio... Una existencia centrada en el individuo y el presente inmediato. El futuro se nos aparece como una amenaza, una distopía en la que todo saltará por los aires y en la que nuestras hijas vivirán en peores condiciones que las actuales.

"[...] estamos viendo el mundo que querría Silicon Valley. Y es una visión muy sombría: “Esta no es la forma en que queremos vivir. Deberíamos ver una oportunidad en el rechazo a ese futuro, en la forma en que salimos de esta crisis”. - Naomi Klein: “La gente habla sobre cuándo se volverá a la normalidad, pero la normalidad era la crisis”


Así que, en esta situación excepcional, además de aprender mucho sobre biopolítica y mecanismo de control, empezamos a tomar consciencia de todo aquello que es prescindible o poco importante en nuestras vidas. Y, la verdad, sacrificamos mucho por esas pequeñeces. Sacrificamos nuestro tiempo, y también el medio y el ambiente que nos rodean. Sí, el confinamiento nos enseña que es posible vivir de otro modo: más pausado, disfrutando de lo que tenemos cerca.

Yo echo de menos cosas muy básicas: salir al campo a pasear -con los amigos o la familia-, hacer fotos, reunirnos para comer y celebrar, ir al bar... Disfrutar del entorno en que nos encontramos enclavados.

Es primavera, los días son más largos y cálidos, las diferentes especies de plantas van floreciendo, pájaros y anfibios tienen una actividad frenética... Todo eso está pasando ahí fuera, y sólo podemos espiarlo desde el balcón.

Las leyes humanas son a menudo injustas, avasallan con toda diferencia, por mantener la paz, el orden, la salud... -de los que están bien-.

Es verdad que quienes dictan las leyes viven en entornos urbanos. Es seguro que tienen casas grandes, plenas de comodidades... Pero hay ciertos aspectos del estado de alarma que no tienen ningún puto sentido en las zonas rurales -¿A quién vas a infectar por salir al campo a recoger o espárragos o dar un paseo?-. Y que, en el conjunto del estado, están dejando en terrible situación de vulnerabilidad a los que ya partían de condiciones económicas y laborales muy precarias.

Desde la ventana