miércoles, 6 de enero de 2021

La búsqueda del sentido

Los cielos del amanecer y el anochecer molan... mucho. Si los estás observando es porque has puesto la vida entre paréntesis: nada importa, sólo la mutación de colores en el cielo. Es como un pequeño viaje, unas microvacaciones. Podría ser un rito, una terapia... Los días de no trabajo me gusta madrugar sólo por eso. Es como estar solo ante el universo, como un agente de guardia, mientras todos duermen.

Después, el sol viene apremiando. Hay que moverse.

Así, el resto del día es puro agobio... Es como estar debiendo algo a alguien continuamente, una búsqueda incansable de recompensas al esfuerzo. Un sin sentido: canalizar las pulsiones, ganar dinero, invertirlo, formarse, elegir, acumular experiencias...

 

Antes de la pandemia nos gustaba reunirnos con lxs amigxs. Reservar un día para preparar comida, pasear, fumar, jugar a las cartas... Poner el día entre paréntesis. Tampoco tenía sentido, pero era divertido: "Salir, beber... el rollo de  siempre".
O esperar a la llegada de la noche: cenar, tomar unas copichuelas, jugar futbolín, contar chistes, cantar, bailar...

Para viajar, el sacrificio era más grande. Había que ahorrar, reservar vacaciones... Te servía para justificarte en sociedad, por estar haciendo cosas horribles durante todo el año: madrugar, montarte en transporte público, abusar del café, meter comida en tuppers, pisotear las cabezas de potenciales competidores...

 

El Coronavirus nos ha robado los pequeños placeres comunales que llenaban una parte importante de nuestro tiempo de ocio. Encerrados en nuestras burbujas, distanciados, recelosos...  

Solíamos decirnos que el dinero y las posesiones materiales no eran tan importantes: coches, casas, móvil, tv... Pero toda propiedad privada ha salido potenciada con la pandemia: es mucho más deseable una buena vivienda con vistas al exterior, jardín, piscina... que un piso pequeño; es más seguro desplazarte en nuestro coche que hacerlo en un vagón atestado de posibles contagiados; mejor veranear en tu segunda residencia de la Costa Brava que un hotel lleno de viejos en Benidorm; una tele enorme para sustituir el cine... El capitalismo de consumo refuerza sus posiciones y nos arrebata nuestros lujos de pobre: unas cañas al salir del curro, llevar a lxs niñxs al parque, reuniones familiares, una pachanga...

Quizá antes pensáramos que una vida social plena era posible practicando el ocio en espacios comunes -bares, parques, pistas deportivas...-. Quizá antes pudiéramos llegar a pensar que no era necesario sacrificar tanto por acumular riquezas. 

Las crisis capitalistas de 2008 y anteriores nos enseñaron que el dinero en los bancos se podía devaluar y que, por tanto, era mejor invertirlo. Incluso la vivienda se podía devaluar, así que era mejor diversificar. La lección ha sido siempre que debíamos ser emprendedores e inversores, estar en la cresta de la ola, siempre arriba... Pero también se podía hacer la lectura de estas crisis como infortunios que nos golpean de forma aleatoria, imprevisible e inevitable y que, quizá, resulte mejor vivir al día, ir tirando... Porque no hay valores seguros y no tendría sentido acumular otra cosa que no fueran experiencias -quizá, en el 15M, esta lectura alcanzó relevancia como crítica al sistema-. 

No sé cuántas décadas puede durar la lección de esta pandemia, pero llama la atención que su mensaje case tan bien con el capitalismo de consumo y con un individualismo recalcitrante: -Acumula todo lo que puedas porque, cuando vengan mal dadas, los que tengan una casa grande van a estar más agustito.

 

Cuando Pablo Iglesias se compró un chalet, supuso un duro golpe para muchos de sus votantes... Quizá esperaban algo diferente de este líder: que deseara cosas diferentes a las que deseaban el resto de líderes. Porque sólo alguien con deseos y anhelos opuestos a los de quienes dirigen el sistema -un sistema que acumula riquezas en manos de unos pocos a costa de la miseria de muchos- está en condiciones de llevarnos a un mundo más justo. 

Esta idea del deseo como herramienta transformadora del mundo ya estaba presente en filósofos del siglo pasado, como Deleuze o Lyotard. Y parece que, hoy día, tiene más sentido que nunca. Cuando el consumo vampiriza toda nuestra energía para dejarnos vacíos y solos -en nuestro enorme chalet- ante una pantalla que no para de emitir contenidos que apuntalan el relato de la individualidad.

Quizá sería mejor que existieran la magia, la religión, el destino... Una misión más allá de las pulsiones y los mecanismos de recompensa. Quizá una vida menos atomizadora y agobiante, una vida en común. Nuevos referentes, nuevos imaginarios que rompan con estas dinámicas de sálvese quien pueda -y quien más pueda, que se salve más-.

Al final del túnel hay luz. Canet de Mar, diciembre 2020


Referencias

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