sábado, 1 de septiembre de 2012

La escuela del esclavo

Pensaba en la queja actual de los padres en cuanto a la incompatibilidad de los horarios de trabajo y de los colegios.

En el fondo de esta queja subyacen dos tensiones enfrentadas:
  • Por un lado, a los afanados progenitores, les gustaría proteger a sus criaturas del salvaje mundo en el que ellos mismos se desenvuelven. Ya que, aún hoy, existe un cierto deseo de que los chavales disfruten; lo que resulta incompatible con largas jornadas escolares.
  • Por otro lado, les gustaría proporcionar a sus descendientes más y mejores oportunidades, con la intención de que no padezcan sus mismas penurias. Pero esto requiere largas jornadas escolares/extraescolares. Es decir: sacrificar la felicidad en el altar de la cultura del esfuerzo.

Quizá sea el contexto de crisis, o quizá la cultura del esfuerzo ha calado más hondo ¿A quién le importa la felicidad? La solución que parece imponerse es la de alargar la jornada de los chavales. Después de todo, en nuestras mentes, subyace la idea de que todo esfuerzo tiene su recompensa, aunque quizá no sea en esta vida (como antes se esperaba el Cielo por cumplir los mandamientos). En cambio, lo que obtenemos es el engaño que se viene repitiendo desde hace siglos: los que obtienen las recompensas siguen siendo los mismos, y no dependen de su esfuerzo o de si son virtuosos a los ojos de Dios.

Los padres, embrutecidos por el trabajo, acaban dejándose llevar por las pulsiones sado-masoquistas de muerte. El ojo por ojo: "quiero que tú sufras como yo sufro". Mezclado con la absurda esperanza que en un hipotético futuro estarás menos mal -porque habrás asumido que has venido a este mundo para que otros vean cumplidos sus delirios de poder y riqueza-. Sí, sigue existiendo una doble moral: la del esclavo o emprendedor; y la del señor, empresario, inversor... el que se beneficia de los demás.
Mientras... el ideal de un mundo mejor para todos, de iguales, se diluye en la más pura individualidad.

Las nuevas políticas de recortes en educación y derechos laborales no hacen sino acrecentar esta tensión. Horarios aún más incompatibles, que los padres han de llenar con actividades extraescolares para su prole. Más esfuerzo para los niños y más para los padres, que deberán pagar con sudor aquello que se sale de lo mínimo garantizado por el Estado, cada vez más minimalista.
Justo en un contexto en el que apenas se necesita fuerza humana para el trabajo, donde lo que se habría de hacer es repartirlo: jornadas más cortas que permitan a los progenitores participar en la educación de sus propios hijos (pero eso no sería motor de la economía y además no contribuye a la uniformidad).
Parece que hay un excedente de fuerza de trabajo, del que desde luego no se está beneficiando el conjunto de la sociedad.

La subida del precio de la cultura y de la educación superior nos retrotraen a la antigüedad clásica, donde sólo eran accesibles a unos pocos, justo los que ostentaban el poder y el excedente. El esclavo no necesita la cultura para desempeñar su labor práctica, incluso resulta insultante que pueda saber más de cine, música, historia o filosofía que los ociosos amos.
Sin embargo, a los nuevos esclavos sí se nos allana el camino al encefalograma plano: de los mismos contenidos irrelevantes, en todos los canales a la misma hora, de la pasión por el fútbol, de la religión de los Mercados y la macroeconomía. Censurando a las minorías (como ha pasado con la desaparición del programa "Carne Cruda" y otros de la radio-televisión pública). Y si no se puede censurar: se sube el precio.

El mantenimiento de esta doble moral  tiene su coste (hay que someter y controlar a la masa, uni-formarla): armas, militares, guardias, legisladores, jueces, propaganda, pan, circo... en fin: el aparato represor y adiestrador del pueblo. Pero tampoco importa mucho porque es el mismo pueblo el que lo paga.
Al final los ricos y poderosos están cada vez "más allá del bien y del mal", "por encima de la justicia", muy lejos de "el malestar de la cultura" y muy cerca de "el principio del placer".
Francisco de Goya

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