jueves, 24 de septiembre de 2020

Hontanaya y sus fiestas

En nuestra generación era común que, a los hijos de los que emigraron durante los 60's y 70's, nos llevaran al pueblo a veranear y pasar las fiestas o vacaciones, visitar a las abuelas o relacionarnos con los primos que habían emigrado a otro lugar. 

Nuestro caso era un tanto peculiar porque, no acudíamos desde una gran ciudad, veníamos desde otro pueblo. De pueblo a pueblo, haciendo extraños recorridos por carreteras secundarias. Siguiendo el Guadiana a contra corriente. Desde nuestra tierra encerrada entre montes, dehesas, plantaciones de pino y ganado en extensivo, a la amplia y llana Castilla. Plagada de simbología quijotesca. Preñada de viñas, olivares, cultivos de girasol y cereales. Con su incesante pulular de maquinaria agrícola sobre lo rojo del terreno recién labrado, salpicado por el alzamiento de silos, tanques de acero inoxidable, iglesias, molinos...

 

Al hacernos mayores las cosas fueron cambiando: las obligaciones, nuestras propias migraciones, muertes, nacimientos, la pérdida de vínculos...
Hemos envejecido, engordado y adelgazado, alejado o acercado... Todo cambia y todo queda, pero a mí me gusta volver para las fiestas de septiembre. Reencontrarme con los paisajes, los olores, los colores, la familia, amigos, conocidos... Revivir recuerdos, anécdotas. Compartir virtudes y preocupaciones sobre la vida en los entornos rurales.

Este año no hemos acudido a la cita -cosas de la pandemia-. Pero hemos rememorado otros ocasiones en que sí estuvimos. Para mí Hontanaya es un pueblo exótico, como pueda serlo el Caribe para otros. Es ese "lugar de la Mancha" que forma parte de mi mundo vivido. No es un lugar al que ir de vacaciones, relajarse y olvidarlo. No es un paréntesis en la vida cotidiana. Es un esqueje de la vida misma, plagado de recuerdos de la infancia, lazos familiares, anécdotas, traumas, erotismo, risas, rupturas...

 

Las fiestas son modestas -es un pueblo chico-. Pero se celebran con desmesura: comiendo gachas, cordero, queso; bebiendo vino, botellines; bailando hardcore... Como si todos fuéramos agricultores alegres por las buenas cosechas. Como si fuera la última fiesta. Antes de la llegada del frío y crudo invierno cuando, al acabar la vendimia, en el campo sólo se escuche el centrifugar de los molinos de viento -generando su electricidad-. 

Entonces, nos mantendrá encerrados en nuestras oseras el miedo atávico a los enormes toros -patrullando las oscuras calles-. Y el recuerdo de los más viejos atrincherados tras puertas, barreras y balcones. Mientras, los más jóvenes, espantados, sacan provecho de su fuerza y valentía alcohólica para colgarse en las rejas, o arrojarse sobre los remolques. Con la imagen del santísimo Cristo del Socorro presidiendo cada escena, clavado en su cruz de madera, supurando sangre.


Minotauros, cristianismo, cereales, vendimia, excesos, recogimiento... Una amalgama de capas culturales cristalizando en un lugar y fechas muy concretas.

lunes, 21 de septiembre de 2020

De vacaciones y pandemias

No soy muy de hacer apología de las vacaciones y los viajes, pero... Este año, con la pandemia, se han truncado muchos de nuestros planes. Y eso nos ha jodido. Estamos indignados, como si fuésemos coronapijos del barrio de Salamanca. Y por ello quería hacer una pequeña exaltación de las vacaciones... Como los poloflautas la hacen de la libertad -libertad de comprar, vender y acumular capital-.

Solíamos salir bastante del pueblo -para ver los amigos y la familia que tenemos dispersa por el territorio del Estado-. Pero, en verano, nos gusta pasar unos días recorriendo diferentes lugares, durmiendo en campings aquí y allá, sin un itinerario concreto, improvisando sobre la marcha.

Este año, la incertidumbre de no saber qué estará abierto, respetar aforos, localidades confinadas... Ha alterado nuestros planes. Y ha contribuido a que considere esta pandemia como una pandemia poco seria: sin apenas muertos, con escasas consecuencias para la salud, ahora te confino, mascarilla no, mascarilla sí, hacer deporte no, el bar sí... No sé, cualquiera diría que se han sobredimensionado las medidas, al menos algunas medidas, o en algunos lugares. 

No tiene porqué ser todo muerte y destrucción. En esto de las pandemias parece que también hay grados: pueden ir desde brotes de gripe a epidemias de peste bubónica.

Después de guardar estricto confinamiento, llega el verano y ¡Venga! Todos a moverse de aquí para allá, llevando el virus a lugares donde nunca había aparecido. Ahora, en septiembre, lxs niñxs vuelven al cole, con mascarillas, gel hidroalcohólico y lavado continuo de manos... No sé, parece todo una broma macabra, como si el virus fuera peligroso sólo bajo ciertas circunstancias -que tienen que ver con frenar o no el consumo y la actividad productiva-. 

En la tele y las redes sociales no dejan de hacer recuento de casos. Sí, muchos casos... Pero ya nadie habla de frenar la curva o de construir más plazas hospitalarias. La sanidad pública se queda como está, aunque la curva siga creciendo ¿La enfermedad no era tan grave? ¿Ha disminuido su virulencia?... Uno ya duda hasta de los conteos de muertos. Sí, es verdad que el número de muertes de los meses de confinamiento son más altos de lo normal y que había muchos ingresos hospitalarios -pero es que se ha tenido que ir a dramatizar las muertes en las residencias de ancianos, cuando lo habitual es que se ignoren-. 

Hay quien las ha pasado canutas, incluso quien las ha palmado con coronavirus -otra cosa sería determinar si la causa principal fue el coronavirus-. Yo no soy virólogo, ni epidemiólogo, pero da la sensación de que, si esto hubiese pasado hace 50 años, nadie habría reparado en que existió una enfermedad nueva. Quizá se hubiera percibido que aumentaba la tasa de mortalidad y enfermedad, quizá se hubiese achacado al virus de la gripe, la contaminación del aire, a deficiencias del sistema sanitario... Pero tenemos el foco permanentemente puesto en la enfermedad. Y uno acaba con la misma sensación de agobio que invade cuando habla con trabajadores del ámbito hospitalario -para los que todo son desgracias, peligros y muertes evitables-.

Independientemente de si la enfermedad es tan grave como pregonan los medios, el caso es que, a nosotros, nos ha jodido la ruta de campings. En su lugar nos hemos visto obligados a recortar los días y buscar apartamento -por eso del distanciamiento social y no utilizar zonas comunes-. Uno prefiere ser prudente: llevar siempre la mascarilla y respetar las leyes -aunque parezcan absurdas en muchos casos-. Soy una persona civilizada, respeto los miedos y creencias de los demás... No quiero problemas con la ley, ni que una enfermedad tonta se lleve por delante a ninguno de mis seres queridos. Realmente a mí no me supone un gran sacrificio -estoy hablando de no salir de vacaciones un año, ponerme una mascarilla o mantener las distancias, no de perder mi trabajo y quedarme sin ingresos-.

Sea como fuere, el no haber disfrutado de unas vacaciones en las condiciones que me hubiera gustado, me ha hecho valorar lo que de bueno tienen. Para mí, era algo que siempre dejaba un regusto amargo -un vacío-, quizá porque esperaba demasiado de ellas y, cuando acababan, me daba cuenta de que sólo viví una fantasía. Otras veces me decía que lo hacía por escapar del clima tan horrible del verano en La Siberia, o por la presión social -Venga! ¿Cómo no te vas a ir de vacaciones! ¡No seas roñoso! 

"Elige un trabajo que te apasione y no tendrás que trabajar jamás". Es verdad, hay ciertas personas que encuentran tremenda gratificación en el trabajo y no serían felices teniendo que desperdiciar su tiempo en unas estúpidas vacaciones con la familia o los amigos. Pero la mayoría de las personas trabajamos por necesidad y, casi siempre, el tipo de trabajo que desempeñamos depende más de las demandas del mercado que de nuestros propios intereses. Trabajos a destajo que nos obligan a delegar las tareas del hogar. Que hacen que las familias deban acostumbrarse a nuestra ausencia durante horarios laborales extensos.

Yo curro en casa, vivo en un pueblo chico, me es más o menos fácil participar en la vida del hogar. Pero resulta una actividad muy exigente: trabajo, comidas, limpieza, ayudar con los deberes de las niñas, estar pendiente de las facturas, regar las plantas, echar de comer al gato, reuniones del cole, extraescolares, desmamonar olivos, cocinar, compromisos sociales... Así que, cuando llegan las vacaciones y te largas, por fin se abre un paréntesis. Todo queda en suspenso y puedes dedicarte solo a vivir esa otra experiencia. Te sales de ti y miras tu vida desde fuera, tomas distancia, conoces otros lugares y otras formas de habitar los territorios... Resulta liberador y enriquecedor a la vez. Una ventana desde la que imaginar otras vidas posibles.

Es algo que viene bien a cualquiera. Todos somos un cúmulo de dimensiones -trabajo, familia, amigos, ocio...- cuantas más sumamos y experimentamos más fácil es que tomemos decisiones acertadas -que nos hagan felices, a nosotros y nuestro entorno-.

Playa de Portimão - Portugal - Septiembre de 2020

 

Me parece muy burgués y muy egoísta haber escrito esto... Soy consciente de que hay quien, aún teniendo trabajo, no puede permitirse poner su vida entre paréntesis.

jueves, 13 de agosto de 2020

Flamenco en tiempos de coronavirus

En el pueblo cantaba una artista local, Celia Romero, y decidí asistir al espectáculo. Interpreta un cante flamenco muy ortodoxo. Y yo no soy ningún entendido en flamenco -ni se trata de un estilo que me guste especialmente-. De hecho, lo que más me gusta de estos artistas es cuando hacen cualquier otra cosa que no sea flamenco: Camarón -La senda del tiempo-, Enrique Morente + Lagartija Nick, Niño de Elche, Tomasito... Me gusta cuando hacen música para el público -no sólo para otros músicos o expertos-. Cuando utilizan su conocimiento y su habilidad para realizar obras que pueden ser comprendidas y disfrutadas por cualquiera. Cuando llevan a la luz, de forma sublime, toda esa alquimia que han estado trabajando tan finamente en la oscuridad de sus laboratorios -tablaos-.


Celia Romero empezó a cantar... Y todo parecía muy encorsetado, dentro de la norma y los cánones. Como nosotros: allí sentados, en las gradas de cemento de la plaza de toros -a tomar por culo del escenario-. Cantaba Celia Romero pero podría ser María José Llergo, porque yo no distinguía nada desde allí. Distanciados, con mascarillas, embadurnados en gel hidroalcohólico... 

Unas personas con chaleco de la organización rondaban para que se cumplieran estrictamente las medidas de seguridad. La situación era realmente incómoda. Un tipo mayor increpó a uno de los vigilantes que no dejaba de amonestarlo: -Que me dejes en paz! Que voy a orinar! Pesao! Que soy viejo! Que soy extremeño! Que NO voy a fumar...

Foto del concierto. Tomada de la página de facebook del ayuntamiento de Herrera del Duque https://www.facebook.com/AyuntamientoHerreradelDuque/posts/3159689750786590
Foto del concierto. Tomada de la página de facebook del ayuntamiento de Herrera del Duque

 

Celia lo hacía muy bien, el equipo de sonido estaba perfectamente ajustado, la iluminación sobria y elegante, la gente permanecía callada, expectante, atenta... Una pena no poder estar cerca del escenario, porque aquello pedía inmersión y proximidad social.

 

Medio en serio, medio en broma, se me llena la boca diciendo -siempre que tengo la más mínima oportunidad- que Rosalía es una diosa. Es verdad que me gustan un puñado de sus canciones, ella es guapa, sensual y tiene un estilo atrevido y original. Si Rosalía es Kali -la diosa hindú de aspecto amenazante, destructora de la maldad y los demonios... o la ortodoxia flamenca-, Celia Romero podría perfectamente ser Palas Atenea -en su faceta de diosa de la habilidad, la estrategia, la sabiduría, la civilización, la belleza...-. Sí, allí, en el escenario, con su vestido largo y su gestualidad, era una diosa griega. Como si el Hada Azul la hubiese traído a la vida desde el frío y blanco mármol. 

Debe ser complejo controlar la voz para desplegar ese chorro y mantenerlo dentro de la tradición y la norma -sublimar lo que te pida el cuerpo-. Conozco muy someramente el flamenco, pero está siempre como conteniéndose, intentando no desatarse, pegado a lo profundo, lo trágico, lo bello... No deja mucho margen a la innovación, pero es verdad que contempla una gran variación -tiene un montón de palos y cantes-. Es seguro que pilotar y ser un buen profesional requiere de toda una vida. Hay mucha historia condensada, muchos recovecos... Celia es muy joven, pero ojalá tenga la oportunidad de desarrollarse, de experimentar, de jugar, de desplegar sus poderes de Diosa griega, de imponer su forma en un mundo de hombres -a menudo espatarrados- que inundan el panorama con soberbios chorros de voz y punteos de guitarra.

 

Después de Celia, cantó Miguel de Tena. Se le veía muy experimentado, se le notaba comodísimo en el escenario. Estaba dispuesto a lucirse y a hacer disfrutar al personal. Y lo hacía muy bien. Era como si estuviera recogiendo todo el aire de la comarca, concentrándolo en su interior, y proyectándolo en contundentes sonidos sobre el micrófono... Y el tío abría los enormes brazos! ¡Como queriendo abarcar más! 

Sí, era un profesional y tenía muchos admiradores entre el público. Él era la esencia del flamenco, el que fija la norma, el dios iracundo de los cristianos. Sólo echaba de menos no estar más cerca para apreciar su movimiento de piernas, porque taconeaba sentado en su silla pero, desde aquella altura y distancia, parecía algo ridículo -como si un potato estuviera moviendo las patillas- y seguro que era algo más elegante. 

 

Ojalá todo esto del distanciamiento, la higiene, el aislamiento... acaben pronto. Y volvamos a disfrutar de estas expresiones artísticas que piden cercanía. Y, cuando nos encontremos de nuevo a Celia sobre el escenario, se haya transformado completamente en Kali, en Atenea... en todas esas diosas que juegan con los sentimientos y pasiones humanas. Que nos transporte de la bahía de Cádiz al Castillo de Herrera -o donde le dé la gana-, pasando por la risa, el llanto, la rabia... Que nos deje otra vez sin pelos, que nos queden sólo escarpias.


jueves, 23 de julio de 2020

La liberación de los cuerpos

Desde su sombrilla lo tenía todo controlado: cientos de cuerpos -extendidos sobre la arena-, en remojo -sumergidos en las calmadas aguas-, en tránsito -entre la orilla y la toalla-, ...
El socorrista, desde su torreta, abarcaba más. El walky talky le iba soltando mensajes claros y breves. -Un nadador junto a la boya. -Está dentro del área de baño. -Un grupo muy grande a tu izquierda...

La playa tenía una pendiente pronunciada. Las niñas jugaban con las pequeñas olas -que habían formado un escalón justo dónde rompían-. No era una ciudad turística, así que, había poca gente entre semana. Todos mantenían la distancia de seguridad. Por las mañanas el agua era cristalina.

Había cuerpos de todo tipo: masculinos y femeninos, adultos, viejos, jóvenes, niñxs... De pechos enormes y también minúsculos, musculados, fofos, quemados, tostados, blanquecinos, negros, en tanga, bañador, con patalón y camiseta... Cuerpos anónimos.

Muchos de los cuerpos femeninos estaban en top-less -era algo habitual allí-. No era nada exclusivo de un grupo de edad específico. Parecía muy liberador: en ese espacio al aire libre -donde la vista no alcanzaba a ver el final del mar- prescindir del sujetador, sacar las tetas al sol, liberarlas de su carga sexual, del control sobre su apariencia y posición -turgentes, firmes, sin pezón...-.

Me resultaría molesto tener que llevar algo que cubriera los pectorales. Me paso la mayor parte del verano en bermudas o pantaloncito corto de deporte. En cuanto puedo me quito la camiseta. Y no es que tenga un cuerpo escultural -que uno ya va peinando canas- o modelado por la práctica deportiva. Soy caluroso y la ropa me molesta. No es exhibicionismo -aunque puede que también lo sea-. Prefiero airear los complejos a tener que mantenerlos ocultos.

Hubo un tiempo, sobre mis veinte, en que sí me preocupaba la apariencia física y mantener un cuerpo moldeado según la tendencia estética del momento. En esa edad es fácil que algo así ocurra. Después de todo, el ideal del cuerpo deseable lo fijan ciertos rasgos del cuerpo adolescente o joven. Con el paso del tiempo, los cuerpos se transforman en otra cosa y requiere unos esfuerzos titánicos mantenerse al pie del cañón.
No es que los cuerpos dejen de ser atractivos a partir de los treinta largos. Pero, empiezan a surgir defectos -arrugas, canas, grasa...- y, pareciera que no tenemos algo bello que mostrar. Dejamos de subir fotos a las redes sociales y, cuando lo hacemos, procuramos poner nuestra mejor sonrisa y que el cuerpo aparezca pulcramente cubierto -desde luego, procuramos que el cuerpo nunca sea el protagonista de la foto-.

En la playa no había muchos cuerpos adolescentes. Había cuerpos maduros muy atractivos. Los demasiado jóvenes llaman la atención por su piel tersa y fina, pero no por sus formas: así como a medio hacer, en posturas aniñadas... A menudo, con los hombros encogidos, como con cierto pudor...
Muchas veces pienso que todo es cuestión de actitud, que el miedo, la vergüenza y la desconfianza se huelen... Y resultan feos -repulsivos-.

A unos metros había una mujer con unas tetas enormes. Panza arriba. Pareciera que ocupaba un área inmensa. Se puso en pie. No era muy alta, ni gorda, ni flaca. Pero mientras caminaba hacia el agua, con el bamboleo de sus ubres y su cadera... todos nos encogimos alrededor, convertidos en poca cosa.

Suele haber marroquíes y negros -subsaharianos- en la playa. Supongo que por algún tipo de prescripción religiosa las mujeres van muy tapadas: con vestidos de cuerpo entero o camiseta y pantalón. Se bañan con toda esa ropa. Pero también se ha convertido en algo normalizado. Prefieren las últimas horas de la tarde. Es un contraste fuerte: pechos al aire Vs ropa de baño. Se trata de una playa de ciudad, de una ciudad donde la gente vive y trabaja. Es una ciudad costera y tiene la suerte de contar con ese espacio público, lúdico, de integración, donde liberar la tensión sexual que amordaza los cuerpos. Donde es fácil controlar los cuerpos anónimos esparcidos sobre un terreno desértico, asediado por el sol y las insistentes olas del mar.

En las zonas turísticas todo resulta más  uniforme -no son tantos los perfiles que deciden ir a un destino de playa a entretenerse sobre la arena-. Para el turista, la playa, es más una obligación autoimpuesta; para el habitante de ciudad costera es una forma de liberación, de relax, socialización...


En el pueblo los cuerpos nunca son anónimos. Están tapados por un grueso manto de control sexual y moralidad. No existe un espacio donde poder liberarlos públicamente. Lo más parecido sería la piscina municipal, pero se ha convertido en un reducto para adolescentes y forasteros. La mayoría de los habitantes prefiere preservar su cuerpo en la intimidad de sus piscinas privadas o en escondidos rincones del pantano. Y el cuerpo sólo se exhibe encorsetado, sometido a las formas que imponen los ropajes. Unas formas a la moda que marcan toreros y folclóricas.

Paseando por las calles de Mataró, siempre me pareció que la gente llevaba la ropa más suelta, más ligera, como adaptándose a los cuerpos: la diferencia entre ir en sandalias o tacones altos; entre ir sin sujetador o llevar faja; entre tener tiempos y espacios para relajar  el cuerpo o estar continuamente manteniendo una pose.

No quiero generalizar, en las ciudades costeras también existe un fuerte sometimiento a la pose, y muchos son incapaces de gozar de la libertad que supone la playa. Pero, al menos, existe el tiempo para el anonimato y el espacio para la liberación de esa tensión que se impone a los cuerpos -sobre todo a los femeninos-. En los pueblos hay que esperar más -o desplazarse más lejos- para encontrar esos lugares, pero siempre hay alguien dispuesto a hacerlo.

Playa de Mataró - Julio de 2020

lunes, 20 de julio de 2020

Te la mereces

A un día de calor le seguía otro día de aún más calor. Las temperaturas eran obscenamente altas: 38, 39, 40, 41 grados... Por las noches no corría el aire -y, si lo hacía, era un aire sucio y caliente-. Sólo entre las 6 y las 7 de la mañana una ligera brisa fresca entraba por la ventana a acariciarte el rostro y... despedirse fugazmente. El mes de julio era odioso en aquel lugar.

En los últimos dos años había un cierto empeño en promocionar turísticamente la comarca. Pero el verano hablaba por sí sólo... Y decía cosas horribles sobre aquella latitud y altitud. Seguro que a Stephen King le inspiraría historias bien macabras ese calor infernal.
Quienes podían permitírselo tenían piscinas particulares en las que refrescarse. Otros, hablaban de las bondades de las casas antiguas de planta baja en las que habían invertido millonadas para reformar. Pero lo cierto es que, los de  la tienda de electrodomésticos, andaban muy atareados clavando aires acondicionados en cualquier pared. A mediados de julio ya nadie recordaba qué era respirar un  aire decente que no hubiera atravesado uno de esos inversores de temperatura.

Mientras cruzábamos la presa del pantano, me preguntaba si aquella gran cantidad de agua embalsada no tendría nada que ver...
Mirando las orillas escarpadas, muertas, donde brillaban las pizarras y la tierra suelta... -¿Dónde fue la vegetación ribereña? -Quizá esté ardiendo en el más allá para calentar el más acá?

Sí, la única posibilidad era huir de allí. Conocía un montón de lugares donde el mes de julio era mucho más llevadero: al norte, o hacia cualquier punto de la costa. -¡Que se jodan los de las piscinas con su cloro, sus depuradoras y toda la mierda que vierten en esos circuitos cerrados de agua! ¡Que les follen a los de las plantas bajas y sus aires acondicionados clausurados en una siesta perpetua! 

Llegando a Valencia, la temperatura bajó drásticamente. Continuamos mucho más al norte, hacia el Maresme. Sí, había humedad. El sudor era molesto y pegajoso, pero el termómetro no pasaba de los 30 en las peores horas del mediodía.

Recordó el cartel promocional de su comarca: una foto de algún pantano, contrastando el marrón de las orillas peladas contra el azul del cielo reflejado en las aguas... Como si se tratase de un gran lago cristalino.

Llegamos tarde a la playa, pero conseguimos aparcar cerca. Había gente, pero todos mantenían la distancia de seguridad. Me metí en el agua -¡Aquello sí que era refrescante! ¡Joder! Si hasta me veía los pies! Nadé un poco y me tendí en la arena, el sol estaba bajo y no era necesaria la sombrilla.
Cogí el móvil y busqué la foto. "Te la Mereces" rezaba con una cálida y amorosa tipografía. Recordé el pantano -que estaba muy bajo esos días, con sus aguas turbias de micro-algas y sedimentos-, el calor infernal, el continuo run run de los aires acondicionados, la cerveza tibia al segundo de abrir la lata, la gente asándose, encabronada... -¡No! ¡Aquello no se lo merecía nadie!



viernes, 10 de julio de 2020

Urbanismo: directo al campo desde la ciudad

Del urbanismo pueden hacerse muchas lecturas. Después de todo, no deja de ser una obra colectiva en la que se van superponiendo capas de historia, conflictos sociales, tendencias estéticas, formas de poder, nuevas tecnologías, materiales...
A mí me gustan mucho las lecturas que resaltan el giro actual de la historia: que va de una sociedad disciplinaria a una sociedad de control (Foucault).

En los pueblos todo ocurre a menor escala y resulta menos llamativo. Pero las tendencias y modas ensayadas en la arquitectura de la ciudad, aunque a destiempo, también llegan.

En cosa de un par de años se realizó la remodelación de dos espacios emblemáticos del pueblo: La Plaza de España y El Paseíllo -un boulevard con locales comerciales y de ocio-.

Creo que, hace 50 años, si hubiese surgido la necesidad de una reforma, no se hubiese parecido en nada a la actual. La sociedad ha cambiado, y también su imaginario. Ahora es una sociedad más individualista, celosa de su privacidad, consumista, desigual, viajera... Que demanda higiene, seguridad, eficiencia, rapidez, atractivo, facilidades para el turista ... Y los espacios públicos y privados se adaptan a esas dinámicas.
Antes, era habitual, al atardecer, ver a familias paseando por carreteras -arboladas en sus laterales-, o sentadas en un banco -mientras los niños jugaban-, o con las sillas en medio de la calle "al fresco" -conversando con los vecinos-...
Habías quedado. Salías. Esperabas a alguien en un banco -¡Anda! Pues se está agustito aquí (nos quedamos un rato más, no vamos al bar).
Los espacios públicos eran sitios para estar y socializar -entre la gente del lugar-. Los pueblos vivían para sí mismos, podían ser nodos de ciertas rutas comerciales pero no eran lugares donde viajeros se acercaran por ocio, o donde se asentasen las personas buscando una oportunidad -los que se acercaban lo hacían porque tenían algún una misión o vínculo con el territorio y sus gentes-.

En las grandes urbes, el aumento de la movilidad, la masificación y la desigualdad, generan problemas estéticos y conflictividad social: la marginalidad se apropia de los espacios públicos, se pierde el atractivo, los negocios se quejan, las familias no se sienten seguras... Se genera un malestar en la clase burguesa que reclama soluciones y, eso, sedimenta en un modelo de urbanismo aséptico, diáfano e, incluso, incómodo o disuasorio: -No vamos a acabar con la marginalidad, pero podemos invisibilizarla, desplazarla a otros lugares-.
Así, los espacios públicos se van transformando en lugares de paso -bellos, impactantes e icónicos para la fotografía de viaje, pero inhabitables como punto de reunión o encuentro-. No lugares. Fáciles de controlar y vigilar -seguros- para las clases que dirigen la sociedad, o las que explotan los espacios públicos para la obtención de beneficios.

Cuando a un pueblo le toca reformar o arreglar sus infraestructuras, el modelo ya se ha fijado y desarrollado en las ciudades y, a menos que se tenga una identidad muy marcada, lo que acaba por implantarse en los pueblos es ese modelo urbano. A pesar de que no costaría mucho imaginar pueblos con una identidad estética propia, vinculada al territorio: a su relieve, clima, flora, fauna, actividades económicas...

Herrera no ha crecido en población en los últimos 60 años, pero sí que ha crecido en extensión. Y, todo ese crecimiento acelerado, ha tenido como efecto que lo nuevo no guarde similitud alguna con lo anterior y, si existía una identidad propia, quedase escondida tras la uralita, el hormigón, el ladrillo perforado o estilos importados de cualquier punto del globo.
Siguen quedando lugares históricos, de referencia, pero resulta imposible determinar si lo bueno es aferrarse a lo antiguo o abrazar lo nuevo -lo práctico, lo eficiente, lo moderno-

Como en otros aspectos de la postmodernidad, en el urbanismo tampoco existe un principio universal del que podamos derivar cómo deben ser las cosas -una vez superadas las dificultades técnicas-. Y, para hacer una crítica -estética-, tenemos que movernos por terrenos pantanosos, sin saber muy bien a dónde vamos -en una especie de navegación de cabotaje, sin perder de vista la orilla-. Se lanzan lluvias de ideas que no llegan ni a mojar el suelo, porque el tiempo apremia y, o se hace ya, o no se hace.

En ese no recordar de dónde venimos y no saber a dónde queremos llegar. Se van colando los planes de control, el discurso securitario e higiénico, que allana  y normaliza el territorio para la expansión del capital y la comercialización del ocio en forma de turismo. Con unas arquitecturas efímeras -reemplazadas en cortos períodos de tiempo por otras más modernas-, a menudo, más allá de todo contexto.

Arriba: barrio antiguo entorno a la Iglesia. Abajo: barrio nuevo, el colegio, el palacio de la cultura.

En el barrio entorno a la Iglesia, las calles son estrechas y retorcidas. Caminas como huido: en cualquier giro podría aparecer un prestamista, el cura o la guardia civil, dispuestos a recriminarte algo.
En el barrio nuevo los espacios son más amplios y rectos -hay que dejar espacio a los coches-. Todo está a la vista, los negocios se anuncian con colores llamativos y las luces de la policía se ven desde lejos. No hay porqué preocuparse, todo está bajo control.

La Plaza

Arriba: La Plaza reformada. Abajo: La Plaza anterior

Siempre decimos: -La Plaza ha quedado mejor que estaba-.
Y... Es cierto. La rotonda era muy fea y estaba permanentemente asediada por coches inclinados -aparcados con las ruedas del lateral izquierdo en el bordillo del boulevard-, los árboles raquíticos, infectados...
Ahora luce más. Brilla insistente -de noche, por la iluminación de colores y, de día, por el reflejo de las baldosas-. Desde cualquier punto puedes ver lo que ocurre en el resto de la plaza.
Además, resulta muy accesible: en un instante aparcas, bajas del coche, sacas dinero, te tomas una caña en el bar, recoges la metadona en la farmacia... y te largas.

"El efecto más importante del panóptico es inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantizaría el funcionamiento automático del poder, sin que ese poder se esté ejerciendo de manera efectiva en cada momento, puesto que el prisionero no puede saber cuándo se le vigila y cuándo no." - Wikipedia - Panóptico



El Paseíllo

Abajo: El Paseíllo reformado. Arriba: El Paseíllo anterior

Recuerdo que, de niños, había un seto que dividía en pequeños compartimentos las parcelas de césped donde crecían las palmeras. Jugábamos al escondite, o saltábamos directamente a la carretera -desde detrás del seto-. Tus padres podían estar comiendo pipas en un banco y tú fumando unos metros más arriba -sin que te vieran-. Vivíamos peligrosamente.
Primero desaparecieron los setos, luego aparecieron resaltos en los pasos de cebra... Pero seguía resultando muy peligroso -por aquellos entonces la gente ni tan siquiera llevaba mascarilla-. Hasta que el bulevar arbolado quedó demodé... Como el francés.

"La mejor manera de optimizar el espacio, maximizar la ocupación y reducir los costes era con una disposición diáfana. Los jefes terminaron aceptando y abrazando el modelo, porque estar cerca de sus subordinados les permitía supervisar y controlar más y mejor el día a día. En espacios abiertos sería más difícil distraer las horas subrepticiamente en las redes sociales porque todos estarían más expuestos a las miradas ajenas. Existiría un mayor control, una mayor motivación y un incremento de la productividad." - https://worldofficeforum.com/open-space-oficinas/


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En el siglo pasado, lo importante era el tráfico rodado -demandaba espacio para circular y aparcar-. Ahora, el tráfico sigue siendo importante pero, además, el turismo reclama los centros de pueblos y ciudades -como una suerte de bucólicos parques temáticos-. Y, tanto si se trata de una actividad relevante en la zona como si no, nadie quiere renunciar a lucir ese atractivo. Lo residencial se desplaza hacia la periferia y, el centro, se va adornando con toldos multicolor, gente tomando cañitas en las terrazas, chorritos de agua, zonas azules y gente de acento raro paseando un mapa en las manos...
Parece un pueblo, tiene las dimensiones y la estructura de un pueblo, pero se le ha extraído el significado de "conjunto de habitantes de un lugar" para quedarse únicamente con el de "conjunto de edificaciones de un lugar" y, ahí, cabe cualquier tipo de arquitectura.

Decía Hegel en sus lecciones sobre estética que "la arquitectura constituye precisamente el recinto inorgánico de la individualidad espiritual". Hegel todavía creía en la existencia de cosas como el Espíritu de un pueblo.

Bien, el Espíritu del pueblo se ha desintegrado. Pero la arquitectura sigue ahí, constituyendo nuestra individualidad. No es de extrañar que todo encaje tan bien: sociedades de control demandadas por un sistema productivo basado en el capitalismo de libre consumo, arquitecturas efímeras, disgregadoras y con tendencia a lo universal, lo estándar, en un mundo globalizado.

domingo, 28 de junio de 2020

Un cambio de verdad. Una vuelta al origen en tierra de pastores

Abro el Whatssap. Se trata de una foto a un par de páginas de lo que parece una novela. Empiezo a leer el texto. -¡Coño! ¡Qué bien escrito está esto! ¡Cómo mola! Habla de La Siberia Extremeña, de Garbayuela, la resinación de pinos...
-¿De dónde has sacado esto, Quiterio? ¿Quién lo ha escrito?
-Un escritor de Barcelona. Estuvo viviendo una buena temporada en una finca de por aquí. Hace poco que se ha publicado el libro.
-Dime el título. Tengo que hacerme con él.


Y así fue como me sumergí en la experiencia vivida por Gabi Martínez. 

Desplazando la vista sobre mi Kindle, observaba desfilar los paisajes -y muchas de las personas- que yo tan bien conocía.

La última novela que había leído fue "Las ratas" de Miguel Delibes -hará ya más de un año-. También una novela que transcurre en el entorno rural, y que rezuma sensibilidad y conocimiento del medio ambiente por los cuatro costados.
60 años separan ambas publicaciones. España ha cambiado mucho. Supongo que nadie podía esperar, en los 60's, que hubiera turistas de interior y, menos aún, en estos pueblos siberianos, tan anodinos.
Es verdad que no hay muchos, pero existen. Vienen viajeros incluso de países extranjeros a disfrutar del avistamiento de aves, la pesca, la caza...

La vida de los que trabajan el campo también ha cambiado. Se ha tecnificado aún más. La tecnología se ha abaratado. La fase más basta de mecanización ha concluido y, ahora, se orienta al control -del campo y también de ganaderos y agricultores-: crotales, bolos, drones, aplicaciones meteorológicas, GPS, móvil, subvenciones...
Si antes la maquinaria era cosa de grandes explotaciones que podían amortizar los costes, ahora, por pequeñas que sean, también se las denomina "explotaciones" -con todas sus connotaciones de máximo aprovechamiento y tasa de beneficio-.

Todos estos cambios quedan muy bien reflejados en "Un cambio de verdad". Los desplazamientos se hacen en coche, las llamadas al móvil son habituales, para la esquila se utilizan máquinas eléctricas, los animales llevan su identificación... Y, si antes un pastor podía vivir de 50 ovejas, ahora necesita 500.

En esos aspectos, el contraste en ambas novelas es muy bestia. Aunque, también existen numerosas constantes.
Hay un pasaje de "Las ratas" que me llamó la atención especialmente. El pasaje habla de la construcción de presas y pantanos:

"[...] Tomó al Nini nerviosamente por el pescuezo y le explicó confusamente algo sobre un plan de regadío que alcanzaría hasta el pueblo.

— Date cuenta, Nini, si llueve como si no. Cuando el Pruden quiera agua no tiene más que levantar la compuerta y ya está. ¿Te das cuenta? Dejaremos de vivir aperreados mirando al cielo todo el día de Dios.
"

Leyendo las primeras páginas de la novela de Gabi Martínez, donde se alude a la recurrente situación de sequía, pareciera que el problema del agua no se ha solucionado.
Y, es cierto, gran parte del territorio de La Siberia está sumergido bajo las aguas de pantanos, que proliferan como setas. Pero ese agua se utiliza para la producción de electricidad, para abastecer a los municipios y para regar tierras abajo -fuera de la comarca-. Los habitantes apenas se benefician de los embalses y, las temporadas de sequía, siguen suponiendo un gran problema: riesgo de incendios, pastos que se agotan rápido, charcas y manantiales que se secan -con el consiguiente trajín de los ganaderos para proporcionar agua a sus animales-.... Así que, aquí -aunque es cierto que existen muchas casas que cuentan con piscinas privadas y que siempre que abres el grifo sale agua potable-, agricultores y ganaderos siguen mirando al cielo, anhelando la lluvia.


Uno de los aspectos que más me gusta de "Un cambio de verdad" es el lugar donde pone el foco: las ovejas, las aves, la fauna, pinos, encinas, ganaderos, resineros... La narración deambula en todo momento por la base, lo que realmente sustenta y da sentido al territorio.
Para mí, toda buena historia tiene que contarse así, desde abajo. Y Gabi lo hace muy bien. Se instala en una finca, en una casilla austera -más bien pobre- y empieza a relacionarse con el territorio y con sus gentes desde ahí. Nos ilusionamos con el proyecto de merina negra de Miguel, respiramos el pinar con Quiterio, aguzamos la vista y estiramos el cuello para observar la colonia de buitre leonado con Álvaro Eldelcamping, alimentamos las colmenas en invierno, sudamos en verano, nos ilusionamos con los espárragos de la primavera, las lluvias y las setas del otoño...
Con el deseo de Gabi por conocer el rebaño de merina negra, sentimos la presión social -siempre presente- en los pueblos, en los que todos estamos ligados con todos. Aquí, las diversas etapas de nuestra vida transcurren en el mismo lugar, con las mismas personas, y hay que conjugar nuestra multiplicidad de intereses e inquietudes con cambios en las relaciones que establecemos con los demás -compatibilizar el deseo con el respeto a los que conforman nuestro círculo y nos sostienen-.

Seguramente, Gabi, podría haber encontrado alcaldes, concejales, maestros, médicos, funcionarios, algún empresario de éxito -al estilo del cazador rico-... Estoy convencido de que se cruzó con ellos... Seguro le lanzaron propuestas para narrar alguna historia desde su privilegiada posición, para fijar así la épica de sus logros y su "desinteresado" esfuerzo por el progreso de los pueblos y la zona.
Podría haberse instalado en una casa en cualquiera de los municipios más grandes de la zona -aquí los alquileres son muy baratos, si se comparan con Barcelona-. Pero decidió contar la historia de los pastores y de todo lo que se veía desde la altura de los rebaños de ovejas: las moscas, los buitres, los mastines, los cazadores... Y la historia está bellamente contada, mucho mejor que cualquier artículo pagado por la junta de Extremadura y encargado a cualquier mercenario.

Sí, se trata de una historia parcial. En La Siberia hay mayor diversidad social y de formas de vida que la reflejada en la novela. Pero es la historia parcial que, desafortunadamente, suele quedar oculta, tapada por los relatos grandilocuentes de los que organizan las sociedades y disponen de sus recursos.

Desde que yo era un niño, mi familia hemos mantenido una cantidad variable de ovejas en la zona de Garbayuela. Para mí resulta tremendamente cercana esta historia -no voy a atribuirme el título de ganadero, sería demasiado pretencioso, pero es una actividad que en nuestra familia conocemos de primera mano-.
Vivimos una época tecnológica, pragmática, en la que cuesta encontrar un sentido fuera del enriquecimiento -el aumento del capital-, más allá de la escalada en una vida de lujos y colección de postales de viajes. Gabi no consigue en su novela encontrar el sentido de la existencia -no creo que nadie pueda hacer algo así-. Pero nos cuenta historias de vidas muy dignas -muy rocambolescas algunas- que merecen toda nuestra atención. Historias que son puntos de fuga hacia otras realidades -que están ocurriendo en lugares demasiado cercanos-. Historias insertas en nuestros sistemas de organización social y económico, pero dominadas y ocultas bajo el tupido manto de las economías de escala, la masificación de las ciudades, el turismo, las prisas, la burocracia y las ayudas de la PAC.
"Un cambio de verdad" nos desvela esas historias, las engalana, las dignifica, las maqueta y encuaderna para que las disfrutemos desde su particular mirada.

domingo, 14 de junio de 2020

La escuela: de la educación libre al trauma social

Una de las cosas más difíciles de llevar durante el confinamiento ha sido la supresión de las clases presenciales en los colegios. De golpe y porrazo, las niñas se quedaron todo el día metidas en casa y nos vimos obligados a hacer de maestros, para conseguir que completasen las tareas que les llegaban -y les siguen llegando- del cole.
Yo ya trabajaba desde casa, pero el tiempo de trabajo lo dedico al trabajo. Así que, para atender a las niñas, hay que alargar las jornadas, tirar de abuelos, enchufarlas a las pantallas...

De la etapa de colegio cada uno cuenta su experiencia. Muchas veces, de corte más bien traumático: bullying, profesores y profesoras que se les iba la mano con facilidad, castigos, riñas...
Claro que, también hay quien forjó su grupo de amigos a base de compartir estas experiencias escolares. O para quienes podía suponer un espacio de libertad -cuando sufrían situaciones de violencia en su entorno familiar-.

Yo, la verdad, recuerdo esa etapa bastante gris. Y recuerdo muy poquito -supongo que he preferido olvidarla, enterrarla en el subconsciente-.
Ahora, al afrontar los deberes con la mayor de mis hijas... Es como si reviviera aquello: las cuentas, la caligrafía, dictados, ortografía... Sus cuadernos tienen más colores y dibujos que los míos, pero sigue siendo lo mismo.
Más que despertar el interés por el conocimiento, pareciera una forma de mantener ocupados a los chavales en tareas que consideramos buenas -o que el propio sistema educativo estima útiles para seguir avanzando dentro del mismo-. Quizá, habría que preguntarse ¿Son buenas? Y, si lo son ¿Exactamente para quién o qué son buenas?

Yo no tengo consciencia de haber aprendido nada en el colegio. Recuerdo que por aquel entonces me gustaban mucho los animales: recuerdo que me encantaba leer libros de esos que venían con mogollón de ilustraciones y se hablaba del animal más alto -la jirafa-, el más grande -la ballena azul-... Pero era algo que hacía al margen del colegio. Supongo que los libros de ciencias naturales del cole eran un tostón -seguro que lo eran, porque he visto los de mi hija y son un tostón, no responden a una posible inquietud, sino a un conocimiento enciclopédico cercenado, adaptado-. También me gustaban los comics, cierto tipo de experimentos, manualidades...

Cuando nos ponemos a hacer los deberes, la mayoría de las veces, resulta un suplicio para nuestra hija y, para nosotros, supone un ejercicio continuo de autocontrol -es muy fácil perder la paciencia-.
Lo peor de todo es ser consciente de estar repitiendo la historia, haciendo todo aquello que habíamos odiado toda la puta vida: castrar al niño, entrenarlo para que trabaje, para que aprenda a aprobar los exámenes, para que tenga posibilidades de encajar en una buena posición de la pirámide social -o en las diferentes categorías del funcionariado-.

Con esta situación, uno se se pregunta si el cole no presencial tiene algún sentido. O, si, por el contrario, no sería mejor dejarlo desaparecer y destinar todos esos recursos a otros servicios y actividades más útiles. Por ejemplo: alargar las bajas de paternidad y maternidad para que las familias se hagan responsables verdaderamente de la educación de sus hijos.
Porque, justo los aspectos que valoramos más de los colegios, son: que los niños se relacionen con otros niños y adultos, mientras a los padres y madres se nos libera, durante ese lapso de tiempo, de sus cuidados -para poder atender nuestras obligaciones laborales-.

Los muy ricos -o aspirantes a serlo- ya saben que una de las cosas más importantes es que sus hijos se relacionen con otros ricos. Es por eso que los envían a coles privados -o el cole público de su barrio pijo- donde, además, aprenden el tipo de habilidades y creencias que les serán útiles para desenvolverse en esas capas sociales: idiomas -fundamentalmente- y soberbia -seguridad en ellos mismos-... Nada que tenga que ver con el esfuerzo, sino con normalizar el privilegio.

La educación pública es una suerte de alfabetización de los trabajadores. Un lugar para la disciplina. Aprender los rudimentos del deber en la sociedad y... Sálvese el que pueda.
Afortunadamente, esto parece estar cambiando -al menos en el discurso docente- que adopta muchas de las ideas de la educación libre -libertaria-: se hace mayor hincapié en las emociones, los diferentes tipos de inteligencia, la atención a la diversidad, la integración, tolerancia, el aprender haciendo, por proyectos, lo colaborativo, la autonomía ... Y se va restando importancia a los contenidos curriculares.
Es un proceso que, si bien en lo teórico está muy avanzado, en su aplicación práctica sigue en pañales.
La escuela, como institución planificada desde los Estados, de forma vertical, monolítica, sigue lastrando toda su tradición disciplinaria, clasificatoria y uniformadora.
Un profe debe conseguir -utilizando el premio y el castigo- que un grupo numeroso de alumnos -de la misma edad- alcancen los objetivos marcados por ley. En la medida en que consiga esos objetivos, será un buen o mal docente.

En los cursos inferiores podemos observar más fácilmente la realización efectiva del tipo de educación libre -predicada en la teoría-. Y, a medida que la educación se convierte en obligatoria, empieza a adquirir ese carácter fascista -disciplinario y uniformador-.

Quizá nos iría mejor con colegios que fuesen centros lúdicos: con animadores socioculturales -en lugar de maestros y profesores encargados de hacer  estudiar a los alumnos-. Crear espacios tutorizados en un ambiente lúdico y estimulante. Seguramente aprenderían más y, quizá, en el futuro conseguirían interesarse realmente por la cultura o el conocimiento, y no los verían como una carga, como el obstáculo a superar para conseguir un buen sueldo.

En las últimas décadas, ha proliferado el discurso del profe chachiguay que motiva a sus alumnos y sus múltiples inteligencias, consiguiendo que alcancen sus objetivos de forma divertida, casi sin que se den cuenta. Y está bien, es mejor que hacerlo a base de gritos y golpes.
También se suele aludir a la educación como la gran esperanza de futuro de la humanidad, con la potencialidad para crear ciudadanos libres y creativos, capaces de proyectar un mundo mejor.
Curiosamente, con los diferentes tipos de policía también se ha dado un giro similar en el discurso: -Están para ayudarnos, defendernos de los malos, son amables y cercanos, garantizan la paz social... Aunque, claro, luego, en los momentos críticos, nos apalean en las manifestaciones y los desahucios -o nos oprimen hasta dejarnos sin aliento-. Así que, en la práctica, acaban siendo lo que siempre han sido: cuerpos al servicio de los que ostentan el poder y de los propietarios, con la misión de mantener a raya a las masas o los excluidos.
Con los profes pasa un poco lo mismo: llegado el momento, el sistema les exige mantener los alumnos dentro de unos límites: asignarles un número -nota- que limite sus posibilidades.

Hay una violencia inherente al sistema que se reproduce verticalmente. Y parece que, cada uno en su escala, encontramos cierta satisfacción ejerciéndola.

Que la educación pública, universal y gratuita es un gran logro de nuestras sociedades, es algo indudable, ya que concede a las clases más desfavorecidas alguna posibilidad de escalar en la pirámide social.
Creo que, sobre todo en los primeros años de democracia, se tenían grandes esperanzas en la educación pública como transformadora de la sociedad: para convertirla en algo más libre, menos represivo, abandonar el blanco y negro para sumergirla en un universo de música y color. Abandonar definitivamente el lema "la letra, con sangre entra".
Pero ahora, vemos cómo la educación superior se va transformando, cada vez más, en una mercancía, sometida a las necesidades fluctuantes de los mercados. Mientras la educación obligatoria se debate entre: preparar a los alumnos para ese mercado de la mano de obra formada, o bien, adscribir a los alumnos en la cultura del trabajo y el esfuerzo y entrenarlos para adquirir el tipo de conocimientos y habilidades que se exigen en los exámenes de oposición. Al tiempo, la desigualdad económica produce guetos, o bien traslada a los colegios el problema una atención a la diversidad que los desborda absolutamente.

En ese debate, entre entregarse a la mercancía o administrar la disciplina de Estado -para conseguir personas que se inserten de forma natural en el sistema, también como excluidos y deshechos-, se ha perdido por completo el objetivo de formar ciudadanos libres, o construir una sociedad mejor. De alguna manera, la educación ha perdido todo potencial transformador y ha reforzado su misión disciplinaria y de control.

Durante las primeras semanas de confinamiento, numerosos profesores alzaban la voz contra la excesiva burocracia que se les exigía. El sistema educativo no podía parar y se les administraba la misma medicina que ellos después administrarían a los alumnos.
Las familias se quejaban también de la excesiva carga de trabajo procedente de los colegios, mientras debían atender, simultáneamente, sus propios deberes.
No sé si Deleuze y Guattary identificarían eso como una respuesta esquizofrénica. Lo cierto es que, en esos días, parecía haber una pugna por determinar qué trabajos resultaban imprescindibles -y debían seguir siendo retribuidos- y cuales eran meramente accesorios, prescindibles -y se les podía suspender el salario-. La educación es un derecho universal, obligatorio, así que había que mantenerse ocupados: profesores, alumnos, padres... Todo el mundo ocupado sin producir nada... sólo traumas.

Terremoto (Earthquake), 2003. Tetsuya Ishida. Imagen extraída de Christie's


Mientras, sobre la atmósfera comenzaba a condensarse la idea de una nueva educación más eficiente, a distancia, mediatizada por la tecnología... Una escuela más alejada de su estructura física disciplinaria para acercarse a otras más acordes a las estructuras de control actuales -tal como las describiera Focault-.
Una escuela sin alumnos ni profesores -el factor humano que tanto molesta en los procesos de automatización actuales-. Como esta medicina preventiva, sin enfermos ni médicos, que hemos aplicado para resolver la crisis del Coronavirus. Todo avalado por la evidencia científica y el control tecnológico y estadístico.

-¡Oye tío! Estamos montando una plataforma para dar clases 100% online.
-¡Qué guay tron!
-Sí! Es para niños de primaria. Va a ser la polla!: con vídeos, juegos interactivos, pruebas evaluativas... Los chavales sólo necesitan un ordenador de escritorio y una WebCam de esas tan chulas que ha sacado Pears. Con la cámara controlamos sus movimientos y lo que escribe en el cuaderno. Además, la plataforma está conectada mediante una aplicación móvil con los padres -para avisarles en caso de que necesiten intervenir-. Y, al final de la sesión, se envía un reporte a las familias con lo que han hecho sus hijos ese día.
-Mola! Pero los chavales necesitan el contacto con sus compis. Ya sabes: hacer amigos, jugar...
-Sí! Eso también lo tenemos pensado. Hay muchas actividades y juegos colaborativos. Los chavales pueden interactuar entre ellos. Rollo WOW o Second Life. Segmentamos los alumnos por grupos de afinidad y nivel. En las pruebas que hemos realizado, los más aventajados, son capaces de completar 3 cursos en un año!!
-¡Qué pasote! Y ¿Los más rezagados?
-Bueno, como ahora, se van quedando atrás, salen del sistema... Carne de ETT.
-Vaya...
-Pero eso es lo de menos. Con nuestro sistema, un profesor puede gestionar, desde casa y sin mucho esfuerzo, unos 300 alumnos de primaria. ¡Imagínate a dónde podemos llegar con alumnos de mayor edad! Supondrá un ahorro enorme para los estados. Todo ese dineral invertido en personal docente, edificios, burocracia administrativa, desplazamientos... Se podrá destinar a mejorar la sanidad, programas de investigación, pensiones dignas...
-¿Estáis buscando desarrolladores?
-¡Claro tío! Y también creadores de contenido...

viernes, 29 de mayo de 2020

Ruralidad, trabajo y vuelta al cole en tiempos de coronavirus

Quizá todos esperábamos más de esta pandemia: más muertes, más destrucción...
Los primeros días seguíamos la evolución de los datos con gran interés: miles de casos que eran susceptibles de convertirse en millones, hay que aplanar la curva, un rebrote en nosédónde, nuevos miles de muertos no contabilizados en tal o cual comunidad autónoma...

Pasadas las semanas, empezamos a poner las cifras en su contexto. Y es que somos más de 7000 millones de habitantes en el planeta. A mí, personalmente, a partir de 1000 unidades me cuesta mucho contextualizar las cifras, ya sea en dinero, habitantes o seguidores en twitter.
Claro que... yo soy de pueblo chico. No controlo de economías de escala. Las cosas se ven diferente desde aquí. Donde el aislamiento social es mucho más habitual que la masificación o las grandes concentraciones de personas.

Ahora que empezamos a tener datos fiables del número de fallecidos totales en los meses de mayor contagio... No sé, parece que hemos capeado bastante bien el temporal: De 40.000 fallecidos en marzo-abril de 2019 a 68.000 este año
Ha habido muertes, que siempre habrá que lamentar -y pudieran haber sido muchas más, si no se hubieran tomados medidas-. Es cierto que los sistemas sanitarios de las grandes urbes llegaron a colapsarse. Sí, las consecuencias han sido graves. El virus golpeó rápido y nos pilló con las defensas bajadas.

Bueno, ahora estamos alerta. En los pueblos estamos deseando volver a la normalidad de nuestro aislamiento.
Así que, hay una pregunta muy directa flotando en el ambiente: ¿Deberían comenzar las clases en los colegios?
A la vista de los datos, no parece una idea descabellada. Al menos, en ciertas zonas libres de casos.
Para lo bueno y para lo malo, somos una comunidad inhóspita y, en comarcas como la nuestra -la Siberia-, podría decirse que vivimos en una permanente cuarentena. Sería fácil mantener la zona libre de focos de infección con un mínimo control sobre los desplazamientos.

Hay gente que se escandaliza un montón cuando escuchan este tipo de ideas -en algunos grupos de whatssap te pueden linchar por decir cosas similares-. Muchas veces, se utilizan argumentos emocionales -con casos aún calientes-: -¿Qué pasaría si hubiera un infectado en el colegio? ¿Y si muriera alguno de los ancianos abuelos?
Y, es verdad: son argumentos incontestables... Menos aún, recurriendo a fríos datos o modelos probabilísticos. Pero estamos hablando de servicios que consideramos esenciales en nuestras sociedades -no de asistir a un concierto de Taburete-.
No sabemos cómo se volverá al cole en el curso que viene, ni si volverán a surgir rebrotes que nos vuelvan a confinar en casa. Afortunadamente, ya se empiezan a ensayar soluciones para volver a ocupar el espacio físico de las aulas: asistencia de pocos alumnxs, en días alternos, los que de menos medios electrónicos dispongan, los que necesiten más apoyo...

Es esta una pandemia que, desde el principio, se ha abordado con un lenguaje macro: con todo tipo de estadísticas, gráficas, datos aportados desde hospitales, estados, comunidades autónomas... Creo que únicamente con las elecciones se hace un análisis tan pormenorizado -a nivel de población general-.
Con toda esa información, vemos que los números se distribuyen de forma irregular por los diferentes territorios, y que existen ciertos focos de infección más o menos localizados.
Afortunadamente, los gobiernos se han dado cuenta de esto y ya existen territorios con diferentes niveles de alarma.

Los Estados son autoritarios, burocráticos, centralizados... Pero, aún así, son capaces de entender que puede resultar más ventajoso -en lo económico y en réditos electorales- conceder ciertos privilegios y diferenciaciones a las Autonomías. El problema es que, dentro de las Autonomías, aún existe una tremenda diversidad, en cuanto a necesidades, oportunidades y riesgos -que, por ejemplo, son muy diferentes en las vegas del Guadiana y en las de zonas despobladas del resto de la provincia de Badajoz-.
Es esta una cuestión que ya se ha puesto de manifiesto en muchas otras ocasiones en territorios como el nuestro. Donde podemos sentirnos más identificados con los problemas y necesidades de ciertas zonas de Teruel que con las demandas que puedan surgir desde Badajoz capital -el binomio estado nación que se nos impone, incluso en territorios donde carecemos de identidad nacional-.

Mapa de riesgo de infección por coronavirus. Extraído de https://covid-19-risk.github.io/map/spain/es/. Aparecen con una granuralidad bastante fina las zonas de mayor riesgo de contagio (basado en algún modelo estadístico). Una distribución que nada tiene que ver con una separación artificiosa por autonomías o provincias. Los datos son del 18 de Marzo de 2018.

Uno de los riesgos que corremos al estar vivos es que podemos palmarla en cualquier momento. Los que se creen inmunes también se mueren.
Todos preferiríamos tener una fórmula matemática exacta para decidir cuándo volver a la normalidad -algo como " el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos"-. Pero, en la Naturaleza y la sociedad, nos vemos obligados a guiarnos por aproximaciones y estadísticas para manejarnos con algo de confianza.


Hay personas a las que la situación de confinamiento ha venido bien: han seguido teniendo ingresos, o las han enviado a trabajar desde casa -y les ha gustado la experiencia-. Para muchas, la situación es insostenible. A otros, simplemente, no nos gusta y vemos cierta posibilidad de mejorar la situación. Recuperar aspectos de nuestra sociedad que estaban bien. Por ejemplo: que los niños y niñas vuelvan al cole a relacionarse con sus compis, los profes, a jugar, aprender... El cole se plantea como una necesidad imprescindible en unidades familiares en que trabajan los dos progenitores -y, los salarios o jornales de hoy día, requieren que ambos progenitores trabajen-.

Hay un lema que repiten mucho maestras y profesores: "Las escuelas no son guarderías para dejar a los niños". Y está bien, es un lema que tenía todo su sentido en la situación previa al confinamiento. Para destacar que, en el cole, lxs niñxs hacen muchas cosas: socializan, adquieren conocimientos y disciplina, juegan, aprenden normas, a sublimar sus pulsiones...
Pero, con esta situación, hemos reparado, especialmente, en que los colegios también cumplen la función de guardar a lxs niñxs. Y, durante el tiempo que estaban en las aulas, padres y madres podíamos trabajar o dedicarnos a nuestras labores, con la tranquilidad de que estaban en buenas manos. Vamos, que echamos de menos la función de guardería de los coles -y demás centros de educación-.

Con todo, lo que vemos en la tele son ideas para recuperar el turismo, volver a los hoteles, los bares... Como si se nos olvidara que las hordas de turistas fueron los que se encargaron de expandir el virus por todo el planeta.
 ¿Qué tipo de sociedad hemos creado cuando la estabilidad de la misma se basa en mantener la oferta de ocio y turismo? Un ocio y turismo, bastante destructivos, por cierto: un salir a consumir por consumir, para evadirnos del estrés y la presión que nos suponen nuestro quehacer diario.

Muchos hemos descubierto, con esta situación, que preferimos trabajar desde casa y que, además, es una alternativa viable. Otros, quizá se hayan dado cuenta que su curro no era tan malo, que lo que lo hacía malo es el verse apremiados a echar muchas horas -y cobrar poco, o no cobrar-.
Yo no soy muy optimista en cuanto a que vayamos a salir mejores de esta crisis, pero creo que ha servido para visibilizar ciertos trabajos y determinar cuáles son necesarios y cuáles accesorios. Ojalá sirva también para mejorar el reparto de las cargas y las condiciones -"que nadie escupa sangre para que otro viva mejor"-. Porque, una sociedad mejor, no puede surgir de trabajadorxs embrutecidxs -y achicharradxs 15 días en la playa- frente a cada vez más personas sin ingresos.

martes, 12 de mayo de 2020

Biopolítica, ruralidad y fiebres maltas

Recuerdo que, de niños, mi abuelo nos enseñaba a ordeñar las cabras.
Cuando ya teníamos suficiente soltura y control sobre el chorro caliente que salía de las ubres... lo apuntábamos directamente a la boca.
Llenábamos primero un cubillo de plástico azul y, después, lo colábamos en un enorme cántaro de aluminio -mientras espantábamos las moscas para que no cayeran en el preciado líquido blanco-.
Por las noches, alguien recogía los cántaros -supongo que para vender la leche fresca o hacer quesos... De niños no nos interesaban los truculentos detalles de la economía-.

Se conocían bien los riesgos de consumir leche cruda, así que, siempre andábamos pendientes de que no se desparramara al cocerla, en cacillos y pucheros. Aún así, la leche cruda circulaba por el pueblo, a los ojos de todos, con total tranquilidad ¿Vivíamos peligrosamente?

Memorias de mi juventud - Marc Chagall (Foto tomada en la Galería Nacional de Canadá,  Ottawa, junio de 2018)


En aquellos entonces ya formábamos parte de la unión europea y, un estado europeo moderno, no podía permitirse muertes y enfermedades porque cuatro paletos se empeñasen en guarrear con la leche. Así que, al tiempo, llegaron las prohibiciones y el control -además de las aleccionadoras historias de que tal o cual vecina las había pasado canutas por un queso que le compró a no sé quién-.
Los estados ostentan el monopolio de la violencia, no queríamos problemas, así que, nos acostumbramos a comprar la leche a tal o pascual grupo empresarial.
Se continuó elaborando y vendiendo queso fresco con leche cruda -pero ya en menor medida y de forma clandestina-.

Yo, la verdad... paso de la leche, ya no me gusta... Excepto cuando alguien me regala unos calostros o una botella de cocacola llena de la leche de las cabrillas.

En el pueblo no faltan los camiones que descargan enormes palets repletos de bricks de fondo blanco, adornados con dibujos de vacas pastando en verdes prados de alta montaña -aunque luego se trate de vacas encerradas en un establo polvoriento de los Monegros-. Todo plastificado y envasado al vacío.
Hemos sacrificado el sabor y la soberanía alimentaria por la higiene y la seguridad.
Nadie quiere enfermar y, mucho menos, morir -menos aún por un estúpido vaso de leche...- Si además no sabe a nada. ¡Toma! prueba un poco de este cartón que acabo de abrir. -Ves, es como agua blanca. -¿Quieres arriesgarte a padecer fiebre, vómito o diarrea por beber directamente de las ubres de una cabra? -No, ¿verdad? -Pues compra unos cartones de estos. Es muy barata y te ahorras un montón de tiempo y disgustos persiguiendo a esos rumiantes por las callejas.

Este es el caso de la leche, pero pasa con prácticamente todos los productos de origen animal. En nuestra comarca se crían muchos corderos, cerdos, gallinas... Pero, en los comercios y carnicerías, no se vende su carne.
Los ganaderos y productores deben llevarlos a lugares especializados en la muerte y despiece. Así que, acabamos comprando carne de cualquier lugar -la más barata-.


Hace poco vi un pequeño documental "El campo para el hombre", grabado en la década de los 70's, en el que se hablaba de cómo en Galicia se había pasado de una economía local -de subsistencia- a una economía capitalista -de mercado-. Un proceso gradual, que comenzaba con el establecimiento de ciertas normas de seguridad alimentaria y el sometimiento a trámites burocráticos, con el fin de dar salida exterior a los excedentes de producción. Así, los habitantes de las zonas rurales, accedían también a ciertas ayudas, infraestructuras y servicios del estado como: salud, educación pública, comunicaciones...
Con los beneficios obtenidos por la venta de sus productos -o de su fuerza de trabajo-, además de pagar impuestos, podían invertir en bienes y comodidades privadas: tv, radio, lavadora...
Los agricultores y ganaderos gallegos ganaban en salud y bienestar y, además, repartían beneficios entre intermediarios, empresarios y políticos, que, de esta manera, adquirían el control sobre la producción y podían planificar en función de la fluctuación de los mercados internacionales.

El capitalismo funciona así, va colonizando nuevos espacios en busca de la plusvalía. Pero también transforma profundamente las sociedades en las que se va instaurando: impone su lógica, su normalidad y estandarización, apoyándose en las herramientas que ponen a su disposición los estados-nación.

Las consecuencias de este proceso ya las conocemos: vaciamiento de las zonas rurales -para llenar las ciudades de mano de obra barata-, transformación de la actividad agraria y ganadera en explotaciones intensivas y extractivas, destrucción de los equilibrios establecidos durante siglos con la naturaleza, aceleración de la actividad humana, pérdida de identidad y saberes locales...

Campesino Andaluz - Rafael Zabaleta (Foto tomada en el museo Reina Sofía, Madrid, febrero de 2020)

"[...] para Marx, la naturaleza es el ámbito en que necesariamente se da la praxis humana, y que esta naturaleza es previa e independiente de dicha praxis. El privilegiar el concepto de praxis en detrimento del de naturaleza, es decir, el no fundamentar ontológicamente la praxis en una concepción materialista del hombre y la naturaleza, lleva a un «idealismo de la praxis» que hace depender la propia naturaleza de su constitución por la praxis humana." - Metafísica, Francisco José Martínez Martínez. Capítulo 20 (La fundamentación ontológica de la praxis)

Quizá, ya podemos dar por muerta esa dimensión natural nuestra. Realizamos nuestra voluntad independientemente de la naturaleza. La naturaleza ya no es algo que nos rodee, o nos condicione, no es algo que queramos transformar para hacer más agradable. Se ha convertido en un recurso que explotamos para satisfacer nuestros deseos, o adornar nuestros nuevos mundos virtuales de silicio, hormigón, asfalto, viajes, placeres... En el mejor de los casos, la experimentamos como una suerte de parque temático que hay que observar de forma pasiva, para conectarnos con nuestro ser anterior, en una especie de mística terapia sanadora del desenfreno de la cotidianidad.

Como cuando nuestras abuelas, confinadas en los pisos de las grandes ciudades, recuerdan con añoranza sus vidas en los pueblos: haciendo queso con la leche recién ordeñada que les traía tal o pascual vecino.
Como cuando los obreros de la industria conservera gallega se maldecían por haber abandonado sus tierras por un trabajo monótono, aburrido, alienado... A cambio de un salario fijo y un piso con televisión y cuarto de baño.

Cabra y chivillo en Herrera del duque. Marzo de 2018


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Quizá todo empezó con la oportunidad que brindaban las epidemias y desgracias masivas. Con el estado de temor generado. Rentabilizar el miedo atávico a la muerte y la enfermedad, para hacer pasar por aceptable cualquier nueva medida de control y sometimiento a las necesidades del capital -la doctrina del shock-.

Escribiendo este post me enteré de que ya era legal vender leche cruda en España "El Gobierno regulará la venta directa de leche cruda".
Sigue siendo igual de peligrosa, pero es una buena oportunidad de negocio y no se puede desaprovechar.

El coronavirus es la nueva leche cruda: no hay vacuna para la enfermedad, pero se hace necesario comprar y vender, volver a activar la economía y la circulación de mercancías y servicios.
No se trata de dar autonomía e independencia a los territorios, ese es un camino que no se permite desandar. Porque, si algo se ha puesto de manifiesto con esta crisis, es que ya no existe la autonomía local, ni tan siquiera la de los Estados soberanos -sometidos a las normas de organismos internacionales controlados por grandes grupos financieros-...  El capital ha extendido su red de explotación por todo el planeta, en la búsqueda de beneficios siempre crecientes, para satisfacer un extraño deseo de bienestar -consumo- y acumulación. Nada que ver con satisfacer necesidades.