Escuchaba a Jorge Javier Vázquez decir que había disfrutado mucho de su trabajo. Que, durante un período de unos 15 años, había estado completamente entregado a él. Que era algo que le divertía y entretenía mucho, que le brindaba la oportunidad de vivir una vida y unas experiencias absolutamente fuera del alcance del resto de la humanidad... Y todo lo que decía parecía verdad: los periodistas y presentadores de la tele viajan, conocen gente interesante, se rodean de lujos, fiestas, representan poses que sólo están permitidas en ese ámbito... Pero decía estar ahora en una época más calmada: trabaja menos -quizá porque el formato televisivo en el que se encuentra encasillado comienza a agotarse y hay que reinventarlo, aunque sólo sea con caras nuevas-. Decía estar contento en esta nueva etapa pero, al parar, se había dado cuenta de todo lo que había dejado al margen en esa vorágine de trabajo y breves períodos de descanso/desconexión/escapada. Había dejado al margen la vida normal que, obviamente, es mucho más tranquila pero tiene ciertas gratificaciones que la hacen más sostenible en el tiempo: hacer la compra, pasar tiempo con familiares, amigos, mascotas, cuidar de los que le rodean... No terminé de escuchar la entrevista porque ya se me hacía larga pero, os dejo aquí el enlace al podcast.
Yo me encuentro en una etapa laboral en la que no me cuesta comprender a Jorge Javier, obviamente no a ese nivel de dedicación y entrega, pero sí que estoy muy motivado -a veces pienso que demasiado-. Me entretiene mucho mi trabajo, soy una persona curiosa y me gusta aprender sobre nuevas tecnologías, desmontarlas, saber cómo funcionan por dentro... Hay muy buen ambiente con mis compañeros y eso hace que el ámbito que acapara lo laboral se expanda. Con estas premisas es fácil pasar por alto cosas como lo ético de ese trabajo -Jorge Javier también eludía abordar el aspecto moral-, o descuidar cosas que también producen sus gratificaciones (aunque no nos den dinero): cuidar de los nuestros, pasar tiempo con los amigos, los trabajos domésticos, las plantas, la filosofía...
Últimamente me cuesta mucho concentrarme en la filosofía, quizá no es sólo la motivación/implicación en el trabajo, quizá también el estar en el último curso con temas más densos y específicos y, por supuesto, el encontrarme en el pico de obligaciones de la edad adulta: las niñas siguen demandando cuidados, los abuelos se van retirando/delegando y, aunque los amigos no salimos tanto, todavía nos juntamos.
Al final, la filosofía -como esto de escribir el blog- no sirve para nada. Es más una cabezonería personal... Me gusta reflexionar, aprender cosas nuevas, saber como funcionan por dentro...
Parece que la fenomenología -la corriente filosófica en la que ando inmerso- está un poco en esa fase de la pregunta: la filosofía se ha ido desgajando en las diferentes ciencias y áreas de conocimiento... Entonces ¿Sirve para algo? ¿Tiene algún sentido? La respuesta que da es que sí, sí sirve. Porque nos descubre otra forma de conocer el mundo y relacionarnos con la realidad. Una forma más intuitiva, menos utilitarista, una búsqueda de alternativas no condicionadas por todo nuestro conocimiento y experiencia acumulados.
La filosofía se me antoja como el único contrapunto posible a esa huida hacia adelante que son nuestros trabajos actuales y la obsesiva preocupación por el dinero, que nos convierte a todos en inversores y economistas -ya sea para ajustarse a exiguos presupuestos o para administrar el excedente en la pensión futura-. Ya no es sólo que nos relacionemos con el mundo como si todo fuesen cosas, la economización nos lleva por absurdos derroteros, irreflexivos, inmorales... que nos dejan cierta sensación de vacío... Como la de ese Jorge Javier retirado a la segunda línea.
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El otro día escuchaba un programa de flamenco donde hablaban sobre el 25 de Marzo, el presentador hacía una reflexión y repaso sobre el reparto y el acceso a la tierra en Extremadura -donde ha estado tradicionalmente en manos de grandes tenedores-. Ahora, el acceso a la tierra no es la máxima preocupación de nuestras sociedades, pero hubo un tiempo en que en las zonas rurales se vivía del y en el territorio. El sistema de propiedad fomentado desde el Estado no favoreció ninguna mejora para estas sociedades, sino que contribuyó a concentrar la riqueza en muy pocas manos. En un progresivo desposeer a los habitantes de su medio de vida -para desplazarlos a los sitios donde hacía falta mano de obra: la ciudad-. Y no es solo la propiedad, sino la continua limitación de acceso a los usos del territorio: para leña, pastos, siembra, rebusco, caza... Al final, la propiedad no deja de ser un conjunto de derechos y obligaciones sobre algo, derechos que se se pueden ampliar o restringir, que pueden ser de cualquiera: caciques, administraciones públicas, pequeños propietarios... La tendencia ha sido la desposesión de derechos y capacidad de decisión de la población sobre su medio de vida conectado al territorio -ya sea por los propietarios o las regulaciones impulsadas desde los Estados y administraciones-. Todo ello ha desembocado en que hoy se vean como deseables macro proyectos de granjas, mineros, de energías renovables, casinos... que atentan contra el territorio, porque la vida en los pueblos cada vez tiene menos que ver con lo rural y, al final, lo rural, aunque más despacio, se ha incorporado de lleno a esa huida hacia adelante de los objetos, el trabajo y lo económico.