Miraba Peloche desde el satélite, y la transformación del paisaje se me apareció como una historia de violencia: la inundación de las tierras, la continua subida y bajada del nivel del agua, las orillas muertas del pantano, el pueblo parapetado de las crecidas, la playa de hormigón, la aridez...
"En sus apenas cien años de dominación como clase, la burguesía ha creado fuerzas de producción más masivas y colosales que todas las generaciones anteriores juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, la maquinaria, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación a vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la roturación de continentes enteros, la transformación de los ríos en vías navegables, las poblaciones surgidas de repente, como brotadas del suelo..." - Fragmento del Manifiesto comunista de Marx y Engels
Ahora utilizamos el término "zona de sacrificio" para los lugares donde es necesario implantar las nuevas tecnologías verdes -campos alicatados de placas solares o ventilados por molinos de viento- y extraer los metales necesarios para su construcción -minas a cielo abierto-. Y, oh! Sorpresa! Muchas de esas zonas se encuentran en Extremadura. Los vehículos eléctricos no echan humo por el tubo de escape, pero siguen consumiendo materiales y energía -y toda esa porquería nos cae encima, como ya nos cayeran los pantanos y las centrales nucleares-.
Cuando se hicieron los pantanos había un dictador en el gobierno y no cabía la protesta. Se hacía por el bien de la Nación. Un verdadero patriota está dispuesto incluso a morir por construir ese proyecto conjunto al que llamamos España, España, bandera, bandera...
Pero lo del patriotismo ha decaído bastante. Ya nadie está dispuesto a inmolarse por un concepto tan abstracto y, mucho menos, por un proyecto común. Ahora somos individuos prácticos. Queremos que el sacrificio tenga una recompensa -en forma económica-: puestos de trabajo, industria, beneficios fiscales... Ha cambiado la fundamentación del sistema, pero la violencia sigue siendo la misma. Porque el sacrificio se va a realizar, sí o sí: vivimos en una democracia, sometidos al voto de la mayoría -y la mayoría no vive en pueblos chicos-. El precio que pagamos algunos por vivir bajo la protección de un Estado -más o menos violento, más o menos arbitrario- es más alto que el pagan otros -y no hablo de los impuestos, que son iguales para todos-. Las universidades, los hospitales, las autovías, los regadíos, los puertos deportivos... son a costa de parte del ganado atrapado en el barro de algún pantano.
Oveja atrapada en el lodo a la altura del Puente de las Mestas, en el embalse de Cijara (pantano que precede al de García Sola, el de Peloche). Imagen extraída del perfil de Facebook de una vecina de Villarta de los Montes |
Seguramente no exista compensación económica que supla la transformación del paisaje y las formas de vida de un pueblo. En los pueblos resulta difícil sentir que trabajamos por el progreso y, más bien, lo percibimos como una forma de violencia que se impone desde arriba, desde las instituciones: el Estado, la Junta, Diputación, Confederación... Desde donde se nos dicta lo que tenemos que ser, dónde invertir, qué trabajos privilegiar, qué costumbres abandonar... Esa violencia permea en la propia población: en el control social de unos sobre otros, en el establecimiento de una moralidad represiva y una normalidad que se ajusta a los planes de progreso.
Desde hace unos años, se está haciendo un gran esfuerzo desde las instituciones por fomentar el turismo en la zona. Otras zonas del país con características similares son turísticas ¿Por qué nosotros no? Obviamente, el turismo de interior no es una actividad tan invasiva como un pantano. Pero el turismo es una actividad destinada al visitante -no a los emigrados o los propios vecinos-. A los locales se les exige se adapten a esta nueva actividad económica -en detrimento de otras-, los espacios públicos se diseñan pensando en estos potenciales turistas, se marcan los hitos, se regula su acceso... Se nos dice que es la única forma de vencer la despoblación, que genera riqueza... Que las aceitunas, los pinos y las ovejas no son rentables, que son trabajos duros, que no rinden. No somos nosotros, es el mercado amigos: que no tiene en cuenta vuestra identidad cultural, ni los deseos y anhelos de la gente de pueblo.
Porque, al final, se trata sólo de eso: del sometimiento de unos a los deseos de otros. Y para imponer esos deseos, la iniciativa privada necesita del brazo armado de las instituciones públicas y sus mecanismos de propaganda.
En Peloche, el ayuntamiento, invierte en su playa y sus monumentos. Regula su acceso, se publicitan los negocios que sirven al fin turístico y los productos con denominación de origen. Mientras, el pueblo se vacía, se llena el pantano, se cierran escuelas, proliferan las segundas residencias y la actividad agroganadera sigue siendo tan sacrificada como hace 100 años.
En ese sueño húmedo de capitalizar el turismo, alcaldes y diputados, fantasean con la construcción de un EuroVegas a las orillas del Guadiana, entre Castilblanco y Herrera. Porque no importa lo que aquí hubiera: aquí todo es campo. En eso radica la violencia que se ejerce contra estas tierras: en considerar que está todo vacío y que se debe llenar de cualquier cosa. Como cuando los europeos descubrimos y conquistamos las américas.
El progreso avanza en una única y exclusiva dirección... Y sólo puedes subirte al carro o resultar arroyado.
1956 - Aún no se habían inundado los terrenos |
1973-1986 Se adaptan los caminos y carreteras a los contornos del agua |
1980-1986 El nivel sube |
1998 Sube |
2002 Se mantiene |
2019 Baja |
La Barca, Peloche y el Pelochejo. 1956 bajo 2019 retorciéndose cabreado en angulosas formas |
Los pantanos tienen el cruel defecto de aislar aún más a las poblaciones que los acogen. Porque no es tan sencillo cruzar esas enormes masas de agua. Las carreteras y caminos dan tremendos rodeos para llegar a un punto que visualizas desde la otra orilla. Aún así, Peloche ha crecido en extensión -no en población-. Incluso se construyeron barrios de chalets a orillas de la cola del Pelochejo. Lo que antes era un pequeño afluente del Guadiana que se secaba en verano, se ha convertido en lugar de ocio privado y goce, tal como se entiende hoy día: piscina, tumbona, copazo, barca a motor...
Para mi familia también es un lugar de ocio. Solemos ir a bañarnos en puntos arbitrarios. Creo que en los 80's y 90's era incluso más común: cuando venían los emigrados de la ciudad a veranear. Se cargaba el coche de muchachxs, la merienda, las cañas de pescar, los flotadores -hechos con recámara de rueda-... Se buscaba un rincón apañado: te calzabas las cangrejeras, chapoteabas, jugabas con el barro, las piedras... No era un ocio solitario y, mucho menos, relajante. Era puro esparcimiento, una desconexión de la cotidianidad en nuestro entorno cercano.
Era un poco como aquella serie de Verano Azul, donde lo importante no era estar en la playa -en un paraje idílico-, lo importante era estar con los amigos, la familia y cantar el "No nos moverán". Pienso que ese imaginario de las vacaciones y la ociosidad han cambiado. Por eso proliferan las piscinas privadas en Herrera, los chalets en la cola del Pelochejo o las megatorres de apartamentos en Benidorm. Cada cual según su poder adquisitivo. Todo se parcela, se individualiza y se ajusta a cada bolsillo. En las redes sociales, los anuncios y las películas se construyen los imaginarios de la casa y el viaje ideal... Y ya no tienen nada que ver con el Verano Azul. Se impone la violencia de la tarjeta de crédito y la transformación de los paisajes para ese goce efímero del tiempo de vacaciones.
Hace un par de años, la comarca se declaró Reserva de la Biosfera, como reconocimiento a sus valores naturales e integración armónica de lo natural y lo humano. Un paso más en la turisficación del territorio, su incorporación al tren del progreso y al imaginario de lo que debe ser un territorio rural -según la mirada de la Unión Europea-.
El imaginario del paraíso natural y la actividad económica sostenible se tiende sobre la realidad social del territorio. Ocultando la violencia infringida, la desigualdad entre pueblos, los conflictos por la tierra y el agua, la carencia de servicios, las demandas de ciertos sectores... Todos esos detalles que pudieran enturbiar la experiencia turística y que, por otro lado, no importan lo más mínimo al visitante -se encuentra de paso, para él todo esto es campo-.
Para las diferentes instituciones locales y regionales resulta muy importante proyectar esa imagen biosférica. Convertirla en la realidad predominante, la que integra el territorio en el capitalismo global del consumo de experiencias. Como antes fueran, la actividad cultural -de identidad regional- o deportiva, las que nos integraban en el proyecto de Nación -pan y circo, para apaciguar el malestar social-. Píldoras efervescentes de placer que aplacan el dolor causado por las violencias a que nos sometemos a diario: trabajo, burocracia, deberes, disciplina, represión moral, estrechez económica...
**********
Esta semana ha sido noticia la prueba piloto de dos ultrarricos para convertir los viajes al espacio en experiencias turísticas.
Los viajes a la playa y a los balnearios de la alta burguesía, en el pasado siglo, han degenerado en ingleses borrachos saltando a la piscina desde el balcón del hotel.
Los viajes de aventura y naturaleza se han convertido en barbacoas con carnes de baja calidad en casas rurales.
Los viajes en avión están al alcance de un público cada vez más amplio y las lunas de miel ocurren en lugares cada vez más lejanos...
Cada vez se ahoga más gente en el Mediterráneo, el índice de desigualdad aumenta, el hambre, la enfermedad...
Las zonas rurales siguen perdiendo población -cada vez son más campo- y, aunque las luces de neón brillen en calles concretas de grandes ciudades, los habitantes del pantano saben -esa electricidad- de dónde sale.
Parece que la crisis del Coronavirus no ha hecho más que aumentar estas desigualdades y el control de los gobiernos sobre sus gobernados.
Ya no sabemos dónde nos conducirán las chifladuras de los más ricos, en qué tipo de ocio degenerará su imaginario, ni qué precio vamos a tener que pagar. Lo que sí sabemos es que poco o nada tendrá que ver con las aspiraciones y deseos de los rurales de antes del éxodo a la ciudad.